Adolescentes en caída libre

Cultura · Costantino Esposito
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7 enero 2021
¿Todavía queda algo que nos pueda sorprender en el guion de nuestra existencia? La mayoría de las veces es más de lo mismo, siempre previsible, y cuando se habla de sorpresas suele tratarse de ciertos “casos” imprevistos de la vida que –afortunadamente– nos siguen descolocando en nuestra rutina cotidiana. Sin embargo, por mucho que nos sorprendan, esos casos parecen llevan inscrito, casi grabado en su interior, el destino más tristemente previsible que existe, es decir tu fin, el final de todo. ¿Acaso no es ese el motivo por el que tantas veces intentamos protegernos de todo peligro, asegurarnos ante posibles cambios, defendernos del azar?

¿Todavía queda algo que nos pueda sorprender en el guion de nuestra existencia? La mayoría de las veces es más de lo mismo, siempre previsible, y cuando se habla de sorpresas suele tratarse de ciertos “casos” imprevistos de la vida que –afortunadamente– nos siguen descolocando en nuestra rutina cotidiana. Sin embargo, por mucho que nos sorprendan, esos casos parecen llevan inscrito, casi grabado en su interior, el destino más tristemente previsible que existe, es decir tu fin, el final de todo. ¿Acaso no es ese el motivo por el que tantas veces intentamos protegernos de todo peligro, asegurarnos ante posibles cambios, defendernos del azar? La cuestión es que cualquier persona, cualquier yo, es un imprevisto ante la necesidad ciega de una naturaleza impersonal, y una de las cosas que más nos cuestan de nuestro estar en el mundo es precisamente la regulación del azar, exorcizar de alguna manera la misteriosa “gratuidad” de nuestro ser. Una gratuidad demasiado grande para poder ser aceptada, demasiado incomprensible para soportarla, hasta el punto de que a menudo la sustituimos por un “absurdo”. Una vida absurda, a la que no se le puede reconocer un sentido, una razón, un objetivo.

El imprevisto que somos –y que estalla mediante los diversos imprevistos que nos suceden– siempre busca su razón. Pero el problema es que nunca podemos poner una justificación al azar o subsumirlo entre lo que no estaba catalogado entre nuestras categorías generales. Para que tenga sentido, es necesario que el propio imprevisto sea quien nos lo muestre, y cuando eso sucede nuestro “caso” se convierte en una vorágine que nunca podemos colmar y que, de hecho, amenaza con tragarnos a nosotros mismos en una especie de agujero negro.

Eso es lo que le pasa a Rue Bennett, la desatada protagonista de Euphoria, aclamada (y contestada) serie televisiva estadounidense creada en 2019 por Sam Levinson en HBO. Describe, hasta el detalle más escabroso, la vida de varios adolescentes en caída libre hacia un vacío determinado por la ausencia o la inconsistencia de los adultos, y por la confusión sobre su propia identidad de género. Jóvenes que se creen en la obligación de “tentar” a su propia vida mediante las más duras experiencias de drogas y sexo. No se trata de las clásicas “vidas quemadas” de adolescentes en crisis, sino de quemarse a sí mismos como única posibilidad de tener una vida propia, una vida de verdad. En suma, uno de los cada vez más frecuentes y complacientes dramas adolescentes de los últimos años, donde estos se convierten en un reflejo despiadado del mundo y de la cultura nihilista que han heredado de sus “padres”.

Pero en Euphoria sucede algo insólito. Ese quemar la existencia no extingue sino que, al contrario, incrementa el ardor del vivir, reaviva el deseo –tantas veces falseado pero inextinguible– de un agua pura que sacie de verdad la sed. Es lo que sucede en el episodio extraordinario emitido el pasado 6 de diciembre, más de un año después del fin de la primera temporada, a la espera de la segunda, retrasada a causa del Covid-19. Se trata de una especie de dramático y al mismo tiempo delicadísimo regalo de Navidad para los espectadores, donde lo que parecía quemado vuelve a encenderse, pero no para consumirse definitivamente, sino más bien para volver a empezar, tal vez como un nuevo inicio.

