¡Como cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!
Querido Pascual,
Cuando uno pasea por las ciudades de Estados Unidos se encuentra continuamente con monumentos, parques, calles y plazas dedicadas a la memoria de los caídos sirviendo en el ejército. Curiosamente este país no ha sufrido una guerra en su territorio desde mitad del siglo XIX (Guerra Civil). Sin embargo, el ejército de Estados Unidos ha participado en un buen número de guerras desde entonces, desde las dos guerras mundiales hasta la guerra de Irak o la invasión de Afganistán, pasando por la traumática guerra de Vietnam o la de Corea. Si contamos solo desde la Segunda Guerra Mundial, cientos de miles de soldados de este país han muerto en combate.
Con unas cifras así, y con guerras tan recientes, es normal que la memoria de estos hechos permee la geografía de Estados Unidos. Y no solo la geografía. Dentro de un par de semanas, el último lunes del mes de mayo, se celebra el Memorial Day, un día de vacaciones consagrado a honrar la memoria de los caídos en combate. Tal vez te resulte novedoso, dado que nosotros no tenemos algo parecido en España. Probablemente se deba al hecho de que nuestra última guerra fue civil y la memoria de los caídos no nos encuentra precisamente unidos…
Pero lo que me interesa resaltar es cómo perviven en la memoria colectiva acontecimientos que han marcado de forma traumática la historia de una nación. Tal vez la memoria de los atentados terroristas de Atocha del once de marzo del 2004 sea un ejemplo claro entre nosotros. Han pasado casi 20 años y el recuerdo vuelve puntual en esa fecha. Todos (los que tenemos una cierta edad) nos acordamos de dónde estábamos aquella mañana…
Si hay un hecho que ha marcado la conciencia de Israel de forma traumática por encima del resto, este ha sido la destrucción de Jerusalén en el 586 a.C. a manos del ejército de Nabucodonosor. El famoso rey de Babilonia ya había entrado en la ciudad diez años antes y se había llevado prisionero al monarca Joaquín. En su lugar puso a Sedecías y deportó a una buena parte de la población judía. Como vimos la semana pasada, Jerusalén no había escarmentado. La ciudad seguía en pie; en el fondo pensaba que no podía sucederle lo que le pasó a su “hermana”, Samaria, capital del reino del Norte, que cayó en el 721 a.C., en época asiria, y desapareció como realidad política. Tanto los habitantes de Jerusalén como los judíos en el destierro pensaban que el exilio debía ser algo breve. “El Señor está de nuestra parte, estamos seguros”, pensaban.
Sin embargo, llegó el desastre. Podemos imaginar lo que supuso para la conciencia de Judá ver el templo en llamas, previamente saqueado, las murallas derruidas y los palacios más importantes reducidos a escombros. El libro de las Lamentaciones, como su nombre indica, recoge cinco lamentos sobre la ciudad que nos acercan al dolor de los que fueron testigos de la destrucción de Jerusalén:
“¡Qué solitaria se encuentra la ciudad populosa!
Como una viuda ha quedado la primera de las naciones.
La princesa de las provincias, sometida a tributo.
Pasa la noche llorando: las lágrimas riegan sus mejillas;
ninguno de sus amantes le ofrece consuelo;
todos sus amigos la han traicionado, se han vuelto sus enemigos.
Judá marcha al destierro, humillada y esclavizada;
habita entre gentiles, no encuentra descanso;
sus perseguidores la han dado caza y se encuentra angustiada” (Lam 1,1-3).
Esta vez era la definitiva: el rey Sedecías fue conducido al exilio y el reino de Judá desapareció para siempre, y con él los reyes de la descendencia de David. Detrás de Sedecías, camino de Babilonia, caminaron los oficiales del ejército (los que habían sobrevivido), la familia real y la clase dirigente, los escribas, los sacerdotes y cantores del templo, y los artesanos (ingenieros y arquitectos de la época). De este modo Babilonia se aseguraba que los que quedaban en Judá (el “pueblo de la tierra”), sin cultura escribal, sin poder militar y sin capacidad técnica, no pudieran restaurar un reino.
Durante casi 50 años la conciencia de Israel se traslada al exilio. Allí está la familia real, y por lo tanto la posibilidad de restaurar la monarquía. Allí están los escribas que conservan la memoria colectiva, además de los profetas como Ezequiel o el “segundo” Isaías que siguen siendo una voz contemporánea de Dios para con su pueblo. Y allí se encuentran los cantores del templo que siguen componiendo salmos. El Salmo 137 lleva su marca:
“Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar
con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión».
¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha;
que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías”.
Podemos imaginarnos la escena que está detrás de este salmo: un grupo de judíos que se reúnen en un día de descanso en las praderas a orillas de uno de los afluentes del Éufrates, tal vez para comer juntos. Los que saben cantar llevan sus instrumentos, porque la música es siempre un factor de unidad de un pueblo. Ante aquel despliegue pintoresco, los lugareños les piden “un cantar de Sión”. Probablemente no se trata de un mero canto popular, sino de “un cántico del Señor”, de los que se realizaban en el monte Sión, en el templo, dentro de la liturgia. Es aquí cuando el dolor y la nostalgia se disparan: “¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!”.
El templo era la morada de Dios entre los hombres, allí los judíos peregrinaban para cantar al Señor y presentar su ofrenda. Pero ahora ya no quedan más que las ruinas de aquel templo y los cantores se hallan muy lejos de ellas. Los judíos deportados se sienten desolados, conscientes, además, de que la ruina de la ciudad ha llegado por su infidelidad al Señor. Por eso, aún lejos de la ciudad amada, quieren conservar su memoria: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha; que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti”.
Este Salmo nos ayuda a entender algo que los historiadores no logran explicarse. La deportación masiva de población era un recurso habitual en la política de los grandes imperios. Con esa medida se lograba disolver el espíritu nacional de un determinado reino que, de hecho, acababa desapareciendo como realidad política. La historia está llena de nombres de naciones que desaparecieron de los anales tras una derrota y la consiguiente deportación masiva. ¿Cómo es posible que Judá sobreviviera como pueblo y como nación, no solo conservando su memoria sino reavivándola? ¿Cómo es posible que un núcleo importante de judíos volviera a Jerusalén después de más de 50 años y restaurara las grandes instituciones para inscribir de nuevo a Israel en el conjunto de las naciones?
Responder a esta pregunta coincide con sorprender una vez más la experiencia del Dios vivo que marca la historia de Israel y que la hace única. Tal vez los años del destierro fueron los años en los que, de un modo más evidente, el pueblo elegido, despojado de todo, conoce al Señor como el Dios vivo, universal y único, cimentando ulteriormente su conciencia. En este camino de conocimiento juega un papel decisivo el que llamamos “segundo” Isaías o deuterosiaías (a partir del capítulo 40 del libro de Isaías), el profeta de los últimos años del exilio en Babilonia. La próxima semana tendremos la oportunidad de adentrarnos en el gran diálogo que el Señor mantiene con su pueblo a través de este profeta. ¡Te aseguro que lo que Dios dice a su pueblo no ha perdido actualidad!
Un abrazo.
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