Vivir a menos cinco

Sociedad · Gonzalo Mateos
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19 diciembre 2024
Lo que había escuchado al principio iluminaba el resto del camino de vuelta. Y me pregunto por qué. Un comentario sobre el último libro de Fernando de Haro "La foto de las siete menos cinco".

En muchas ocasiones hacemos descubrimientos de la manera más tonta: jugando. A nuestro Director Fernando de Haro se le ocurrió un día despedir su programa de radio del fin de semana describiendo una foto que le había llamado la atención de entre los periódicos. Una especie de “fotografía sonora” que los oyentes no podían ver. Le gustó y fue repitiendo. Sencilla y espontáneamente. Lo continuó haciendo cuando cambió su programa a por la tarde. Después de varias horas de programa de actualidad y entretenimiento, justo a las siete menos cinco, antes de cerrar, leía lo escrito unos minutos antes sobre una imagen de archivo que despertaba su curiosidad.

Por esas carambolas de los recortes de gasto en los edificios administrativos, el ministerio tomó la decisión de cerrar las puertas a las siete de la tarde todos los días laborales. Y así, cansado del día, terminaba mi jornada dirigiéndome al garaje para volver a casa en mi coche. Al ponerlo en marcha encendía la radio y sonaba la voz de Fernando contándome una estampa, a veces de temática dura, otras más amable. Y al embocar la calle escuchaba la línea editorial de la cadena. Y a las siete en punto, las noticias de actualidad. Por ese orden. Pero lo que había escuchado al principio iluminaba el resto del camino de vuelta. Y me pregunto por qué.

No es fácil afrontar los deberes diarios o entender la actualidad sin experimentar una reacción la mayoría de las veces irracional. Unas veces de rabia, otras de satisfacción, frecuentemente de miedo ante lo desconocido. Solemos ser reactivos. No es fácil vivir desarmado a la intemperie de los acontecimientos imprevistos. Creemos que podemos dar la batalla, pero en el fondo salimos de casa ya derrotados.

Tenemos la tentación de vivir lo cotidiano actuando instintivamente. Con un juicio dado sobre todo lo que ocurre realizado a bote pronto. Normalmente sentimental. Y generalmente equivocado. Una muralla de prejuicios construidos para evitar el impacto doloroso de enemigos y peligros en ocasiones inexistentes. Y así andamos tristes, eufóricos o asustados, y tantas veces enfadados.

Pero hay otra opción, una posibilidad de aproximación distinta a lo que ocurre. Que haya algo previo que cambie la perspectiva. Que logre, quizá por un momento, una mirada de curiosidad, de asombro. Escuchar una voz de alguien distinto de mi a través de las personas y las cosas que tengo delante. La mirada de la foto de la siete menos cinco.

Para afrontar lo que acontece es preciso primero dejarse herir por lo que se percibe. Pero no es suficiente. Hace falta luego hace pasar por uno mismo lo que entra por los sentidos. Y extrañarse de lo que se observa descubriendo que no es propio, que no lo hemos generado, y que, por tanto, que no existe un argumento previo que nos evite ser golpeados por lo que contemplamos. Hace falta una asimilación. Una emoción, una especie de vértigo ante una distancia que no puedo saltarme. Una constatación de que existe una posibilidad, una puerta abierta a lo innominado, a lo inasible de lo que de inicio experimentamos.

Como el pintor que descubre un encuadre y una luz que despliega algo sorprendente. Como el poeta cuando se detiene frente a algo que observa todos los días y lo hace eterno. Como si la realidad te estuviera esperando pidiendo a gritos contarte un secreto. El poema, esa leve exageración, necesita ser leído, sí, pero al mismo tiempo nos permite “ser leídos” por él. Un dialogo que rompe el soliloquio.

Es presenciar el aflorar de un misterio oculto tras la apariencia. Una llamada. Un desvelarse que empieza a contarte algo. Y aparecen cosas y rostros fuera de mí con una alteridad insoslayable. Solo el asombro conoce. Y de repente caigo de que yo existo. Y que existo para sorprenderme de eso que tengo delante. Y el tiempo entonces se detiene, y me acaban pitando los coches de atrás porque ya se ha puesto el semáforo en verde y no he reaccionado al instante.

Lo mismo que cuando leo una buena novela, una obra de teatro, una canción o una buena película. Me suelen dejar en silencio. Embobado. Noqueado. Porque exponen esa incógnita que hace que los objetos y los rostros se hayan vuelto de repente llamativos, novedosos, atractivos, y en cierto modo imprescindibles.

Una mirada que hace que se pueda iniciar un camino, un viaje. Y que en ese trayecto vuelvan a suceder acontecimientos, preguntas que abren otras preguntas, y la intuición de que quizá pueda encontrarse las respuestas que todos buscamos. Como ocurre con los amigos. Que cada vez que te los encuentras te descubres contento y vuelven en ti las ganas de afrontarlo todo.

Esa mirada que necesito para poder digerir las fotos de las cárceles de Damasco, la de los imputados por casos de corrupción, o la de un diputado gritando desde su escaño. La mirada que me cuestiona el presenciar a un mendigo que pide a la puerta de unos grandes almacenes, la última injusticia en mi trabajo o en mi comunidad, o la de los adolescentes sufriendo en soledad en busca de ser reconocidos.

Sin esa mirada, las noticias caen como una losa sobre una sepultura. Los acontecimientos se convierten en obstáculos, las personas en molestias, y todo lo que está delante en un impedimento. Se me hacen superfluos mi juicios razonables y cómicas mis justas explicaciones. La vida, claro que sí, necesita de la acción práctica, una praxis que permita subsistir todos los días. Pero además es preciso una poiesis, un acto creativo que nos permita darnos cuenta que todo, aunque evidente, es al mismo tiempo extraño, necesitado de ser visto a la luz de nuestra mirada de niño o de artista. Algo inútil pero necesario para hacer eficazmente experiencia de vida.

El mundo existe más allá de nosotros. Tiene su propia entidad, es “tierra de nadie”, pero a la que se nos ha concedido un derecho de acceso y de uso. Y hay una llamada a habitarla y a hacerla nuestra. En eso consiste estar vivo. Porque hacer una foto o contar una historia es afirmar que la vida tiene significado, y que la experiencia posee una forma y un sentido.

Una selección de las fotos de las siete menos cinco acaban de ser publicadas en un libro de la editorial Renacimiento. Y presentadas en el Círculo de Bellas Artes por una fotógrafa, un periodista escritor y el propio autor. Escuchándoles y releyéndolas descubro algo de lo que no me había apercibido. Que todas ellas están abiertas a mi interpretación. Algunas acaban con una frase enigmática, otras, con una agraciada afirmación, muchas con un interrogante. Un punto de fuga, una grieta. Algo que resiste a ponerles un punto y final. Siempre algo que enciende la curiosidad y que sólo puede ser desentrañada con la imaginación consciente. Una especie de haz de luz en un horizonte nublado. Una positividad. Eso era lo que me atraía y me las hacía imprescindibles al final del día.

Ahora ya no está Fernando en el programa. Y tengo otro puesto de trabajo y otro horario. Y tengo que ser yo quien escoja mis fotos y les ponga letra. Vivir a menos cinco. Y os aseguro que no me va mal, nada mal…

 


Lee también: La foto de las siete menos cinco

 


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