En una melancólica víspera de Navidad, tomando un pancake en una mesa cálida semidesierta, al más puro estilo Hopper, la joven Rue, de diecisiete años, abandonada por su amiga y amante Jules, en plena recaída en la dependencia de estupefacientes, logra descubrirse totalmente desarmada ante Ali, un cristiano convertido al islam, exdrogodependiente que le anima a intentar limpiarse y alcanzar la sobriedad. La mirada embobada de una Rue “colocada” va cediendo lentamente, durante la conversación, a una extraña conciencia del fondo de la cuestión. Finge desde el principio que todo va bien, que ha alcanzado “un equilibro fantástico”, sin “fiarse de nadie más para tener la felicidad”. Pero luego acaba admitiendo que las cosas no son así en absoluto, que en realidad ella ni siquiera quería dejar las drogas porque no tenía un motivo suficiente (en el fondo, “¡a quién le importa!”), confesando que “tal vez la droga es el único motivo por el que no me he suicidado”. De hecho, cuando estaba presente ante sí misma, “seguía rumiando” todas las cosas que recordaba y las que no quería recordar.

Pero de este modo la chica se pone en juego inesperadamente ante su propio destino, ante Dios, desvelando así el secreto impulso de su pensamiento. “Ali, yo no creo en Dios”, una palabra que no soporta, porque apesta a justificación consoladora frente a los absurdos de su vida. Como la muerte de su padre por cáncer, para la que es imposible encontrar ningún fin, puesto que el verdadero fin de su vida era cuidar de sus hijas, a las que en cambio se vio obligado a dejar. Las cosas suceden porque sucede, afirma Rue con aparente cinismo. Su única motivación sería la de existir sin razón. Su único sentido sería la nada, “¡y eso es todo!”. Pero poco a poco emerge la verdadera “razón” de lo irracional. Una Rue desconsolada recuerda su insoportable relación con su madre, la violencia de un puñetazo que ella, su hija, le atizó en la cara, amenazando con matarla con un trozo de cristal. Lo que le hizo a su madre, confiesa, “es imperdonable, ¡pero estoy hecha así!”. Cuando la joven llega a decir, con una extraña sinceridad, que no tiene intención de seguir viviendo por mucho tiempo en un mundo tan horrendo como el nuestro, donde la rabia hace que “todos quieran actuar de tal manera que los demás no parezcan humanos”, Ali la provoca: “¿Cómo quieres que te recuerden tu madre y tu hermana?”. Después de un largo e intensísimo silencio, en el que parece que todo el hilo de su vida va a salir a flote, Rue afirma: “Como alguien que se empeñó mucho en ser lo que no podía ser”. Esa esa imposibilidad de ser lo que uno querría ser es exactamente la raíz del problema de Rue, como unas cenizas que vuelven a reavivar la llama. Aunque en este momento el guion hace decir a Ali que él en cambio confía en ella porque en el fondo Dios mismo confía en Rue, eso puede parecernos demasiado poco, suena un poco retórico. Un deseo de redención (“tienes que creer en la poesía”, “inventarte algún Dios”, como le sugiere Ali), pero todavía no es una salvación real, ahora, tal como uno es. Por eso es absolutamente genial la conclusión, encomendada a otras palabras pronunciadas en latín que suenan con un increíble efecto de extrañeza –de sorpresa, más bien– respecto a lo ya conocido. Al terminar la sobria cena de la víspera de Navidad, bajo una lluvia insistente, Ali acompaña a Rue en coche mientras suena el Ave María de Schubert: «Ave Maria / gratia plena / Dominus tecum…». Si el corazón humano custodia en su interior un anhelo inconfesable de lo imposible –es decir, que lo imperdonable se pueda perdonar–, solo lo Imposible puede suscitar ese anhelo, para cumplirlo.

Agustín, en un momento fulminante de su De libero arbitrio (III 3-7) afirma que “si ser feliz estuviera en mi poder, sin duda ya sería feliz. Ahora también quiero serlo, pero no lo soy, porque no soy yo sino Él quien me hace feliz”.

L`Osservatore Romano

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