¿Cómo mejorar la política autonómica con las universidades?
Las relaciones entre los gobiernos autonómicos y las universidades suelen desenvolverse, por lo general, con un cierto nivel de tensión, pues en el medio académico es frecuente que se interpreten las medidas adoptadas por aquellos como una injerencia sobre la autonomía universitaria. Ésta, que originariamente no era otra cosa que la afirmación de la independencia de la ciencia con respecto al poder político o al de la Iglesia, ha devenido en una amplia capacidad de gestión de todos los aspectos de la vida académica por parte de las propias universidades; y ello es fuente de conflictos con los gobiernos que cuentan con competencias de ordenación de los estudios universitarios, de política científica y de financiación de las instituciones de educación superior.
Las universidades españolas han estado sometidas, en los últimos años, a tres fuentes de tensión que obligan a un cambio en su configuración y gestión. Por una parte, están las tendencias demográficas que, impulsadas por la reducción de la natalidad que tuvo lugar a partir de 1980, conducen a una reducción a largo plazo de la demanda de estudios superiores por parte de los jóvenes españoles. Por otra, se encuentra la propia configuración de un mapa institucional universitario durante los últimos treinta años, fruto de la creación apresurada de nuevos centros de enseñanza para atender a las generaciones del boom demográfico de los decenios de 1960 y 1970, a los que se incorporó una plantilla de profesores muy numerosa que hoy en día se encuentra notablemente envejecida y para la que existen serias dificultades de relevo, pues las propias universidades, debido a sus estrecheces financieras, no se han ocupado de contratar y formar a los jóvenes doctores que son necesarios para ello. Y finalmente, están los problemas derivados de un reciente cambio en el mapa de titulaciones, fruto del llamado Plan Bolonia, en el que se ha pecado por demasía, creándose planes de estudio que no satisfacen necesidades reales, pero que paradójicamente consolidan unas plantillas de profesores sobredimensionadas, en especial en las áreas de humanidades y ciencias exactas y naturales.
Como consecuencia de todo ello, las universidades españolas presentan actualmente severos problemas por exceso de dimensión, con centros y titulaciones que carecen de alumnos suficientes como para justificar su existencia. Además, en parte por las causas aludidas y en parte también como resultado de una muy deficiente gestión, se constatan importantes problemas de eficiencia en la asignación de los recursos que la sociedad destina a las universidades, de manera que algunos estudios estiman que entre una cuarta parte y un tercio de los profesores universitarios no encuentran justificados los puestos que ocupan ni por su actividad docente ni por su dedicación a la investigación científica. Está también latente la ya aludida cuestión del envejecimiento de los cuerpos de Profesores Titulares y Catedráticos, cuya sustitución, que se tendrá que producir en muy pocos años, no está garantizada porque no se ha formado a un número suficiente de doctores para ello. Y se añaden a lo anterior los problemas de calidad docente que se asocian a unas instalaciones muchas veces deficientes y envejecidas, a unos profesores poco motivados por la enseñanza —puesto que el sistema sólo ha incentivado los méritos investigadores— y a unos planes de estudio que, con frecuencia, han prescindido en su diseño de las capacidades e intereses de los alumnos, así como de las exigencias de los empleadores.
Las universidades son, por otra parte, instituciones muy pesadas, poco propicias al cambio y ocupadas en conservar el equilibrio entre grupos académicos cuyos intereses son contrapuestos. Su sistema de gobierno, de raíz estamental, no favorece en nada la racionalidad que exige una gestión eficiente, con lo que frecuentemente se derrochan los recursos disponibles. Ni que decir tiene que ello es un obstáculo para la adopción de las políticas con las que se podría abordar la solución de los problemas enunciados. Es por este motivo por el que, en la actual coyuntura, tendrán que ser los gobiernos autonómicos los que, en el ejercicio de sus competencias en la materia, deberán impulsar esas políticas, incentivando y obligando a las instituciones académicas a renovar sus estructuras y su gestión. No se olvide que las universidades públicas dependen para su financiación de las Comunidades Autónomas en las que se ubican, pues son éstas las que les proporcionan la mayor parte de sus recursos presupuestarios; y que son también los gobiernos regionales los que deben aprobar la oferta de plazas para la incorporación de nuevos estudiantes, los que determinan el nivel de las tasas académicas y los que autorizan las titulaciones a impartir, así como la creación o cierre de las Facultades o Centros de enseñanza e investigación, en este último caso también con respecto a las universidades privadas.
Los gobiernos autonómicos tienen, por tanto, unas competencias muy amplias en materia universitaria, aunque no siempre las ejerzan en toda su extensión, generalmente para evitar los conflictos con las propias universidades. Sin embargo, en el momento actual la magnitud de los problemas es tal que, inevitablemente, las Comunidades Autónomas deberán intervenir más activamente en la política universitaria si se quiere evitar que el sistema se colapse.
