Una verdad viva requiere amistad, no fórmulas

Sociedad · Federico Picchetto
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28 mayo 2021
En su “Carta sobre Dios” de 1954, Einstein excluye la existencia de un Dios personal. Para saber Quién es, no basta con asomarse al misterio insondable solo con la lógica

Sigue dando que hablar la llamada Carta sobre Dios que Albert Einstein escribió el 3 de enero de 1954 en papel de la Universidad de Princeton y que en 2018 Christie’s vendió en una subasta en Nueva York por casi tres millones de dólares. En ella, el gran físico parece esbozar muchos de los famosos aforismos con los que a lo largo de su carrera llegó a admitir en cierto modo el misterio de Dios.

La carta, dirigida al filósofo judío alemán Eric Gutkind, excluye por completo la existencia de un Dios personal, calificándola como “expresión y producto de la debilidad humana” y definiendo la Biblia como una “colección de leyendas, venerables pero bastante primitivas”.

La relación de Einstein con lo divino ha sido objeto de numerosas publicaciones y cuenta con cierta literatura incluso publicitaria. Es evidente que este no es el lugar para aclararlo de manera irrefutable, pero lo cierto es que la postura del científico, ya en vida, le costó la hostilidad ecuménica de los cristianos americanos –católicos y protestantes– y la interreligiosa de los judíos, pueblo al que Einstein pertenecía y que le dio refugio en su huida del viejo continente en los tiempos del tercer Reich.

El creyente que mueve al genio de Ulm hacia críticas punzantes es víctima de un extraño complejo que afectaría a los científicos de todos los tiempos, que viven en estrecho contacto con lo insondable y por tanto desarrollan una inevitable sensibilidad religiosa. El chileno Benjamín Labatut se encargó en un ensayo, con el emblemático título de Un verdor terrible, de mostrar cómo se complica la aventura del conocimiento justo cuando se aproxima a lo insondable, porque exige la disponibilidad del sujeto investigador para desmentir la concepción del mundo tal como se ha concebido hasta ese momento para aventurarse en una forma de comprensión totalmente nueva, hasta el punto de –con una cierta dosis de audacia– poder afirmar que la verdadera ciencia, la que nos adentra en la verdad, no es la lógica racional sino el relato, la literatura.

Esto se debe a que la lógica racional, de la que Einstein se servía a manos llenas, no contempla –paradójicamente– una de las dimensiones esenciales que el físico reconocía como propias de la realidad, es decir, su “ser en el tiempo”. La lógica no tiene tiempo. Su tarea es formalizar el conocimiento y abstraerla de cualquier temporalidad. Sin embargo, ciertas verdades fundamentales de la vida, como nos enseña la epistemología del testimonio, no llegan a nosotros mediante áridos manuales sino mediante la complejidad de una existencia llena de historias y encuentros. Aristóteles distinguía claramente entre dos formas de conocimiento: una de tipo lógico y formal, que el estagirita identificaba con el eslogan “scire per causas”, y otra de tipo vital e histórico, que se resumía en el lema “scire qua re”. El proceso de conocimiento puede proceder hasta cierto punto “per causas”, y entonces no puede dejar de admitir una suerte de deísmo impersonal y abstracto. Ningún Dios podrá situarse nunca al término de una ecuación o señalar su presencia en la aporía de un procedimiento matemático.

Por otro lado, el conocimiento mediante testimonio, en el que se apoya la fe, en el momento de evaluarla a corto plazo, presenta límites notables de credibilidad, pero en ambos casos –conocimiento por lógica o por testimonio– la dimensión temporal no suele desarrollarse lo suficiente, según un axioma inaudito para los físicos pero no para los griegos, para los cuales debo convivir con una Verdad para poderla abrazar, verificar y hacerla mía. El tiempo es lo que hace verdadero el descubrimiento, y la literatura –entendida como la historia de una Verdad en la propia vida– es el saber que mejor se adapta para explorarla y narrarla.

Por lo demás, este es el último resultado al que llegaban los estudios de Einstein: el hecho de que la especialización del saber y su división por parcelas no era la respuesta adecuada para un universo que cuanto más se complica, más interpela a la inteligencia humana completa, en todas sus dimensiones. Puede parecer banal, pero no se llega a ningún conocimiento metafísico si, en un momento dado del conocimiento físico, no se está dispuesto a dejar atrás el sendero conocido para seguir algo, para dar crédito y tiempo a alguien. Porque si bien es cierto que el conocimiento siempre es un acontecimiento, aún más cierto es que ese acontecimiento requiere que se asuma un riesgo personal para poder ser secundado y verificado. Sería muy cómodo poder descubrir la vida quedándose cómodamente en una habitación, sin enfrentarse a una realidad que nos asalta y que no se conforma con fórmulas ni principios.

La verdadera decisión ética de nuestro tiempo, así como la esencia de toda nuestra acción educativa, consiste en intentar vivir, arriesgar por aquello que razón y afecto reconocen –aunque solo sea por un instante– como una ocasión para aprender a vivir. Ese riesgo que un día lejano, en un lugar desconocido y en un tiempo insondable, será sin duda el mejor tema de conversación para entablar con Einstein y sus amigos.

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