EPC: No termina nada

España · José Luis Restán y Fernando de Haro
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29 enero 2009
El Gobierno se ha precipitado al interpretar la sentencia del Tribunal Supremo sobre la objeción de conciencia a la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Se ha precipitado porque quiere hacernos creer que el Supremo ha respaldado el contenido de la materia, ha cerrado cualquier vía jurídica para oponerse a ella y ha desacreditado cualquier tipo de objeción. Lo poco que sabemos del pronunciamiento judicial es que rechaza la objeción para los casos que se le han sometido y que deja abierta la puerta a que se plantee en otros.

Cuando conozcamos el texto aparecerán con toda probabilidad matices interesantes que apoyarán la lucha que muchos han emprendido a favor de la libertad de educación. Puede haber indicaciones de en qué circunstancias y con qué condiciones puede ejercerse la objeción. Los jueces aseguran en la sentencia que la asignatura no permite a las autoridades administrativas o escolares ni a los profesores imponer a los alumnos criterios morales o éticos que sean objeto de discusión en la sociedad y que sus contenidos deben centrarse en la educación de principios y valores constitucionales. 

Es justo lo contrario de lo que ha asegurado el vicesecretario general del PSOE José Blanco este jueves cuando ha afirmado que el Tribunal Supremo ha dado la razón a quienes creen que "explicar la Constitución, los derechos humanos o simplemente cómo se utiliza un preservativo es algo que está de acuerdo con nuestros valores y que a nadie debe molestar". No consta en la Carta Magna referencia alguna a las habilidades que menciona  Blanco. No se conoce tampoco jurisprudencia constitucional sobre la cuestión. No acaba nada, puede empezar todo. El Supremo parece dejar abierta la puerta a una auténtica laicidad, al rechazar cualquier tipo de estatalismo moral.

La Conferencia Episcopal Española siempre ha explicado que el problema no es la regulación de Educación para la Ciudadanía en la Ley Orgánica de Educación. La ley justamente interpretada puede dejar los contenidos dentro de los límites de los principios y valores constitucionales. El Estado tiene derecho a educar en ellos. El verdadero problema es que los decretos tanto nacionales como autonómicos, al desarrollar el contenido de la ley, hacen posible el adoctrinamiento. Otra cosa es que en plena reforma encubierta de la Constitución sea muy poco pacífico precisar cuáles son esos valores y principios. Lo más seguro sería atenerse a la literalidad de la Constitución y a las interpretaciones que de ella haya hecho el Tribunal Constitucional. En cualquier caso quedan abiertos otros caminos para oponerse a las pretensiones del Estado. Uno de ellos es el que ha señalado el fiscal del Tribunal Supremo, Manuel Martínez de Aguirre, que en un artículo publicado en www.paginasdigital.es explicaba la utilidad de denunciar los "adoctrinamientos" concretos que puedan producirse ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Su jurisprudencia reconoce el derecho de los padres "al respeto de sus convicciones filosóficas y religiosas".

En cualquier caso, queda la gran responsabilidad educativa de los padres y educadores. El movimiento social de los últimos meses ha despertado un interés por los manuales, los métodos y lo que se les enseña a nuestros jóvenes, en esta asignatura y en todo el currículum escolar. Es una estupenda ocasión para profundizar en esa curiosidad y para superar la pasividad de muchos adultos que durante décadas han identificación la educación con el aprendizaje de unos conocimientos y habilidades que conviertan a los jóvenes en "gente de provecho". En la educación siempre está presente la gran cuestión del sentido de la vida, la hipótesis con la que afrontar la existencia. Como decía el primer manifiesto de la plataforma Tiempo de Educar, la mejor defensa de la libertad de educación es ejercerla. Es decir, educar: que un maestro o unos padres despierten el interés y ofrezcan a la crítica de sus alumnos o hijos la tradición que les alimenta. Ningún Estado puede dominar ese arriesgado y apasionante encuentro de dos libertades, por mucho que nuestro Gobierno lo pretenda.

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