Un verano con Cercas y Proust

Cultura · Lucas de Haro
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21 agosto 2025
Al menos un libro distinto; deseamos que, al menos uno de los que abordamos en estío, sea una lectura memorable. Cercas me ha leído y Proust ha sido bello y agudo.

Viajar, caminar, nadar, leer, ratos de verdadera conversación… cada uno tiene su lista del verano que no puede fallar. Y cuando falla, ¡ay cuando falla!, parece que no hemos descansado, que no hemos desconectado y que hemos perdido la oportunidad de ser felices en esas pocas semanas al año que planeamos durante meses.

Al menos un libro distinto; deseamos que, al menos uno de los que abordamos en estío, sea una lectura memorable; los años 21, 22 y 23 fueron excelentes: “Que el bien os acompañe” de Grossman, “Sin destino” de Imre Kertész, “La carte et le territoire” (“El mapa y el territorio”) de Houellebecq, o “Trust” (“Fortuna”) de Hernán Díaz hicieron de aquellos veranos verdaderos veranos. El año pasado, solo un entretenido “Harry Potter and the Philosopher’s Stone” fue relativamente absorbente con el tiempo libre. Así que el mes de junio de este año se presentaba con cierta tensión para no acabar con la misma sensación inacabada que la temporada anterior; parece ser que es una preocupación general ya que me escribía un amigo hace unos días que salía para Suecia y no había prestado atención a qué ropa de abrigo llevar pues la elección de lecturas para el viaje no le había dejado tiempo para programar otras cosas.

El loco de Dios en el fin del mundo” ha hecho que el verano de 2025 exceda la expectativa de los propósitos de las vacaciones. Sería inútil dedicar estas líneas a reseñarlo por muchas razones entre las que bastarían estas tres: (i) Cercas es un maestro del que no me atrevo a hablar, (ii) no hay mejor reseña que leer el libro, y (iii) como consta por escrito en un chat de whatsapp con amigos que leían “El Loco de Dios” y en el que se pedía a gritos que nadie hiciera espólier: “Un libro es una relación personal, no se puede viciar con la muy distinta relación personal que el mismo libro establece con otro hasta que no se haya acabado.” Deslizaré solo la arriesgada idea de que pareciera que el autor, con inquietudes existenciales análogas a la de Cuartango, empleara un método de aproximación a las mismas parecido al de Azurmendi en “El Abrazo”; sin embargo, su análisis y literatura son tan propios que la pieza resulta de una potencia, belleza y originalidad únicas.

Así que Cercas me ha leído, además de enseñarme este modismo propio, me ha leído tanto que le he encargado a Amazon otras obras suyas para que me sigan leyendo; mientras llegan, he tirado de la mochila que preparé en junio y disfruto “Le goût des cathédrales”, una recopilación de textos literarios sobre catedrales que confeccionó el año pasado Brigit Bontour para Mercure de France con motivo de la reapertura de Notre-Dame de París. Es una colección muy francesa, que habla exclusivamente de catedrales galas – entre las que solo se cuela la Sagrada Familia barcelonesa – con pasajes de Claudel, Rodin, Péguy, Victor Hugo, Zola, Ken Follet, Hemingway… Entre ellos aparece un relato de Proust que guerrea con los conflictos Iglesia – Estado de principios del siglo XX en Francia; el texto, que forma parte de “La Muerte de las Catedrales”, se reproduce a continuación en traducción de Luarna Ediciones.  Es realmente agudo y bello, haciendo converger en apenas una página la historia del siglo XX con la del XII; unos párrafos que maravillan aún más pensando en la Ulán Bator de Cercas del año 2023, que transmite una vibración de vida tan conocida y tan nueva que no se podía volver a imaginar.

“Supongamos por un momento que se ha extinguido el catolicismo desde hace siglos, que se han perdido las tradiciones de su culto. Sólo subsisten las catedrales, secularizadas y mudas, monumentos hoy ininteligibles de una creencia olvidada. Un día llegan unos sabios a reconstituir las ceremonias que allí se celebraban en otro tiempo, para las que se constituyeron esas catedrales y sin las que no se encontraba en ellas más que una letra muerta; cuando unos artistas, seducidos por el sueño de devolver momentáneamente la vida a esos grandes navíos que se habían callado, quieren rehacer por una hora el escenario del misterioso drama que allí se desarrollaba, en medio de los cantos y de los perfumes, emprenden, en una palabra, en cuanto a la misa y a las catedrales, lo que los felibres realizaron en cuanto al teatro de Orange y a las tragedias antiguas. Desde luego, el gobierno no dejaría de subvencionar pareja tentativa. Lo que ha hecho por unas ruinas romanas no dejaría de hacerlo por unos monumentos franceses, por esas catedrales que son la expresión más alta y más original del genio de Francia.

Así, pues, he aquí unos sabios que han sabido encontrar la significación perdida de las catedrales: las esculturas y las vidrieras recuperan su sentido, un aroma misterioso flota de nuevo en el templo, un drama sagrado se representa en él, la catedral vuelve a cantar. El gobierno subvenciona con razón, con más razón que las representaciones del teatro de Orange, de la Ópera Cómica y de la Ópera, esta resurrección de las ceremonias católicas, de tanto interés histórico, social, plástico, musical, y a la belleza de las cuales sólo Wagner se ha acercado, imitándola, en Parsifal.

Caravanas de snobs van a la ciudad santa (sea Amiens, Chartres, Bourges, Laon, Reims, Beauvais, Rúan, París), y una vez al año sienten de nuevo la emoción que antaño iban a buscar a Bayreuth y a Orange: gustar la obra de arte en el marco mismo que fue construido para ella. Desgraciadamente, aquí como en Orange, no pueden ser más que unos curiosos, unos diletantes; hagan lo que hagan, ya no habita en ellos el alma de antaño. Los artistas que han venido a ejecutar los cantos, los artistas que representan el papel de sacerdotes, pueden enterarse, penetrarse del espíritu de los textos. Pero, a pesar de todo, no podemos menos de pensar cuánto más bellas debían de ser esas fiestas cuando eran sacerdotes quienes celebraban los oficios, no para dar a los letrados una idea de aquellas ceremonias, sino porque tenían en su virtud la misma fe que los artistas que esculpieron el Juicio Final en el tímpano del porche, o pintaron la vida de los santos en la vidrieras del ábside; no podemos menos de pensar cómo la obra toda debía de hablar más alto, más preciso, cuando todo un pueblo respondía a la voz del sacerdote, se inclinaba de rodillas cuando sonaba la campanilla de la elevación, no como en estas representaciones retrospectivas, como fríos comparsas muy compuestos, sino porque también ellos, como el sacerdote, como el escultor, creían. (…)” Marcel Proust, «La Muerte de las Catedrales».

 


Lee también: Desde fuera vemos cosas que los católicos dan por sabidas

 

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