¿Con quién podréis compararme, quién es semejante a mí?
Querido Pascual,
Como bien sabes, a mí siempre me ha gustado el fútbol, lo que por aquí llaman “soccer”, para no confundir con el fútbol americano (algo que se asemeja a nuestro rugby). Pero cambiar de país, y sobre todo de continente, implica sumergirse en una cultura que difiere en su consideración del deporte rey. En Estados Unidos ciertamente el deporte rey no es el soccer. Se lo podrían disputar al menos cuatro deportes de equipo: el fútbol americano (con la Superbowl como espectáculo nacional), el beisbol y el hockey sobre hielo (que tanto han dado al cine de este país) y el baloncesto (con la poderosa NBA). Obviamente este último deporte es el más cercano a nuestra “tradición”, y el que más seguimos desde España.
Cuando llegué a Harvard, y por tanto a Boston, empecé a ver camisetas y gorras verdes por todas partes, signo de la omnipresencia de los Celtics (equipo de baloncesto) en esta ciudad. Como además mi llegada coincidió con el inicio de los playoffs de la NBA, me “enganché” a los partidos de los Celtics con los amigos que he empezado a hacer aquí. La semana pasada el equipo de Boston estuvo a punto de quedar eliminado: perdía 2-3 en su serie (al mejor de 7 partidos) y tenía que jugar en campo ajeno. Pero los Celtics resurgieron de sus cenizas e igualaron la eliminatoria para luego arrasar en el último partido con un extraordinario Jayson Tatum. Ahora están disputando las finales de la Conferencia Este (y probablemente necesitarán otro milagro).
Hoy vamos a ver cómo Israel resurgió de sus cenizas cuando todo apuntaba a su desaparición en el exilio, como tantas otras naciones. Como ya te dije la semana pasada, la predicación del profeta Isaías fue decisiva para “levantar la moral” de este pueblo que estaba sumido en la desesperanza. Intentemos ponernos en el lugar de esos judíos que, llegados a Babilonia, empiezan a trabajar las tierras que les asignan, rodeados de otras naciones deportadas e inmersos en una cultura y en un contexto religioso totalmente nuevo. Podemos resumir en tres los desafíos que el pueblo elegido debía afrontar, a cada cual más imposible, por lo que la desesperanza (y la desaparición como pueblo) parecía la única salida.
En primer lugar, Israel no puede evitar la pregunta, “¿Dónde está Dios? ¿Acaso ha abandonado a su pueblo?”. De la noche a la mañana el pueblo elegido pierde los tres grandes dones que han marcado su relación con Dios: la tierra (han marchado hacia el exilio), el templo (el lugar de la presencia del Señor ha sido destruido) y la monarquía (el reino de Judá ha desaparecido como forma política y la sucesión davídica, con su promesa, se interrumpe). Poco importa si la culpa es del mismo Israel, Dios parece haber abandonado a su pueblo…
El segundo desafío se hizo evidente al llegar al exilio, en contacto con los “dioses” de Babilonia y con el esplendor del culto que se les tributa. Necesariamente el Dios de Israel debía ser considerado un dios menor, visto que no supo defender a su pueblo y preservarlo del exilio. Fue “derrotado” por Marduk, el gran dios de Nabucodonosor. En esas condiciones, los pueblos exiliados abandonan a los dioses que se han mostrado impotentes y adoptan otros que se muestren más eficaces. ¿Es ese el destino de Israel?
El tercer y último desafío está muy ligado al anterior. ¿Es el Señor un dios más en el Panteón de los dioses? Judá ha conocido en Babilonia todo el esplendor de ese imperio y de su gran rey, Nabucodonosor. Con el tiempo conocerá el poder del imperio emergente, Persia, y de su gran figura, el rey Ciro. En los “periódicos” de entonces, estos nombres ocupaban las primeras páginas, como verdaderos agentes de la geopolítica. Pero entonces, ¿qué papel juega el Señor, Dios de Israel? ¿No era Él quien regía los designios de la historia?
En este contexto en el que todo parece perdido, Dios hace surgir un profeta que hace oír la voz del Señor para sacar a Judá de la postración. En efecto, a partir del capítulo 40 del libro de Isaías, empiezan los oráculos de un profeta que afrontará los desafíos que acabamos de presentar. Entre los biblistas es llamado “segundo Isaías” o “deuteroisaías”, para distinguirlo del primer Isaías que predicaba en Judá más de un siglo y medio antes. En su primer oráculo sale al encuentro de las dudas de Israel que constituyen el primer desafío:
“«¿Con quién podréis compararme,
quién es semejante a mí?», dice el Santo.
Alzad los ojos a lo alto y mirad:
¿quién creó todo esto?
Es él, que despliega su ejército al completo
y a cada uno convoca por su nombre.
Ante su grandioso poder, y su robusta fuerza,
ninguno falta a su llamada.
¿Por qué andas diciendo, Jacob,
y por qué murmuras, Israel:
«Al Señor no le importa mi destino,
mi Dios pasa por alto mis derechos?».
