Humanización, cerebro y mente

España · Nicolás Jouve de la Barreda
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6 abril 2013
El éxito del avance científico y su contribución al bienestar del hombre se debe sin duda al método propio de la ciencia, la experimentación, que permite abordar las preguntas sobre los fenómenos naturales mediante una demostración empírica. Sin embargo, el método científico no lo resuelve todo. Solo se puede aplicar para resolver aquello que por su naturaleza material permite el planteamiento de una hipótesis demostrable como verdadera o falsa por medio de la experimentación. Dos aproximaciones experimentales actuales, el análisis genómico y el estudio del mapa funcional del cerebro permitirán conocer mejor el fenómeno de la humanización. Sin embargo, no es la ciencia la que debe resolver las preguntas sobre la naturaleza y la ubicación del alma.

El genetista francés François Jacob, que recibió el premio Nobel de Medicina de 1965 junto a Jacques Monod y André Lwoff, por su contribución al conocimiento del mecanismo de la expresión de los genes, describió el quehacer científico como «un diálogo constante entre imaginación y experimento lo que permite formarse una concepción cada vez más definida de lo que llamamos realidad» [1]. Sin embargo, hay cuestiones que a pesar de que aceptamos su realidad no son abordables por el método científico debido a su naturaleza inmaterial. Por ello, no es lógico pensar que todo es abordable por la ciencia, ni que la ciencia lo va a resolver todo, ni exigir que toda explicación de un fenómeno que no entendemos se trate de resolver mediante una demostración empírica. Esto sería caer en el «cientificismo». También sería relegar a un injustificado papel secundario a otras fuentes de conocimiento tan necesarias como la filosofía o la teología.

Una de las grandes preguntas que se está tratando de desvelar desde diferentes frentes de investigación se refiere a lo que distingue al hombre del resto de las criaturas y lo que le hace ser humano. Se trata de avanzar en el conocimiento de cómo, tras un proceso de «hominización» caracterizado por una serie de modificaciones físicas evidentes en la línea evolutiva humana, se ha llegado a la «humanización», entendiendo ésta como la aparición de la autoconciencia y una serie de propiedades propiamente humanas, únicas en el conjunto de la naturaleza: el sentido ético de la vida y las capacidades de comunicación, relación y creatividad propias del hombre moderno.

Para abordar la cuestión, es necesario primero reconocer que existen tales diferencias y que el hombre no es una especie animal más del gran repertorio de especies vivientes. Cuando nos referimos a las diferencias entre el hombre y los restantes animales resulta absurdo destacar únicamente los rasgos físicos e insistir en nuestra animalidad, como de forma vehemente hizo el etólogo inglés Desmond Morris, autor del ensayo El Mono Desnudo, publicado en 1967 [2]. Resulta ridículo considerar que lo que mejor diferencia al hombre del resto de los primates es la ausencia de pelo. ¿Por qué no hablar mejor del «mono vestido» y destacar una peculiaridad del hombre, como es la de cubrir su cuerpo con elementos externos en la que se mezclan aspectos psicológicos, culturales, artísticos y de protección frente al ambiente? Toda una serie de manifestaciones únicas que demuestran claramente la singularidad de nuestra especie. Resulta igualmente grotesca la posición de Peter Singer y otros seguidores del Proyecto Gran Simio, cuyo eslogan es «la igualdad más allá de la humanidad».

Uno de los frentes para tratar de resolver la cuestión de nuestra singularidad es el de la comparación genómica. Consiste en buscar e interpretar las diferencias en la información genética del ADN del genoma humano con el de las especies más próximas (ver el artículo ¿Qué nos diferencia del gorila? Los genomas de los homínidos, publicado en Páginas Digital el 13 de Marzo de 2012). Estas investigaciones han revelado la existencia de genes específicamente humanos y regiones del genoma que muestran cambios evolutivos más dinámicos en nuestra línea evolutiva que en la de otras especies. Así, se han descubierto genes de evolución acelerada que permiten explicar siquiera parcialmente la capacidad de la comunicación por medio del lenguaje, la eficacia del sistema inmunológico, el establecimiento de conexiones interneuronales, el mejor aprovechamiento del oxígeno en el metabolismo del cerebro, etc. Algunos de estos hallazgos le hicieron exclamar a Svante Pääbo, un genetista sueco que desarrolla su actividad en el Instituto de Antropología de la Universidad de Leipzig que el cerebro humano «ha acelerado el uso de los genes» [3].

Es posible que las investigaciones del genoma nos lleven a desvelar más hechos sobre la naturaleza biológica del hombre y tal vez que nos ayuden a comprender el por qué de las singularidades del ser humano, algunas de las cuales se han relacionado con aspectos físicos distintivos y concretos. Sin embargo, hay otros aspectos que quedan fuera del ámbito de la ciencia, o que la ciencia no puede explicar, simplemente por su naturaleza inmaterial.

