El camaleón que encarnó al Blade Runner del siglo XX

España · Walter Gatti
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12 enero 2016
¿Cuál puede ser la vara de medir de la grandeza artística? ¿La eternidad de una producción? ¿La absoluta capacidad para anticiparse a los tiempos? ¿La inmensa potencia de una obra? ¿La forma de hacer visibles las fuerzas secretas del universo? ¿El molesto testimonio de la verdad sugerida desde el fondo del yo? ¿La ambiciosa voracidad por contenerlo todo? ¿O tal vez todo junto? ¿O tal vez todo lo contrario? Y todas estas preguntas, ¿valen para un músico de rock, residuo cultural de un Occidente al borde de la “sumisión” (dice Houellebeq) por falta de interés?

¿Cuál puede ser la vara de medir de la grandeza artística? ¿La eternidad de una producción? ¿La absoluta capacidad para anticiparse a los tiempos? ¿La inmensa potencia de una obra? ¿La forma de hacer visibles las fuerzas secretas del universo? ¿El molesto testimonio de la verdad sugerida desde el fondo del yo? ¿La ambiciosa voracidad por contenerlo todo? ¿O tal vez todo junto? ¿O tal vez todo lo contrario? Y todas estas preguntas, ¿valen para un músico de rock, residuo cultural de un Occidente al borde de la “sumisión” (dice Houellebeq) por falta de interés?

La muerte de David Bowie, después de una enfermedad que mantuvo lejos de la prensa y mostrada con inaudita proximidad en el recientísimo video de Lazarus (“Mira aquí arriba, estoy en el cielo, tengo cicatrices que no se pueden ver, un drama que no puede ser robado, ahora todos me conocen”), obliga a todos a medirse con la producción, el temperamento caníbal y la herencia de este ambicioso músico inglés que en cierta manera tiene un punto de contacto y ósmosis profunda con las preguntas iniciales. Bowie no fue “el músico más grande de la música pop-rock”, definición que probablemente calza mejor con Elvis Presley, Los Beatles o Bob Dylan. Pero fue hasta ayer uno de los máximos intérpretes de la cultura (y por tanto de la música) de los últimos sesenta años.

Dejando a un lado las notas biográficas (Bowie nace en 1947, publica su primer disco en 1967, al que siguieron otros 25, más otros dos atribuidos a su banda, los Tin Machine; de pequeño tocaba el saxo, luego se pasó a la guitarra, teclados, percusión, violín y violonchelo; actuó en 28 películas y coleccionaba grandes cuadros del siglo XX), lo que salta a la vista ante Bowie es que era un hombre dotado de un temperamento y una personalidad omnívora, curiosa, decidida, creativa, más allá de cualquier imaginación posible.

Incapaz de estar quieto, Boiwe se implicaba poderosamente en todos los aspectos del lenguaje cultural (cine, literatura, pintura, escultura, ensayo), era un adelantado por naturaleza, alternativo incluso con su propio éxito. Era tan impetuoso y ambicioso que a los 19 años –un perfecto profeta de su época, los efervescentes, locos e inestables años 60– ya había escrito una treintena de canciones, casi todas rechazadas por las casas discográficas, contaba con experiencia en una decena de bandas de rock, grupos de teatro, mimo, interpretación en cortometrajes, actuaciones en pubs y teatros universitarios, y en locales de ambiente de la contracultura británica.

Acumulaba experiencias a la velocidad de la luz, como si fuera un replicante de Blade Runner (“la vela que más ilumina arde la mitad de tiempo”). Debutó sin mucho éxito en el 67, pero cuatro años después Bowie se construyó un personaje del futuro contemporáneo, con uno de los discos fundamentales de la historia del rock, “The rise and fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars”.

En la cima de este proceso, el músico británico abandonó por sorpresa este personaje que se había creado porque la música-ficción se estaba haciendo con el control de su salud mental; quizás fue el primero que encarnó en el mundo del rock esa maldición de la máscara que posee y gobierna la realidad que podemos encontrar tanto en la tragedia griega como en Dorian Gray, y en iconos del pop como Freddy Mercury u Ozzy Osborne. En el fulgor de Ziggy Stardust, el escenario ocupó el lugar central de su vida, como pocos años antes sucediera con la música de Brian Wilson, que ocupó el lugar de la realidad y llevó a la locura a su esclavo-creador. Bowie dejó las máscaras y el glam que él mismo había inventado, abandonó el cosmos de los Spiders from Mars (que al igual que los King Crimson miraban a la tierra desde su cosmos, interrogándose ya sobre la nada que la humanidad era capaz de expresar en términos de capacidad de autosatisfacerse dignamente) y se sumergió primero en el funky americano y el divertissment ritmado, para descubrir más tarde la vanguardia berlinesa (con “Low”, “Heroes” y “Lodger”) en compañía de Brian Eno, Robert Fripp y Adrian Belew, anticipándose doce años en el tiempo. Berlín era jaula y régimen, tensión prometeica y promesa de felicidad, pero cuando todos acuden a la ciudad del muro, él ya está en otra parte. Solo volverá unas décadas después, cuando en 2013 (en el disco “The next day”) se preguntaba “Where are we now?”, dónde había acabado la gente y las aspiraciones del Berlín de “Heroes”.

