¿Viejo o nuevo estalinismo?

Mundo · Petr Nagibin
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10 abril 2015
El 7 de abril de 1935 la Unión Soviética rebajó el límite de edad para la aplicación de la pena de muerte a los 12 años. Sí, han leído bien: poco antes de lanzar su famoso eslogan “La vida ha mejorado, compañeros, la vida se ha vuelto más alegre”, Stalin prescribió que se pudiera condenar a muerte a niños de 12 años. Luego la vida mejoró, en su opinión.

El 7 de abril de 1935 la Unión Soviética rebajó el límite de edad para la aplicación de la pena de muerte a los 12 años. Sí, han leído bien: poco antes de lanzar su famoso eslogan “La vida ha mejorado, compañeros, la vida se ha vuelto más alegre”, Stalin prescribió que se pudiera condenar a muerte a niños de 12 años. Luego la vida mejoró, en su opinión.

No pretendo dar lecciones de historia, el problema es que el 31 de marzo de ochenta años más tarde, es decir, hace unos días, se conocieron los resultados de una investigación del Centro Levada de Moscú (el centro ruso más autorizado para el sondeo de la opinión pública), según la cual el 39% de los ciudadanos rusos tiene una opinión positiva de la figura de Stalin. Más concretamente, el 2% lo mira con admiración, el 30% con estima y el 7% restante con simpatía, mientras que solo el 20% da un juicio negativo y el 30% se muestra indiferente. Hace 15 años, los defensores de Stalin eran más o menos el mismo porcentaje, el 38%, pero sus oponentes eran el 43% y los indiferentes apenas suponían un 12%.

El cuadro se hace aún más siniestro si tenemos en cuenta que se está desarrollando una vasta campaña para equiparar el antisovietismo con la rusofobia y el antipatriotismo. Una campaña en la que todos los méritos de la victoria en la Segunda Guerra Mundial y contra el nazismo se atribuyen al propio Stalin. Es más, incluso se ha llegad a considerar cualquier denuncia de crímenes de la época soviética como una forma de rehabilitación del nazismo. Hasta existe un movimiento de “ortodoxos estalinistas”, es decir, miembros de la Iglesia ortodoxa que pretenden recuperar a Stalin. Este movimiento se ha difundido tanto y ha conseguido apoyos tan elevados que ha movilizado al metropolita Hilarión, presidente del Departamento de Relaciones Externas de la Iglesia Ortodoxa Rusa, para invitar a todos, creyentes y no creyentes, a recuperar la memoria, visitando el antiguo polígono de Butovo, en la periferia de Moscú, donde entre 1937 y 1938 fueron fusiladas al menos 20.000 personas inocentes.

Seguiríamos manteniéndonos en la superficie de lo que está sucediendo si no nos diéramos cuenta de algo aún más preocupante que, en este momento, se está difundiendo entre la opinión pública. En efecto, cada vez se tiene más la idea de que no hay alternativa a una forma de poder absoluto, y que este poder no es responsable ante la sociedad. El hecho de que los indiferentes ante un problema tan grave hayan pasado en 15 años del 12 al 30% dice mucho en este sentido. La gente se está acostumbrando a no tomar posición, a delegar esta función en el Estado, que se convierte en portavoz, representante y custodio de los valores supremos nacionales, culturales y religiosos.

En este sentido, tampoco debe pasar inadvertida la campaña de moralización y censura que están llevando a cabo las principales instituciones del país, el Estado y la propia Iglesia ortodoxa, haciéndose paladines de la moralidad pública, con intervenciones de censura cada vez más frecuentes, capilares y absolutamente fuera de lugar, como se vio hace poco en el caso de las polémicas relacionadas con la puesta en escena del Tannhäuser en Novosibirsk, cuando una representación más o menos discutible sirvió de pretexto para el estallido de una campaña de indignación masiva a nivel nacional (absolutamente ideológica y artificial, porque el espectáculo solo lo habían visto unos pocos espectadores) y para las oportunas intervenciones de “limpieza cultural” por parte del poder (sustitución de los responsables, dirigentes, etc).

El Estado defiende la moralidad, interviniendo como en tiempos de Stalin en el mundo de la cultura, y el resultado paradójico es el de un amoralismo cada vez más extendido que hace a la gente incapaz de juzgar. No es casual en este sentido, por volver a la investigación del Centro Levada, que el 57% de los encuestados sea contrario a juzgar a Stalin como un criminal de Estado, y que el 18% no se considere capaz de expresar una opinión al respecto. Absolutamente en línea con esta posición se sitúa el hecho de que el 45% de la muestra examinada afirme que las víctimas de la época estaliniana se justifican por los grandes objetivos que el régimen soviético se había prefijado y por los resultados que efectivamente se alcanzaron.

Aquí llegamos al verdadero punto neurálgico de la situación que se está generando en Rusia y que nos equivocaríamos si redujéramos a la mera cuestión de la crisis con Ucrania u Occidente. Está adquiriendo fuerza y credibilidad la idea de que la persona no es un valor absoluto, que puede haber causas, fines y valores en nombre de los cuales sacrificar vidas humanas. Aceptar esta forma de pensar es el primer paso para la construcción de un sistema totalitario, donde nos hacemos incapaces de juzgar por no saber ya distinguir el bien del mal. A partir de ahí se puede hacer de todo y justificar todo: el mal se hace banal.

Si Occidente y su opinión pública no entienden este elemento discriminante y se dejan convencer de que todo depende de los juegos de poder entre los grandes de la tierra y de una necesidad histórica abstracta, ¿no será acaso porque ellos mismos ya no son capaces de juzgar y han empezado a creer que hay cusas en nombre de las cuales se puede incluso cometer crímenes de otro modo injustificables? Más allá de una gran indignación y de belicosas declaraciones de intenciones, que quedan casi siempre en expresiones sentimentales (cuando no se convierten, aún peor, en dañinas manifestaciones de fuerza), la debilidad de Occidente ante el terrorismo o el fundamentalismo, ¿acaso no depende de esta incapacidad para juzgar como crímenes lo que, de hecho, no son otra cosa que crímenes, prescindiendo de la idea en nombre de la cual se cometan?

Partiendo de esta incapacidad para juzgar, es imposible ya moverse, quedamos prisioneros de una inercia casi suicida por temor a que la defensa de las personas reales pueda cambiarse como una voluntad de imponer las propias ideas y la propia visión del mundo, ya convencidos de que en este mundo solo existen valores abstractos y misteriosas leyes de geopolítica igualmente abstractas.

Entender más a fondo la cuestión rusa y no volver a dejarse engañar por ideas abstractas, que terminan por situar estas ideas (y tal vez algún que otro interés económico) antes que los hombres de carne y hueso, podría ayudar no poco al mismísimo Occidente.

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