Entre estas propiedades, está la extraordinaria capacidad de raciocinio, probablemente la fuente de la que emanan muchas de nuestras capacidades. Sin embargo, en el hecho de poseer un pensamiento racional y de vivir la vida de forma consciente, intervienen dos tipos de elementos, uno material, abordable con el método científico, y otro inmaterial, inaccesible para la ciencia. Se trata del cerebro y la mente. Es preciso reconocer en el hombre la coexistencia de ambas dimensiones, material y espiritual, cosa que no siempre se acepta. A veces se confunde el cerebro con la mente, lo cual carece de sentido, ya que siendo el cerebro, el órgano más complejo del ser humano no deja de ser más que un sustrato material compuesto por billones de neuronas y otros tipos de células, que puede explicar nuestra extraordinaria capacidad de relación con el medio. Sin embargo, la mente, potencia intelectual del alma, es inmaterial y solo la conocemos a través de sus manifestaciones, la capacidad de razonar, la percepción del entorno, la capacidad de ordenar los estímulos recibidos, la posibilidad de crear relaciones entre ellos, elaborar ideas y ver más allá de los sentimientos, todo lo cual hace a cada ser humano un ser que vive su vida de forma personal.

Lo miremos como lo miremos el cerebro no deja de ser más que un extraordinario órgano material, en el que se cumple el axioma biológico de la relación entre estructura y función. Un órgano complejo que sirve para pensar, pero que no elabora el pensamiento por sí mismo. Sigue siendo una incógnita la relación entre esta inmensa estructura de unos 100.000 millones de neuronas con sus billones de conexiones y la mente. Cómo explicar en términos de corrientes eléctricas, conexiones interneuronales y complejas circunvalaciones cerebrales, la enorme riqueza interior que se alcanza por la percepción del mundo, propia de cada individuo humano. Sencillamente no es posible. Estamos ante dos realidades interdependientes pero distintas, una material y otra espiritual, una sometible al análisis experimental y la otra no.

Un segundo frente para tratar de resolver la cuestión de nuestra singularidad consiste en el estudio directo y en profundidad de la estructura del cerebro. Precisamente en estos días ha saltado la noticia del trabajo del Dr. Rafael Yuste, un eminente neurobiólogo madrileño que lleva años al frente de un grupo de investigación en la Universidad de Columbia (Nueva York) trabajando en un gran proyecto consistente en hacer el mapa de todas y cada una de las neuronas del cerebro. Sí el Proyecto Genoma Humano fue el gran desafío de finales del siglo XX, abordar el estudio del cerebro es el mayor desafío que tiene la ciencia en el momento presente. El Presidente Barack Obama ha anunciado la asignación de 100 millones de dólares del presupuesto de 2014 al proyecto BRAIN (Brain Research through Advancing Innovative Neurotechnologies) que colidera el Dr. Yuste. Sin duda una magnífica noticia que nos ayudará a comprender mejor el funcionamiento y las portentosas propiedades del cerebro humano.

Dice el Dr. Yuste que hasta ahora, por limitaciones técnicas solo se puede registrar la actividad de unas pocas neuronas a la vez, mientras que cualquier circuito cerebral tiene miles o millones de neuronas comunicándose entre sí. Es como querer ver una película en la televisión mirando solo dos o tres píxeles de la pantalla, por lo que de lo que se trata ahora es de ver toda la pantalla cerebral. Según el investigador madrileño «tenemos el convencimiento de que los estados funcionales del cerebro están escritos en la actividad conjunta de grupos muy grandes de neuronas, y que al observar la actividad de todas las neuronas veremos la película completa del cerebro por primera vez». Estaremos atentos al resultado de este gran proyecto que seguramente aportará nuevas claves sobre lo qué nos hace ser humanos.

Sin embargo, aunque hayamos sido capaces de descifrar toda la información contenida en el genoma humano y aunque ahora estemos en condiciones de abordar el estudio de la compleja estructura de nuestro cerebro, estos avances no nos van a permitir resolver la ubicación del alma, ni negar su existencia, ni deducir su dependencia de la estructura material, ni negar su papel dominador de la voluntad. Decía el papa emérito Benedicto XVI, en Dios y el Mundo [4] que «todo el cuerpo está presente en las funciones espirituales. Los órganos expresan simbólicamente aspectos del ser humano y de su alma, pero también muestran que el cuerpo está animado y que el alma en conjunto se expresa de manera específica. En este sentido cabría afirmar que existen puntos de concentración, pero no una geografía del alma».

En cada ser humano coexisten dos realidades, el cuerpo y el alma, pero no como la simple asociación de dos entes distintos, sino formando un único ser. A este respecto la instrucción Dignitas Personae, promovida por Benedicto XVI ypublicada a finales de 2008, señala que: «Aunque la presencia de un alma espiritual no se puede reconocer a partir de la observación de ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?» [5].

[1] F. Jacob. The Statue within: an autobiographie. New York, Basic Books, 1988.

[2] D.J Morris. The Naked Ape. Cape, London 1967.

[3] T. Giger, P. Khaitovich, M. Somel, A. Lorenc, E. Lizano, L. Harris, M. Ryan, M. Lan, M. Wayland, S. Bahn, S. Pääbo, S.«Evolution of neuronal and endothelial transcriptomes in primates». Genome Biology and Evolution 2 (2010): 284-292.

[4] J. Ratzinger. Dios y el Mundo.  Creer y vivir en nuestra época. Galaxia, Gutemberg, Barcelona 2005.

[5] Congregación para la doctrina de la Fe. Instrucción Dignitas Personae. 8 Dic 2008. P 5.

Nicolás Jouve de la Barreda es catedrático de Genética, Consultor de Pontificio Consejo para la Familia y presidente de CíViCa

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