¿Acaso no lo sabes, es que no lo has oído?
El Señor es un Dios eterno
que ha creado los confines de la tierra” (Is 40,25-28).
Ante la objeción del pueblo (“al Señor no le importa mi destino”), ante la pregunta ¿dónde está Dios?, el profeta invita a levantar los ojos al cielo y contemplar el cielo, el sol, la luna y las estrellas, así como el resto de la creación. Hasta ahora Israel había reconocido al Señor por los dones que le daba en la historia, en los sucesos cotidianos. Ahora el pueblo aprende a reconocer a Dios como presente en su creación, en las maravillas que Él sostiene en el ser. Es como si de algún modo el profeta les dijera: “¿cómo es posible que dudéis del Señor si Él os mantiene en el ser, como mantiene a cada uno de los que os han deportado?”.
El pueblo en el destierro está acostumbrado a ver las grandes procesiones con las estatuas de Marduk y su hijo Nebo (y otros dioses menores). Y se le insinúa una duda al compararlos con el Señor, cuya fuerza parece haber desaparecido. El Señor acepta el desafío:
“¿A quién me podéis comparar o igualar?
¿A quién parangonarme, de modo que seamos semejantes?
Hay quienes dilapidan el oro de su bolsa
y pesan plata en la balanza;
pagan a un orfebre para que les haga un dios,
se postran y lo adoran.
Se lo cargan a hombros, lo transportan;
donde lo ponen, allí se queda;
no se mueve de su sitio.
Por mucho que le griten, no responde,
ni los salva del peligro” (Is 46,5-7).
En este oráculo sale a la luz la verdadera naturaleza de los dioses de Babilonia: estatuas de oro o plata, hechas por ingenio humano. Resulta patética esta descripción realista de las imágenes ante las que los babilonios se postran pidiendo salvación: ¿cómo se puede pedir la salvación a la obra de las propias manos? Estos ídolos o estatuas ni se mueven (aunque tengan pies), ni oyen (aunque tengan oídos), ni hablan (aunque tengan boca) ni tienen aliento (aunque tengan nariz). De este modo, el Señor anima a su pueblo a no temer a los dioses paganos, que no son más que “vanidad” (literalmente “vapor”, aquello que no tiene consistencia).
La última objeción se refería a la capacidad del Señor de regir los destinos de los pueblos. Cuando las primeras victorias de Ciro, rey de Persia, llegaron a oídos de los judíos en el exilio parecía que la liberación iba a llegar de un rey pagano, no del Señor. También en este caso el Señor acepta el desafío, retando a su vez a Israel a entender quién está detrás de la salvación que se anuncia:
“Esto dice el Señor a su Ungido, a Ciro:
«Yo lo he tomado de la mano,
para doblegar ante él las naciones
y desarmar a los reyes,
para abrir ante él las puertas,
para que los portales no se cierren.
Yo iré delante de ti, allanando señoríos;
destruiré las puertas de bronce,
arrancaré los cerrojos de hierro;
te daré los tesoros ocultos,
las riquezas escondidas,
para que sepas que yo soy el Señor,
el Dios de Israel, que te llamo por tu nombre.
Por mi siervo Jacob,
por mi escogido Israel,
te llamé por tu nombre,
te di un título de honor,
aunque no me conocías»” (Is 45,1-8).
Resulta verdaderamente imponente la audacia de la profecía de Israel que asegura que detrás de todo lo que sucede está la mano del Señor, concretamente detrás de los acontecimientos que están minando los fundamentos del imperio babilónico y cargan de esperanza a los pueblos exiliados. En efecto, el profeta asegura que es el Señor quien ha suscitado a Ciro, rey de Persia, y el que le hará entrar en Babilonia para liberar a los deportados. Y lo más impresionante es que Isaías no tiene que acudir a un presunto encuentro entre Ciro y el Dios de Israel, hasta el punto de que subraya con realismo, casi como un estribillo, “aunque no me conocías”. Con todo, nada sucede sin que el Señor lo permita, como nada existe sin que el Señor lo sostenga en el ser.
La predicación de Isaías al pueblo desesperanzado, que puedes leer sobre todo en los capítulos 40-48, tuvo la virtud de dar una nueva conciencia a Israel, hasta el punto de que se puede decir justamente que el exilio fue una ocasión privilegiada (aunque dolorosa) para conocer al Señor. Así se explica por qué el pueblo elegido no desaparece del concierto de las naciones sino que vuelve a su tierra y retoma su culto al Señor en Jerusalén.
Pero todavía tenemos que estudiar las grandes promesas que lanzan los profetas hacia el futuro y que tiene lugar durante el destierro. Cada una de ellas va dibujando los rasgos de lo que será la salvación futura, aquella que se realizará en Cristo. Nos interesa detenernos en esos rasgos a partir de la próxima semana. ¡Es la posibilidad de sorprender cada vez más su cumplimiento en Cristo!
Un abrazo
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