Cartas desde la frontera / XXX

Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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30 mayo 2023
Aquí se condensa una de las grandes promesas del Señor. Promete para el futuro un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

Querido Pascual,

 

La semana pasada tuvo lugar en Harvard la ceremonia de graduación, lo que aquí se llama Commencement. Durante varios días el campus se llenó de visitantes, sobre todo familiares de los que terminaban el grado o el máster en esta universidad. La ceremonia central se celebró en Harvard Yard, el gran parque donde se encuentra el magnífico edificio de la biblioteca Widener. El padrino de la promoción 2023 no fue ningún premio nobel ni ningún académico de prestigio, aunque sí un hombre de gran fama: el actor Tom Hanks. Te recomiendo que sigas su discurso, divertido y entretenido, y a la vez lleno de sensatez. Empezó diciendo que parecía injusto que, a una persona como él, que no había ido ni un solo día a clase en Harvard, ni había entrado ni siquiera una vez en la biblioteca, se le concediera el honor de estar entre los graduados de esta universidad.

Puede parecer muy arriesgado comparar a Israel con Tom Hanks, pero desde luego una cosa tienen en común: sin mérito alguno (y en el caso de Israel, a pesar de su testarudez) han recibido un gran premio. Hoy vamos a empezar a ver, como te adelanté en mi última carta, las grandes promesas que Dios hace a su pueblo a través de los profetas durante el destierro, una vez que se hizo evidente que era necesario un nuevo inicio que permitiera superar la infidelidad de Israel.

Volvamos al profeta Ezequiel, el primero que se dirige a los judíos ya en Babilonia. En el capítulo 36 de su libro va a afrontar una gran paradoja que el discurso de Tom Hanks me ha traído a la memoria.

“Me vino esta palabra del Señor: «La casa de Israel profanó con su conducta y sus acciones la tierra en que habitaba. Su conducta era a mis ojos como la impureza de la regla. Me enfurecí contra ellos, por la sangre que habían derramado en el país, y por haberlo profanado con sus ídolos. Los dispersé por las naciones, y anduvieron dispersos por diversos países. Los he juzgado según su conducta y sus acciones. Al llegar a las diversas naciones, profanaron mi santo nombre, ya que de ellos se decía: ‘Estos son el pueblo del Señor y han debido abandonar su tierra’»” (Ez 36,16-20).

¿Cuál es la paradoja? El Dios que ha creado el cielo y la tierra, que ha modelado “cada corazón y comprende todas sus acciones” (Sal 33,15), compadecido por el extravío de los hombres, ha decidido darse a conocer a los que lo buscan a tientas entrando en la historia. Para ello ha elegido un pueblo como otro cualquiera y ha empezado a educarlo. A él ha revelado su nombre y le ha dado leyes justas. En el concierto de las naciones, Dios ha empezado a ser conocido como “el Dios de Israel”. En la educación del pueblo elegido ha tenido que sufrir la misteriosa infidelidad de sus fieles y no ha podido evitar que acabaran en el destierro, ganado a pulso por los propios pecados.

Y aquí llega la gran paradoja: el nombre del Señor está ligado al de Israel, por ello, cuando el pueblo elegido llega a Babilonia, las naciones dicen “Estos son el pueblo del Señor y han debido abandonar su tierra”. Dicho de otro modo, a Dios no le quedó más remedio que conducir a su pueblo al destierro y cuando llegó allí su santo nombre se vio profanado porque las naciones se reían de él diciendo: “vaya Dios tenéis, incapaz de defenderos en la desgracia”.

¿Qué hacer? La elección de un pueblo de entre las naciones se hizo con la intención última de llegar a todos. Y ahora el nombre santo de Dios, del Dios único que ha entrado en la historia, está bajo mínimos, es motivo de burla. ¿Cómo van a reconocer las naciones a un Dios así? Parece que solo quedan dos posibilidades. O desechar a Israel y elegir un nuevo pueblo para alcanzar nuevo prestigio (con lo cual rompería su alianza) o liberar a Judá del destierro para limpiar su santo nombre (lo cual sería manifiestamente injusto porque el pueblo no lo merece).

