Haré con vosotros una nueva alianza
Querido Pascual,
Muy cerca del campus de Harvard se encuentra el Massachusetts Institute of Technology, más conocido por sus siglas MIT, lugar puntero en el mundo en lo que se refiere a la investigación científica y a la creación y desarrollo de tecnología. Más de cien premios Nóbel han salido de sus clases. De este Instituto, o tal vez mejor, del Estado de Massachusetts que lo alberga, se podría decir lo de “en casa de herrero, cuchillo de palo”. Lo digo por los trenes que tengo que coger todos los días (extensible al metro), unos “cercanías” como los que teníamos en nuestras ciudades hace más de treinta años, con unos retrasos “por problemas técnicos” que te desesperan a diario. Lo que no funciona hay que cambiarlo. Parece mentira que esto se dé en la ciudad de la tecnología…
“Lo que no funciona hay que cambiarlo”: este es un lema que se podría aplicar a la Antigua Alianza que el Señor estableció con Israel. Ya hemos visto cómo la infidelidad del pueblo elegido tenía raíces profundas, hasta el punto de que el Señor entendió que ya no era posible seguir llamándolos a la conversión: era necesario que aprendieran a dónde les conducía su rebeldía. Así acabaron en el exilio. Allí, en Babilonia, el Señor, a través de los profetas, anuncia que va a hacer algo nuevo. No se puede volver atrás: el pueblo después de un primer momento de conversión volvería a las andadas.
La semana pasada estudiamos la promesa de un nuevo corazón y un nuevo espíritu, en el capítulo 36 de Ezequiel, y nos preguntábamos cómo se realizaría en el futuro. Hoy nos centramos en otra de las grandes promesas, una Nueva Alianza, esta vez en boca del profeta Jeremías:
“He aquí que llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva” (Jer 31,31).
La afirmación es muy fuerte. Dios no está diciendo que va a conceder una amnistía, una especie de borrón y cuenta nueva para volver a la alianza original entre el Señor y su pueblo, sellada en el Sinaí. Esta es la única vez en todo el Antiguo Testamento que se usa la expresión Nueva Alianza. Pero si se sella una nueva alianza, ¿qué será de la antigua? ¿Se suprime? ¿Se supera? ¿Alcanza su plenitud en una nueva?
Para describir esta nueva alianza, el profeta parte de la contraposición con la antigua. De este modo explica lo que no funcionó y anuncia lo que cambiará:
“No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor —oráculo del Señor—” (Jer 31,32).
En un solo versículo la voz profética sintetiza lo que ha sido la historia de la relación entre Dios y su pueblo sellada en alianza: el Señor ha tomado gratuitamente la iniciativa llevando a su pueblo de la mano, como un padre lleva a su hijo, e Israel, sin embargo, ha sido ingrato, no ha seguido el pacto de amor, se ha ido detrás de los ídolos.
La pregunta, que ya nos hicimos la semana pasada con el oráculo de Ezequiel, se hace también ahora aguda. Si Israel ha quebrantado la alianza, ¿con quién va a establecer una nueva? Si es con el pueblo elegido, y teniendo en cuenta su historial, la alianza acabará mal de nuevo. ¿Cómo será esa alianza nueva para que sea definitiva y no acabe en fracaso? ¿Cómo podrá esa nueva alianza arrancar un “sí” verdadero de labios de Israel? Escuchemos al Señor por boca del profeta Jeremías:
“Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días —oráculo del Señor—: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31,33).
“Pondré mi ley en su interior”: la terminología es la propia de la alianza, como cuando Dios entregó la Ley a Moisés en el Sinaí. Ahora se va a entregar de nuevo una ley. ¿Cuál es la diferencia con lo que pasó en la montaña santa? Aquella ley no consiguió anidar en los corazones del pueblo elegido. Se trataba de una ley escrita en tablas de piedra, que debía ser interpretada (la inmensa mayoría no sabía leer) e inculcada. Pero quedó como una ley “externa” que no determinaba el corazón de Israel: caminaba tras los ídolos y buscaba su seguridad en las alianzas con otras naciones. Ahora esa ley va a ser escrita “en sus corazones”.
