Vetado el acceso a los católicos
No así en Madrid. La inocente pretensión de que una monja ilustre, Santa Maravillas de Jesús, fuese recordada por una placa en el Congreso, ha suscitado una polémica amarga y patética que nos deja alguna que otra lección. Una serie de lazos históricos y familiares avalaron la idea de recordar a esta carmelita en la sede parlamentaria. Quiso la providencia que naciera en un edificio que hoy está integrado en el complejo de la Carrera de San Jerónimo (¿habrá que cambiar el nombre a la calle?), y resulta que fueron diputados sus abuelos, su padre y su tío, y alguno de ellos llegó a ostentar la presidencia de la Cámara. Resulta además que la monja no fue una monja cualquiera. Con un temple y un empuje singulares puso en marcha una importante reforma dentro de la Orden de las carmelitas descalzas, fundó numerosos monasterios y desplegó una importante labor social. Y por si fuera poco, Juan Pablo II la canonizó en su último e inolvidable viaje a España, en 2003.
Pues con todo y con ello, aceptemos que era discutible poner o no la placa en el Congreso. Se podía argumentar que, habiendo poca tradición de este tipo de símbolos en dicha casa (sólo existen dos placas, una para Alfonso XIII y otra para Clara Campoamor), había que pensar bien quién y por qué sería el tercero. Lo que en ningún momento se podía aducir es que Maravillas no podía estar por tratarse de una monja católica, y contradecir por tanto la aconfesionalidad del Estado.
Al portavoz Alonso, antiguo compañero de pupitre de Zapatero, no podía salirle una excusa más mísera e intelectualmente raquítica. En primer lugar la sana laicidad no aconseja (como pretende el PSOE) el vacío de connotaciones religiosas en el espacio público, sino al revés, un espacio que acoja cordialmente la diversidad de identidades culturales y religiosas que han contribuido a forjar la sociedad española. Por otra parte, una placa recordando a Santa Maravillas nunca sería "un símbolo religioso", sino una memoria civil de que existió una mujer que, a través de su vocación religiosa emprendió una serie de tareas que han contribuido a plasmar el rostro de la sociedad española. Tiene gracia que el Congreso pueda recordar a un médico, a un monarca, a una sufragista o, llegado el caso, a un domador de circo, pero de ningún modo a una monja.
Con la gramática parda del ceñudo ex ministro Alonso, un católico tendría que desproveerse de su fe (como si de la piel de un lagarto se tratara) para que el venerable caserón de San Jerónimo tuviera a bien rendirle un modesto homenaje, sean cuales sean los méritos de su biografía. Y éste es el fondo del problema. Que el incontenible sectarismo de esta generación socialista es incapaz de aceptar que la fe cristiana da forma al compromiso civil de muchos ciudadanos españoles, y que resulta una violencia intolerable (desde el punto de vista moral, pero también jurídico) que se les excluya del ámbito público en cuanto tales.
No es que Santa Maravillas se haya perdido mucho con el frustrado intento de colocar su placa; es que la sociedad española, bajo la férula de estos laicistas iluminados, camina hacia la división y la exclusión, hacia un empobrecimiento espantoso. ¿Y éste es el PSOE que Bono quería refundar sobre la base del humanismo cristiano?