El Señor elige el segundo camino, pero dejando muy claro por qué lo hace: “Esto dice el Señor Dios: «No hago esto por vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre, profanado por vosotros en las naciones a las que fuisteis. Manifestaré la santidad de mi gran nombre, profanado entre los gentiles, porque vosotros lo habéis profanado en medio de ellos. Reconocerán las naciones que yo soy el Señor —oráculo del Señor Dios—, cuando por medio de vosotros les haga ver mi santidad. Os recogeré de entre las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra»” (Ez 36,22-24).

Este es el primer anuncio de una futura liberación del pueblo elegido. Si las naciones habían considerado al Señor como un dios menor a causa de la derrota de su pueblo, ahora los pueblos dirán, al contemplar la vuelta de los desterrados a Jerusalén: “el Señor ha estado grande con ellos”. Así lo canta un Salmo de Israel:

“Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión,

nos parecía soñar:

la boca se nos llenaba de risas,

la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían:

«El Señor ha estado grande con ellos».

El Señor ha estado grande con nosotros,

y estamos alegres” (Sal 126,1-3).

Ahora bien, el problema de fondo no está del todo resuelto. El “historial” de Israel ha puesto en evidencia que su infidelidad y testarudez tienen raíces profundas. Tarde o temprano el pueblo elegido volverá a las andadas, profanando de nuevo el nombre del Señor entre las naciones. Por eso este oráculo de Ezequiel anuncia algo nuevo: el Señor va a cambiar la “naturaleza” de su pueblo. ¿Cómo?

“Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar” (Ez 36,25). En primer lugar, el Señor va limpiar a Israel de su culpa, de todo lo que ha hecho en el pasado, de modo que pueda empezar de nuevo. Pero esa limpieza, podríamos alegar nosotros, ¿cómo es posible que afecte a la “naturaleza” de Israel, de modo que en el futuro no vuelva a las andadas? Dicho de otro modo, ¿de qué serviría un borrón y cuenta nueva si Israel no cambia su razón y su afecto (es decir, su “corazón”)? Al Señor no se le escapa nada:

“Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos” (Ez 36,26-27). Aquí se condensa una de las grandes promesas del Señor. Promete para el futuro un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Se trata de una nueva creación, porque toca los “ajustes” que por defecto trae la criatura humana. Visto que incluso el pueblo elegido y educado por Dios tiene una querencia al pecado, es necesario crear algo nuevo. Pero, ¿cómo será posible esa criatura nueva con una razón y afecto (“corazón”) nuevos? ¿Acaso el Señor va a dormir a toda la humanidad y va a arrancar el corazón viejo y modelar un nuevo corazón?

Querido Pascual, tú ya podrías responder a esta pregunta. Hace algo más de un año tú también recibiste un baño purificador, pero muy diferente al de la ducha matutina. El bautismo que recibiste en la vigilia pascual, como bien aprendiste en las catequesis, hizo de ti una “criatura nueva”. Recibiste un espíritu nuevo, el Espíritu Santo que desde entonces habita en ti. ¿Quiere eso decir que has dejado de ser “incoherente” desde el punto de vista moral? Desde aquí te oigo decir: “pues más bien no”. Y sin embargo, todo ha cambiado.

Desde que Cristo te asumió en su cuerpo a través del bautismo, tú ya no eres tú mismo, incoherente delante de Dios. “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”, decía san Pablo a los Gálatas (Ga 2,20). La fidelidad a Dios la garantiza tu cabeza, Cristo. Por eso se ha cumplido lo que anuncia el oráculo de Ezequiel al final: “Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios” (Ez 36,28). Por fin será posible que el pueblo diga, sin mirar hacia los ídolos, “el Señor es mi Dios”. Lo dice el nuevo pueblo que es la Iglesia, unido a su cabeza, Cristo, fiel al Padre.

Nace así una nueva regla moral, que es la misma que aprendió Pedro, que también tenía un buen historial de traición como Israel. Después de dar la vida por él, Jesús no le preguntó por qué le había negado o si volvería a hacerlo. Solo le preguntó: “¿me amas?”. Pedro ya no podía concebirse solo, midiéndose con su capacidad o incapacidad. Cedió al amor incondicional de Jesús hacia él y empezó una nueva vida marcada por la llegada del espíritu de Cristo resucitado. ¿Cambió? Vaya que si cambió, pero no según nuestras cortas medidas. Seguía siendo impetuoso y metía la pata, pero llegaría a dar la vida por Cristo. ¡Esta es la promesa grande que tienes delante!

Un abrazo

 

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