Elecciones europeas: habitar nuestro tiempo
Es más que probable que en las próximas elecciones europeas vuelva a producirse una abstención alta. En la última ronda europea de 2019, la participación media había sido del 50,95%, con Bélgica a la cabeza con un 89% y Eslovaquia por detrás con un 23%. Italia se había situado novena con un 56,10%. Pero sería poco realista pensar que a la gente no le interesa la política. Todo el mundo tiene algo que decir. Aunque sólo sea porque el miedo acecha cada vez más. Miedo a la guerra, miedo a la pobreza, miedo a la enfermedad. Nos gustaría estar protegidos de quienes nos gobiernan, o de quienes los defienden. Y así, al borde del ring, aquel en el que se enfrentan los políticos de turno, vitoreamos. Periódicos, telediarios y tertulias, en tiempo real, nos convocan a debates que, reconozcámoslo, la mayoría de las veces no ofrecen la aportación de una confrontación política sana y útil, sino el espectáculo de una reyerta deprimente. Una y otra vez nos dejamos impresionar por quienes parecen representar mejor nuestros intereses o defendernos del miedo. Pero al final, esta política no nos entusiasma.
También es cierto que no hay muchas cosas que nos apasionen. Nos hemos vuelto algo escépticos, a menudo decepcionados, casi siempre en busca de tranquilidad y sosiego. Pero no del todo incapaces de seguir sintiendo una emoción, la prisa de un deseo, el anhelo de una carencia. Ver el sufrimiento y la impotencia nos hiere. Abrazar a un niño que nos mira con gratitud nos abre el corazón. Porque todavía tenemos un corazón capaz de vibrar y anhelar. Un corazón que puede reconocer lo que nos apasiona y por lo que incluso podemos gastar energía. Pero por la política como la que vemos no estamos dispuestos a hacer gran cosa, muchos quizá ni siquiera a votar.
Precisamente en estos días hemos conmemorado el 25 de abril, día emblemático de la liberación de Italia de la dictadura. Más allá de oposiciones sectarias e instrumentales, el 25 de abril recordamos con gratitud a los miles de personas, hombres, mujeres, niños, comunistas y católicos, laicos y sacerdotes, que entregaron sus vidas para recuperar la libertad. No es casualidad que Europa, esa Europa cuyos representantes parlamentarios estamos a punto de renovar, naciera para preservar y hacer crecer en la paz esa experiencia de libertad recobrada. Como recordó el Papa Francisco en junio del año pasado dirigiéndose a los miembros del PPE, «necesitamos un alma, valores elevados y una visión política elevada». Añadió que la Europa unida había nacido «para generar un espacio en el que se pudiera vivir en libertad, justicia y paz».
Hoy quizá sea difícil ver realizada esa alta política de la que habla el Papa Francisco. Pero es ciertamente triste e inútil mirar con nostalgia a una época distinta de la que vivimos. Es más fascinante intentar «habitar nuestro tiempo», como reza el título de un libro ágil e intenso que acaba de publicar Rizzoli. Se trata de un diálogo a tres voces, un filósofo canadiense, Charles Taylor, un teólogo español, Julián Carrón, y un arzobispo anglicano, Rowan Williams. Un diálogo lleno de pasión y estima por la realidad, en el que los interlocutores discuten también el tema de la libertad, en la convicción común de que precisamente «el contexto en el que estamos inmersos, caracterizado por una especie de descomposición de lo humano, pone de manifiesto la irreductibilidad última de la persona» (Carrón) y nos induce «a pensar este cambio no como la pérdida de un modo maravilloso de existir, sino más bien como la ganancia de un modo mucho más sano de existir, en el que podemos volver de nuevo al papel central de la libertad» (Taylor).
Esa alta política, la que tiene que ver con el corazón, la que puede emocionarnos, tiene que ver precisamente con la libertad. Porque, al fin y al cabo, sólo hay una cosa que puede mover a los hombres, la libertad de responder a sus propias necesidades y deseos. La sociedad se empobrece cuando esas necesidades y deseos se aplastan o, peor aún, se reducen. Es la gran homologación de la que hablaba Pasolini. Hoy, 50 años después de aquellos Scritti corsari (Escritos corsarios), en tiempos de Inteligencia Artificial, la cuestión adquiere caracteres aún más dramáticos. Porque tenemos demasiadas cosas al alcance de la mano estamos intoxicados por la cantidad de información y de relaciones virtuales a las que podemos acceder. Ya no tenemos tiempo de preguntarnos qué necesitamos realmente para estar satisfechos. Es como si nos estuviéramos quedando sin tiempo para desear. Al fin y al cabo, la IA también tiene aspectos amenazadores, pero pensamos que si los gobiernos hacen normas que protejan nuestro trabajo, si hay buenas normas, todo funcionará.
Corremos el peligro de enseñar a los más jóvenes que la finalidad de la vida es rendir (como decimos hoy) y no cumplir el propio destino, cumplir el propio deseo de realización. La consecuencia obvia es que se vuelven cada vez más ansiosos y menos realizados. Pero si ocurre que un dolor o una alegría, un hecho o una mirada, por un instante logra perforar ese aplanamiento al que corremos el peligro de acostumbrarnos, entonces se reabre el juego. Y puede ocurrir que aún nos demos cuenta de que sabemos desear. Puede ocurrir que el deseo de una vida más plena vuelva a nosotros. Incluso puede ocurrir que cambie nuestra mirada hacia nuestros hijos, que crezca la pasión por su libertad antes que por su éxito. Puede suceder que la palabra libertad recupere un acento que ensanche el corazón. Porque podemos ver que éste es precisamente el punto en el que la IA nunca nos alcanzará. Y este es el punto sobre el que podemos construir responsablemente generando experiencias de educación, relaciones, historias de solidaridad. Y si se trata de defender la libertad, entonces la política también tiene que ver con el corazón.
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