Se necesitan guionistas

Sociedad · GONZALO MATEOS
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5 octubre 2023
Todos los grandes relatos que nos habían permitido llegar hasta aquí parecen que se extinguen. Hasta los guionistas de Hollywood han estado en huelga. Ahora es la Inteligencia Artificial generativa la que nos escribe las diversas interpretaciones de la realidad.

Con el paso del tiempo se me hace más evidente que para poder entender lo que nos pasa cada vez es menos útil leer la sección de últimas noticias de los periódicos digitales. Puede que sea mejor mirar a las pantallas y libros de nuestra generación para escuchar y ver las canciones, las series y los relatos que hoy está a nuestra disposición. Porque a nuestro momento histórico no le está faltando cosas para leer, si no historias que merezcan la pena ser leídas. Siempre ha sido así. No se necesitan conceptos ni teorías, lo que necesitamos urgentemente son buenas historias. La primacía de la literatura, de la creatividad, como medio de cambiar la mirada a lo que no se suele ver. Por eso Grecia necesitó a Homero y nuestro Siglo de Oro a Cervantes o a Calderón. Pero ¿y nosotros? ¿quién canta nuestra historia y la ilumina?

Porque contar historias significa cambiar de método. En la actualidad se produce un acercamiento ideológico sobre la realidad, donde primero se necesita entender, tener la doctrina clara antes de hablar o actuar. Pero lo que necesitamos es un acercamiento que podemos considerar histórico, donde la sabiduría, los valores, la verdad se descubre en un camino, a través de un viaje donde para empezar a andar no se precisa saberlo todo, salvo el convencimiento de que todo lo que sucede, incluso en sus aspectos más oscuros, acabará desvelándose como lleno de sentido. Por eso conocen más los pobres que los sabios, los humildes que los soberbios. Porque los segundos ya lo han visto todo, pero los primeros, no saben nada salvo que todo, aunque oculto, está ya, y que por tanto todo está por descubrir. Se trata por tanto de mirar y cuidar lo que crece, como los jardineros, como lo que genialmente nos ha descrito Luis Ruiz del Árbol en su reciente libro “Lo que todavía vive”.

No hablo de abstracciones. Daniel Capó la semana pasada en una gran Tercera de ABC titulada “En la frontera” señala que, “detrás del nihilismo de nuestra época, se oculta precisamente el espeso silencio de las sirenas, la ausencia de grandes relatos, de esa ambigüedad única de la palabra hecha literatura y, por tanto, de la palabra convertida en misterio e infinito”. Recuerda Capó que “sólo la idea de infinito hace posible el realismo”. Que la realidad no se agota en sí misma; que no somos sólo lo que marcan las etiquetas intercambiables de la identidad, ni lo que nuestros pensamientos nos dicen que somos, ni el frío algoritmo de la inteligencia artificial con su sucesión ininterrumpida de datos. No, somos seres creados en los confines y, por tanto, habitados por el misterio e impelidos a sondearlo, a ir siempre más allá.

En el editorial de Páginas Digital de esta semana se nos afirma que “el cambio es más profundo y que por eso es necesario empezar la búsqueda de otra lengua, de otra historia. Y que esa búsqueda es un proceso lento y largo. Se ensayan nuevos relatos, nuevas formas de saber, nuevas emociones, y proliferan descabelladas teorías de la conspiración. Son muchas las voces que intentan, con su volumen o su emoción, tomar otro rumbo, pero hace tiempo que se han quedado mudas”.

Asistimos al declive y agotamiento de los grandes relatos que nos habían alimentado después de la Segunda Guerra Mundial: la democracia liberal, el capitalismo financiero, la sociedad del bienestar, el multilateralismo y la Unión Europea, la meritocracia del talento, y los consensos de la Transición española. Pero también de la Agenda 2030 y la lucha contra el cambio climático. Todos los grandes relatos que nos habían permitido llegar hasta aquí parecen que se extinguen. Hasta los guionistas de Hollywood han estado en huelga. Ahora es la Inteligencia Artificial generativa la que nos escribe las diversas interpretaciones de la realidad.

Las personas pensamos más en relatos que en hechos, números o teorías. Lo saben los líderes populistas y nacionalistas. Tener un relato simple en el que ampararnos nos deja tranquilos porque nos deja casi todo claro. Pero como ya afirman algunos que de repente nos quedemos sin ningún relato es si cabe aún más terrorífico.

El silencio de los grandes relatos es el caldo de cultivo para la manipulación de la historia y el sometimiento de la persona y de las instituciones. Escuchaba la semana pasada en Estrasburgo al Director del Observatorio Europeo de la enseñanza de la historia en Europa citar al filósofo francés Paul Valéry cuando afirmaba que la historia puede ser el veneno más peligroso que se  ha inventado porque hace soñar a las personas, las embriaga, les da falsos recuerdos, mantiene sus viejas heridas, las atormenta en su reposo, las conduce al delirio de grandeza o de persecución, y hace que las naciones sean amargadas, soberbias, insoportables y vanas. Nos recordó que si gana la guerra Rusia veremos desaparecer la historia de la existencia de Ucrania y quién sabe si la de Europa. Reflexionó sobre las causas por las que en la plaza pública predominan los discursos de desilusión e indignación que cuentan que nada tiene sentido, que todo está perdido, que no queda más que sumarnos al poder establecido y a los villanos narcisistas que nos prometen seguridad a cambio de servidumbre. Abundan los falsos profetas y los interpretes que hacen catequesis con Tolkien, política con Lorca o moral con las películas de Pixar. Que nos pongamos a escribir, a leer y a crear es lo que nos hace falta.

Ivo Andric en su obra “Una conversación con Goya” ponía en boca del pintor: “Vi principios y sistemas que parecían más sólidos que el granito desvanecerse como la niebla. Y también vi la muerte, las enfermedades y las rebeliones. Y ante todo aquello me preguntaba cuál era el significado de los cambios. Lo único que conseguí fue llegar a una conclusión negativa: que nuestras ideas no significan demasiado ni sirven de nada, y a otra positiva: que debemos prestar atención a las leyendas, esos vestigios del empeño de la humanidad a lo largo de los siglos, y tratar de extraer de ellas el sentido de nuestro destino”.

En estos días unos y otros buscan un relato para una legislatura. Es loable su intento. Pero la voz de los que hablaban desde el atril del Congreso de los Diputados, especialmente la de los nacionalistas y radicales, no consigue elevarse. Sus palabras, sus ideas de corta trayectoria no conseguían separarse del suelo. Se extinguían en cuanto se apagaba el sonido que salía de la megafonía.

En Bruselas, en su último discurso del Estado de la Unión, la Presidenta de la Comisión afirmaba que, escuchando a los jóvenes de la nueva generación, percibía una visión de un futuro mejor, un deseo construir algo mejor. Y que Europa, como cuando lo hizo tras la Segunda Guerra Mundial, debía responder, una vez más, a la llamada de la historia. Esa llamada que nunca ha dejado de sonar en las ficciones que hemos oído o que hemos leído, que desde dentro inspiran nuestro día a día, que mantienen todavía viva nuestra capacidad de asombro, así como la posibilidad de ponernos en camino juntos. Se necesitan guionistas. Y pronto.


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