Sabemos que el término “corazón” en el mundo semita representa el lugar de la vida consciente, aunando razón y voluntad. Al escribir la ley en los corazones Israel estará convencido y querrá adherirse al Señor. La eficacia de esta nueva alianza se ve por los efectos que produce: “yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo”. Se trata de un milagro de fidelidad. La historia de la antigua alianza podría resumirse con el estribillo contrario, que en muchas ocasiones encontramos en la Biblia cuando Dios se queja de la infidelidad de su pueblo: “yo no soy su Dios ni ellos son mi pueblo”. Pero la pregunta sigue en pie, ¿cómo se realizará esa escritura de la ley en el corazón produciendo esa fidelidad que parecía imposible? El último versículo de este oráculo de salvación nos da la clave:
“Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: «Conoced al Señor», pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor —oráculo del Señor—, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados” (Jer 31,34).
Hasta ahora la ley, habiendo sido escrita en tablas de piedra (y más adelante en rollos de pergamino), tenía que leerse y transmitirse de padres a hijos a través de la enseñanza. “Conoced al Señor” sería el lema, una especie de exhortación que acabó degenerando en “la letra con sangre entra”. Y si no, que se lo digan a los pobres discípulos de Jesús, que cada vez que veían a un fariseo (es decir, a un maestro de la ley) salían corriendo: seguro que en ese día habían cometido alguna falta contra los 613 preceptos de la ley. Ese “conoced al Señor” a base de enseñar los mandamientos de la ley no había funcionado. No funcionó desde luego con Zaqueo o con la mujer adúltera…
El oráculo de Jeremías declara caduca esa vía y anuncia la nueva: “pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor”. ¿Cómo es posible conocer a Dios si no es a través del estudio de su ley, es decir, de las Escrituras antiguas? Merece la pena dar la palabra a los anteriormente nombrados Zaqueo y la mujer adúltera: “yo le conocí mientras estaba subido en lo alto de un sicomoro; ¡vino a comer a mi casa!”; “yo le conocí cuando me iban a lapidar por mi pecado contra la ley ¡y su perdón me liberó y ahuyentó a mis acusadores!”.
¡Quién nos iba a decir que el conocimiento de Dios se iba a producir así, cara a cara, como un hombre conoce a un amigo! Esta es la novedad que anuncia el profeta Jeremías y que vemos desplegada en los evangelios desde el instante en que Jesús se encuentra con sus dos primeros discípulos a orillas del Jordán. Esta es la novedad con la que te has topado tú, querido Pascual: empezar a conocer a Dios coincidió con conocer a unos extraños y sorprendentes amigos en la Universidad.
El Espíritu Santo que recibimos en Pentecostés, el mismo que te transformó en el bautismo, es el que permite que este conocer al Señor no cambie en el tiempo. ¡Ay de nosotros si queremos volver al viejo método de enseñar unas reglas o una doctrina! En nuestro país ha dado mal resultado. Todavía recuerdo, preparando tu bautismo, las ansias que tenías de saber más de ese Jesús… que habías conocido un día yendo a clase. ¡Ese es el camino del verdadero conocimiento!
Por cierto, ahora entenderás mejor las palabras de la consagración, cuando el sacerdote dice sobre el vino: “tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por muchos, para el perdón de los pecados”. También esta nueva alianza fue sellada con un sacrificio, en este caso el de Jesús en la cruz. Su sangre curó tus heridas y te dio la alegría. Comer su cuerpo y beber su sangre, hasta el día de hoy, nos hace una sola cosa con Él. ¡Recuérdalo el próximo domingo que celebramos la fiesta del Corpus Christi!
Un abrazo
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