Esta sí que es carne de mi carne
Querido Pascual,
Los relatos bíblicos que nos ocupan han nutrido nuestra cultura en sus múltiples expresiones: la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música, el cine, etc. Hace unos días estuve con unos amigos en Verona y al final de nuestro recorrido nos esperaba una verdadera joya de la arquitectura y el arte: la Basílica de San Zenón, patrono de la ciudad. No me detengo a describirte sus maravillas; espero que las puedas descubrir personalmente en un futuro inmediato. Solo aludo a los relieves que decoran la fachada, concretamente a los que están a la derecha del ingreso principal y que presentan escenas de la creación. Junto con esta carta te mando dos fotografías que tomé de sendas escenas: el sueño de Adán y Dios sacando a la mujer de la costilla del hombre.
Cuando vi estos relieves me acordé inmediatamente de ti: estas dos escenas retoman el segundo relato de la creación justo donde lo dejamos, y me ayudarán en la explicación. Así actualizamos esa tradición de explicar la historia sagrada a través de la Biblia pauperum o Biblia de los pobres, de aquellos que no sabía leer (que hasta hace un par de siglos eran legión) y aprendían la vida de Jesús y las historias del Antiguo Testamento a través de los ciclos iconográficos de las Iglesias.
En mi anterior carta te dejé con la miel en los labios, con la intriga de saber qué crearía Dios para sacar a Adán de su soledad. Aquella criatura había puesto “nombre a todos los ganados, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no encontró ninguno como él, que le ayudase” (Gén 2,20). Como ya te dije la semana pasada, lo que uno domina (lo que pone “marca” como propiedad con un nombre) no es capaz de darnos la verdadera compañía y la verdadera alegría. Esta sólo viene de un igual, del que está enfrente, como en un espejo. “Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió” (Gén 2,21). Esta es la escena que encuentras en la primera foto. Dios de pie en su oficio de crear y Adán echándose una siesta (o si, prefieres, anestesiado antes de la operación).
Si te fijas bien, el relieve dice mucho más que el texto del Génesis, o mejor dicho, lo lee a la luz de la plenitud de la Revelación en Cristo. En efecto, el que está en pie es el Creador. Pero, ¿cómo crea Dios? A través de su Palabra y de sus manos. Lo que ves en esa escena es la imagen de Dios, es decir, su hijo Jesucristo: “A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer” (Juan 1,18). De hecho, Jesús es “imagen del Dios invisible, primogénito de toda creación” (Colosenses 1,15). Por medio de esa Palabra que es el Hijo “se hizo todo”, nos dice San Juan en su prólogo, “y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho” (Juan 1,3). Pero si te fijas ahora en Adán, ¡tiene el mismo rostro que Cristo! Lógico: ¡ha sido creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Cuánta riqueza hay escondida en estas obras que se alimentan de la primera teología cristiana!
Comienza la operación quirúrgica. Dios le sacó a Adán “una costilla, y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán” (Gén 2,21-22). Es la segunda escena que contemplas en la otra fotografía: ¡estupenda! Dios sacando de la costilla de Adán a una mujer, una que es como “la que está enfrente, que corresponde”. Despertado de la anestesia, Adán ve a la mujer. Intenta encontrar un piropo más sentido que este: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” (Gén 2,23). ¡Por fin alguien a la altura de su deseo de compañía, de alteridad! Ahora sí que se ha cumplido la obra de creación del hombre-mujer. No existe ser humano sin este tender sorprendido hacia el otro en la diferencia sexual.
La mujer ya no es una criatura que Adán pueda dominar, como hace con los animales, por eso no le pone nombre, no es “suya”. No digo nada en contra del texto (“Su nombre será «mujer», porque ha salido del varón”, Gén 2,23). El castellano no puede traducir el juego de palabras del hebreo: “su nombre será ’ishá porque ha salido del ’ish”. No es un nombre, es la correspondencia femenina del varón. Algo así como “su nombre será «hembra» porque ha salido del «hombre»”.
Dios concluye su obra culmen con una sentencia solemne: “Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne” (Gén 2,24). Es difícil encontrar un vínculo más fuerte que el de la filiación, que viven por naturaleza también los animales. Sin embargo, Dios ha querido dotar a su más alta criatura de una inquietud y una tendencia hacia la unión con otro, una de las marcas más potentes de la última inquietudo (¡ciertas palabras clásicas hay que decirlas en latín!) que es el deseo religioso de unión con Dios (o, de nuevo en latín, desiderium naturale videndi Deum –el deseo natural de ver a Dios–). A mí me gusta decir que lo mejor de la mujer para el hombre es que es testarudamente ella misma y no una proyección de nuestros deseos, y al revés, obviamente. Ingobernable, que es lo que en el fondo deseamos (lo que dominamos nos aburre).
La narración termina con una postilla que prepara la segunda parte (el llamado “pecado original”) de este segundo relato de creación: “Los dos estaban desnudos, Adán y su mujer, pero no sentían vergüenza uno de otro” (Gén 2,25). La creación ya ha terminado. Todo es bueno, como decía el primer relato. También la desnudez y la sexualidad entre hombre y mujer. Entonces, ¿de dónde viene la violencia que tristemente preside, tan a menudo, las relaciones entre ambos sexos? ¿De dónde viene esa tendencia tan marcada en nosotros a rechazar la dependencia natural de Dios y el vínculo que nos hace una sola carne con nuestro prójimo/próxima? ¿De dónde viene el mal que el ser humano ejerce? Israel es tajante: no proviene de la creación original. Algo ha sucedido en la historia que ha dejado huella en nuestra naturaleza. Y no se puede atribuir a Dios. ¿Entonces? Esperaremos a la próxima semana para averiguar lo que pasó.
¡Abrígate que llega el frío! Y a ver cuándo me presentas a esa que llamas “amiga” y no paras de decir (a tu modo) “esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”…
Un abrazo.