Vacaciones. La banalidad y el milagro

Mundo · Federico Pichetto
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26 julio 2019
La banalidad hiere profundamente el deseo que tenemos de vivir. El verano puede ser el tiempo de la banalidad y dejarnos con heridas enormes. Son banales los comentarios, los eslóganes, las contraposiciones, pero también es banal a veces el tiempo que pasamos juntos, sin contarnos nunca lo que importa, lo que de verdad llevamos en el corazón. El verano despierta la banalidad, el tiempo libre a veces la amplifica hasta convertirla en la manera normal de vivir, un modo que nos deja más cansados y más solos. El tiempo de descanso se convierte así en el tiempo de la insatisfacción, y el tiempo de las relaciones en una escenografía de ilusiones adornadas de alegría.

La banalidad hiere profundamente el deseo que tenemos de vivir. El verano puede ser el tiempo de la banalidad y dejarnos con heridas enormes. Son banales los comentarios, los eslóganes, las contraposiciones, pero también es banal a veces el tiempo que pasamos juntos, sin contarnos nunca lo que importa, lo que de verdad llevamos en el corazón. El verano despierta la banalidad, el tiempo libre a veces la amplifica hasta convertirla en la manera normal de vivir, un modo que nos deja más cansados y más solos. El tiempo de descanso se convierte así en el tiempo de la insatisfacción, y el tiempo de las relaciones en una escenografía de ilusiones adornadas de alegría.

El hombre nada puede contra la banalidad. Ni por la fuerza del amor –el otro queda demasiado distante por mucho que se acerque– ni por la fuerza del dolor –todo se olvida enseguida, sepultado por comentarios y palabras que solo intentan quitarnos ese sabor y estupor–. Por eso es un milagro encontrar en el corazón del verano un rostro, una trama de rostros que, en su incierto estar juntos, en su intento torpe de estar ahí, veteado con un poco de épica o con un velo de nostalgia, despierten la fuerza de nuestra dignidad. Dignidad de vivir y de querer vivir. Dignidad de amar y de ser amados. Dignidad de perdonar y de ser abrazados.

La dignidad es la mejor amiga del deseo. Porque un deseo sin dignidad se queda en capricho, en pretensión, instinto, obstinación. La búsqueda de un amigo, en la canícula de nuestras ciudades o en las alturas de nuestras montañas, es la búsqueda de un bien, de una consistencia, de una humanidad. El milagro no es solo que este amigo esté, que pueda ser una compañía de amigos tal que nos arranque nuestro prejuicio y nuestra suposición más allá de la muerte a la que todo parece estar condenado; el milagro es –sobre todo– permitir que ese rostro que encontramos nos cambie, que esas caras que rompen ciertas jornadas aún las podamos buscar y encontrar. El milagro es que, en el fragor de estos días tan estúpidos pero tan violentos, el corazón pueda tomar afecto a algo, los ojos puedan de nuevo empezar a ver, las manos vuelvan a ponerse a construir. No que suceda –¡la vida sucede siempre!–, no que dure –nadie puede decidir hacerlo durar–, sino que cambie. Ese es el milagro que nos arranca de la banalidad y nos devuelve, con un poco de sana ironía, al temblor del invierno. Si alguien se diera cuenta de todo esto, si alguien encontrara Algo que aunque solo por un instante le devolviera la dignidad, el pecado ya no sería traicionar, o equivocarse, o distraerse. El pecado sería seguir como si nada. Devorarlo en esos pensamientos, en esas palabras y en esos razonamientos que son tan perfectos que hacen que todo se vuelva viejo, y que todo inicio resulte banal. Ese sería el mal, ese sería –incluso en un caluroso día de julio– el final del verano.

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