Cuando creías tenerlo localizado, Bowie ya estaba más allá. Con “Let’s dance” alcanzó su mayor éxito discográfico, con un producto de funky-pop firmado por Nile Rodgers donde la guitarra estelar de Stevie Ray Vaughan ofrece pinceladas de rock-blues, pero justo después (1987, “Never let me down”) llega su disco más discreto, tal vez insuficiente ante la imperiosa necesidad de sintetizar todo de sí mismo, con un tour monumental y escatológico donde todas sus máscaras (arañas, Ziggy, Major Tom, influencias ocultistas de “Station to Station”….) son llamadas a interpretar su propio “de profundis”. En las décadas siguientes, el Duque Blanco mezcla muestras, techno, metal industrial, jungle. Escribe canciones a propósito de las Torres Gemelas (“Heathen”, 2002) y luego publica un álbum muy duro sobre la desaparición de la realidad en el panorama del conocimiento y de la conciencia humana (2003, “Reality”). A los demás les cuesta publicar cosas que aún tengan significado, mientras él sigue metiendo la vida y sus distorsiones en sus canciones. Y así, por sorpresa, hasta la conflagración final de “Blackstar” y la noticia del domingo 10 de enero. Es el fin de su música, de su arte. Al menos en estas dimensiones terrenas que todos conocemos.

Marcadamente andrógino, David Bowie utilizó la bisexualidad porque el mensaje gay era un óptimo reclamo comunicativo ya en los años 60, aunque luego vivió durante varias décadas al lado de una de las mujeres más bellas del mundo, la somalí Imán. En 1987 pude participar en una pequeña rueda de prensa en Rotterdam, con motivo del lanzamiento del Glass Spider Tour. A la pregunta de por qué llevaba siempre un crucifijo al cuello, si era por costumbre o por creencia, Bowie respondió: “Lo llevo porque creo y porque la fe es a lo que me he aferrado para poder reencontrarme conmigo mismo. No estamos seguros de nada, excepto del hecho de que estamos en manos de Dios”. Budista, hindú, cristiano, ocultista… Bowie fue un poco nada y un poco todo, pero lo cierto es que el 20 de abril de 1992 el autor de “Space Oddity” y “Starman” se puso de rodillas, completamente vestido de verde, para rezar el Padre Nuestro delante de mil millones de personas que seguían en directo la conexión con el estadio de Wembley. Si este es su recorrido, entonces podemos decir que la muerte de David Bowie, entendida como el fin de la trayectoria humana del artista, tiene en la música rock pocos precedentes de su altura e influencia. Tal vez solo la desaparición de Elvis Presley, John Lennon, Bob Marley o Johnny Cash han tenido la misma repercusión, puesto que Bowie es de los pocos que anticipó e interpretó, definió y señaló eso que la música rock podía llegar a ser y efectivamente fue.

¿Puede decirse que el adiós de Bowie a la “zona de control” tiene el mismo impacto en la música contemporánea que la desaparición de uno de los grandes compositores de la más noble música clásica? Absolutamente sí. Bowie, como Stravinsky, por citar a un compositor cercano que tuvo las mismas cualidades poliédricas y la misma influencia en el siglo XX, y como todos los grandes. Su desaparición, más allá de las conmemoraciones, alza un velo de misterio impenetrable sobre su grandeza, sobre su arte y sobre su legado artístico, del que nosotros somos depositarios, sobre el corazón de su persona y personalidad, sobre la fuerza de las emociones que suscitó y que permanecerán, generando en el futuro otras preguntas, otras dudas, otras pasiones, otros deseos de no detenerse, de caminar, de tropezar y de volver a levantarse. “El arte evoca el misterio sin el cual el mundo ni siquiera existiría”, decía Rene Magritte, uno de los artistas (junto a Dalí, Bacon y Balthus) preferidos de Bowie.

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