Varios son los ámbitos en los que esa intervención debe centrarse. El primero se refiere a la ordenación de los Centros y las titulaciones. Sobran, por falta de demanda, Facultades y, por tanto, será necesario reordenarlas dentro de cada universidad —por ejemplo, fusionando las encuadradas en una misma área científica— y entre las universidades de cada Comunidad Autónoma —propiciándose así la especialización de éstas en abandono del modelo generalista que ha inspirado su estructura hasta ahora—. Y sobra, también por falta de demanda, un gran número de titulaciones, tanto de grado como de máster, por lo que el mapa correspondiente tiene que volver a dibujarse siguiendo un criterio de racionalidad en el empleo de los recursos —por ejemplo, excluyendo de la financiación pública aquellos títulos que no alcancen un determinado número de alumnos en cada uno de los grupos que se organicen para su impartición—. A este último respecto, las Comunidades Autónomas deberían definir con precisión, fijando un mínimo y un máximo de alumnos, el tamaño de los grupos docentes que, en cada área de conocimiento, son susceptibles de financiación con cargo a las subvenciones que otorgan a las universidades.
Los criterios de financiación son otro de los ámbitos en los que ha de definirse mejor la política autonómica. Aunque en este terreno se ha avanzado bastante en los últimos años, tienen que definirse mejor y explicitarse los incentivos que, dentro del sistema de financiación, busquen mejorar la calidad de la enseñanza y de la investigación, así como el nivel de eficiencia asignativa de los recursos empleados por las universidades. Para ello, deben establecerse objetivos precisos e indicadores para medir su grado de cumplimiento, haciendo depender de éste el volumen total de las subvenciones otorgadas a cada universidad. Ni que decir tiene que la publicidad y la transparencia en esta materia son requisitos ineludibles para la implantación de un sistema de financiación eficaz.
En tercer lugar, se echa en falta una mayor proactividad en materia de política científica. Las Comunidades Autónomas, en este asunto, oscilan entre las que han descuidado esta materia y las que, por el contrario, la han desarrollado con originalidad, siendo lo más frecuente la repetición mimética de las prioridades establecidas en los planes de investigación estatales. A este respecto, dos son los aspectos que debieran cuidarse: uno, el de la creación de institutos universitarios de investigación de acuerdo con las prioridades regionales; y el otro, el de la suficiencia en la financiación de los grupos de investigación de las universidades, haciendo depender ésta de los logros ya obtenidos, cuya medición podría modelizarse fácilmente a partir de los currículos normalizados de sus integrantes.
Un cuarto ámbito es el de las políticas de tasas y de becas. Las primeras se han utilizado para penalizar a los alumnos de bajo rendimiento académico, sin reparar en que por esa vía no se soluciona el problema de derroche de recursos que se deriva del fracaso escolar en las universidades. Por ello, más que sobre las tasas, este problema debiera solucionarse mediante una aplicación más estricta de las reglas de permanencia de los estudiantes en las universidades, lo que no es incompatible con una mayor flexibilidad para aceptar que sean éstos los que definan la cantidad de docencia que quieren adquirir en cada curso académico. En cuanto a las becas, su insuficiencia es notoria, por lo que deberían reforzarse los programas correspondientes.
En quinto lugar, es imprescindible reforzar la supervisión de la calidad tanto del profesorado como de las titulaciones. El primero presenta deficiencias importantes tanto en el sector público, como sobre todo en el privado. Los gobiernos regionales deberían intervenir para que los criterios establecidos en la legislación acerca de la cualificación del profesorado se cumplan estrictamente. E incluso deberían ir más allá de esos criterios definiendo sus propias exigencias en cuanto a la acreditación de todos los profesores universitarios. Y por lo que se refiere a las titulaciones, el cumplimiento de los compromisos de calidad asumidos por las universidades al verificar y acreditar su oferta docente, debiera ser objeto de una supervisión más intensa que la que se practica actualmente.
Finalmente, es necesario diseñar planes específicos para cada universidad y para el sistema universitario de cada región, a fin de abordar el problema del envejecimiento del profesorado y su relevo generacional, teniendo en cuenta que la cuestión fundamental no es abaratar el coste de las plantillas universitarias, sino mantener o incrementar el nivel académico acreditado —por ejemplo a partir de la evaluación de la investigación— de esas plantillas.
Los problemas universitarios no son de fácil solución y su abordaje es muchas veces conflictivo. Pero ello no debe ser un incentivo para que los gobiernos autonómicos se muestren pasivos ante ellos. De su acierto al abordarlos en coordinación con los rectorados de las universidades, dependerá el futuro de estas instituciones y, sobre todo, el de las propias Comunidades Autónomas, pues la enseñanza superior es crucial para establecer el nivel del capital humano regional y, por ende, las posibilidades de su desarrollo económico.
Mikel Buesa es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid