¿A qué dedica el tiempo libre?

Sociedad · Luis Ruíz del Árbol
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31 marzo 2024
Soy un hombre de vocación tardía. Durante mi adolescencia y primera juventud me acomplejaba no tener claro a qué quería dedicarme cuando llegara a la vida adulta.

Mis intereses, gustos y focos de atención iban cambiando a lo largo del tiempo, y cargaba con el peso de no ser capaz de elegir una disciplina y entregarme a ella con constancia. “Luis es un chico algo disperso”, era una etiqueta de mi entorno que recibí con total naturalidad.

Por ese motivo, aún recuerdo con cariño el día en que una tía mía, ante una nueva andanada de comentarios sobre mi incuestionada dispersión, me dijo lo siguiente: “Luis, hay gente que es de vocación temprana, que sabe desde el principio a qué quiere dedicarse; y hay otros, como tú y yo, a los que no se nos desvela nuestro camino hasta mucho más tarde. Lo único que necesitas es tener paciencia y estar atento a los signos.” Como muestra aquel maravilloso plano general de Cars (John Lasseter, 2006), por un lado, están las nuevas flamantes autopistas que atraviesan en línea recta el paisaje y, por otro, las sinuosas carreteras secundarias que, adaptándose a la orografía, demoran su trayecto en curvas y circunvalaciones. Indudablemente, yo soy una genuina carretera local.

Fotograma de «Cars»

Tras muchas idas y venidas, por fin entreví un posible camino profesional en la abogacía, y me lancé a por mis primeras entrevistas de trabajo. Al poco, descubrí que las preguntas de los reclutadores se centraban exclusivamente en mi expediente académico, y que tanto mis vivencias colaterales, que para mi fueron esenciales en la configuración de mi personalidad, como mis múltiples intereses extra-académicos, me penalizaban sobremanera. Nuevamente se cernía sobre mí la etiqueta de la dispersión y el diletantismo, y gastaba la mayor parte del tiempo de las entrevistas en justificar por qué había tardado tantos años en entrar en el circuito laboral, y en tratar de mostrar un perfil cultural bajo. Veía con tristeza cómo mi trayectoria no lineal me cerraba muchísimas puertas.

Inesperadamente, aún no sé cómo, me llamaron para un proceso de selección de “X”, uno de los mejores bufetes de España. Sin mucha fe, me presenté en sus oficinas. “Ya verás cuando me toque la entrevista personal, me van a despachar en cinco minutos”, pensaba para mis adentros. Sin embargo, para mi sorpresa, los socios encargados de examinarme no me preguntaron por mi expediente académico, sino por mis inquietudes personales. “La pintura, el cine, la Historia…” contesté un poco a la defensiva. “Perfecto; cuéntanos.” Tras una hora de conversación, le inquirí incrédulo a la socia que dirigía la entrevista: “¿No me vais a preguntar sobre mi etapa universitaria o sobre mi edad?” “No me interesa nada contratar a abogados a los que no les interesa nada el mundo en el que viven”, me contestó secamente.

En Reino Unido no existe la carrera de Derecho tal y como aquí la conocemos. Derecho es un post-grado específico de dos o tres años que se hace tras finalizar los grados universitarios ordinarios, tales como Historia, Historia del Arte, Economía, Filosofía o Filología Clásica. Para el sistema británico, el aprendizaje del Derecho es sustancialmente práctico, para lo cual es muy útil tener previamente la cabeza amueblada con el estudio de otras disciplinas humanísticas ajenas a él, o haber acumulado experiencias vitales o laborales en otros ámbitos. Qué radical diferencia de enfoque en la captación de talento entre el modelo británico y el que, por desgracia, me parece mayoritario entre nosotros, el cual, en mi opinión, prima excesivamente los expedientes inmaculados y las trayectorias lineales, tal vez por un infundado miedo a la falta de madurez o de capacitación. Que los bufetes ingleses sean los mejores del mundo puede que no sea una casualidad.

Siempre que vuelvo sobre este tema me acuerdo de Lester Freamon, genial personaje de The Wire (David Simon para HBO, 2002-2008). Freamon es un gris miembro de la policía de Baltimore, y se dedica solo a labores de papeleo. Su unidad lleva varios meses tras los pasos del narcotraficante Stringer Bell, sin lograr encontrar pruebas incriminatorias para abrir un proceso judicial. La gran pasión de Freamon es tallar en madera muebles en miniatura para casas de muñecas, y lleva una vida ermitaña. Sin embargo, gracias a ese exacerbado detallismo que ha ido desarrollando a través de su afición a las miniaturas, Freamon, de forma inaudita, logra encontrar un mínimo resquicio en la enrevesada y opaca trama societaria que ha diseñado Stringer Bell para ocultar sus actividades delictivas, lo que finalmente llevará al enjuiciamiento del mafioso. Lester Freamon, mutatis mutandi, me recuerda al mítico personaje de Pierce Brosnan en la ochentera serie de televisión Remington Steele, un antiguo ladrón devenido en detective privado que desentraña los misterios gracias a su obsesiva cinefilia, a través de inconcebibles analogías entre las películas clásicas que le apasionan y los casos en los que está inmerso.

La mayoría de los abogados a los que más he admirado a lo largo de mi carrera no tuvieron brillantes expedientes académicos, ni llegaron a la abogacía siguiendo una vocación temprana; muchos, además, son a la vez músicos de rock, poetas y escritores, activistas por los derechos de los más desfavorecidos o, como el personaje de Remington Steele, empedernidos cinéfilos. Estas inquietudes e intereses no son hobbies (odiosa palabra) ni meros entretenimientos para matar el tiempo after-work. Al contrario, el cultivo de la vida artística o cultural, y también la práctica deportiva y la caritativa, asociativa o política, enriquece y profundiza el saber nacido del oficio, le da una amplitud y una hondura que el mero aprendizaje técnico no confiere por sí solo. Mi trabajo como ilustrador, por ejemplo, me educa a razonar jurídicamente con más finura, me estimula a no quedarme bloqueado en los meros datos positivos y a usar la imaginación para encontrar las soluciones escondidas en cada caso, e incluso me ayuda a ser más persuasivo a la hora de exponer mis argumentos ante los tribunales.

En mi recorrido profesional, he comprobado que ningún saber excluye otro; que la vida no se puede estabular en compartimentos estancos, que la genialidad aflora en la memoria de la experiencia acumulada, y que, parafraseando la genial frase de Richard Sennett en su fantástico ensayo Construir y Habitar, es preferible la riqueza de significado de los meandros a la claridad conceptual de las trayectorias lineales. En lo que a mi oficio se refiere, ya los romanos, hace dos mil años, lo tenían claro: si el Derecho es el arte de lo bueno y justo (Celso) o la ciencia de lo justo y lo injusto (Ulpiano), ningún conocimiento social, económico, político o cultural, queda fuera de nuestro horizonte de trabajo. En efecto, a los abogados, como apuntaba la socia de “X” que me entrevistó, nada de lo humano nos debería resultar ajeno.

Qué bien tirada la última pregunta que José Luis Perales pone en la boca del amante traicionado en su mítica canción: “¿Y cómo es él? ¿En qué lugar se enamoró de ti? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre?” Deberían tomar nota de este interrogatorio los reclutadores, head hunters y los responsables de recursos humanos de las empresas. Cuánta sabiduría hay detrás del consejo que hace tantos años me dio mi tía. Hay que tener paciencia y estar atentos a los signos, señales, indicios, pistas, que no se encuentran dentro del expediente académico, sino que aguardan escondidos detrás de los huecos en blanco de los curriculum vitae. Lo más valioso que un trabajador puede aportar a una empresa, y por extensión al mundo, se gesta siempre off piste, fuera del circuito laboral y académico.

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive»


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