Suscitaré un profeta de entre sus hermanos
Querido Pascual,
Hace unos días una profesora me invitó a comer al Mansfield College, que tiene, como muchos de los colegios universitarios de aquí, una Iglesia imponente. Mi sorpresa fue que al llegar a la entrada del College nos dirigimos hacia ese templo. “Me querrá enseñar esta pequeña joya”, dije para mis adentros. Me equivocaba. Íbamos directamente a comer… porque el comedor ocupa toda la nave central del templo. Puedes imaginarte el típico comedor de Harry Potter dentro de una Iglesia preciosa, con unas vidrieras en las que los santos de los primeros siglos comparten protagonismo con los reformadores de la Iglesia de Inglaterra.
Este es uno de esos signos potentes de cómo la fe ha dejado de ser incidente o relevante en ciertos contextos. El lugar donde se reúne la comunidad cristiana para celebrar los sacramentos (o por lo menos la liturgia de la palabra en el ámbito protestante) acaba convertido en algo “práctico”: un comedor. Pero más allá de este hecho, que me hizo reflexionar mucho, quería partir hoy de otra cosa que me llamó la atención de Mansfield College. Me servirá para introducir un pasaje del libro de Deuteronomio en el que Moisés dice a los israelitas a quién tienen que escuchar y a quién no. Se trata del lema que se lee en su escudo (aquí todos los colegios universitarios tienen uno): Deus locutus est nobis in filio, es decir, Dios nos hablado por medio de su Hijo. Como ahora veremos, las palabras de Moisés se presentan como una profecía que culminará en el Hijo, Jesús, verdadera palabra del Padre.
Te recomiendo que leas completo el Deuteronomio, que es bastante más ameno que los libros de Números y Levítico. Se presenta como las últimas palabras que Moisés dijo a los israelitas en el desierto antes de morir. En realidad, está escrito muchos siglos después y su autor tiene ya en la cabeza la infidelidad de Israel que le llevará al exilio. De este modo, pone en boca de Moisés unas palabras dirigidas a la razón y el afecto del pueblo elegido, que debe optar por seguir al Señor, y tener, vida, o seguir a los ídolos, y sufrir sus consecuencias: “elige vida y tendrás vida, elige muerte y tendrás muerte” (cf. Dt 30,15-20).
El pasaje al que me refiero se encuentra en el capítulo 18. En él, Moisés da instrucciones al pueblo que está a punto de entrar en la tierra prometida: “Cuando entres en la tierra que va a darte el Señor, tu Dios, no aprendas a imitar las abominaciones de esas naciones; no haya entre los tuyos quien haga pasar a su hijo o su hija por el fuego; ni vaticinadores, ni astrólogos, ni agoreros, ni hechiceros, ni encantadores, ni espiritistas, ni adivinos, ni nigromantes; porque el que practica eso es abominable para el Señor” (Dt 18,9-12).
Tal vez no veas nada extraño en este pasaje. Nosotros estamos demasiados acostumbrados a considerar reprochables, o al menos ingenuas, actividades como las del agorero, el encantador o el adivino. Pero es necesario hacer un esfuerzo para trasladarnos al contexto religioso del primer milenio antes de Cristo en Mesopotamia y así entender lo que Moisés está pidiendo a su pueblo, algo que encierra una gran novedad.
En el pasaje aludido, Moisés está enumerando las prácticas religiosas que Israel encontrará en Canaán y entre los pueblos de alrededor. Empecemos por decir que la práctica de “hacer pasar a los hijos por el fuego” es objetivamente abominable. Con todo, la llevaban a cabo algunas culturas como los fenicios, y de ellos nos han quedado pruebas en sus asentamientos en el Mediterráneo. También los aztecas en la época precolombina abrían el pecho y arrancaban el corazón a algunas personas para ofrecerlo a los dioses. Son cosas que nos repugnan justamente, pero son una excepción en la dinámica religiosa de la Antigüedad.
Pero fijémonos en el resto de actividades que enumera Moisés: vaticinadores, astrólogos, agoreros, hechiceros, encantadores, espiritistas, adivinos, nigromantes. Estas personas se dedicaban a escrutar, a partir de signos visibles, lo desconocido, lo que está por suceder, la voluntad de los dioses. Dependiendo de las zonas o de las épocas, algunos escrutaban las estrellas, que con su continuo cambio en el firmamento podrían encerrar el secreto de acontecimientos en la tierra, o bien lanzaban al aire palomas o quemaban hígados de animales para, en función de la dirección que tomaban (las palomas) o de la forma que adquirían (los hígados), determinar la decisión a tomar en un cierto asunto siguiendo la voluntad divina.
En otros casos se invocaba el espíritu de algún difunto que había traspasado ya la barrera que separa nuestro mundo del más allá, implorando el consejo de quien ya conoce los designios escondidos. No faltaban los que interpretaban sueños o los que, bajo el efecto de bebidas alcohólicas o narcóticos, pronunciaban palabras sin sentido (que debían proceder de lo alto, visto que la persona estaba fuera de sí) que luego eran interpretadas por un profesional.
¡Esta es una dinámica profundamente religiosa! Debo confesarte que a mí me llena de ternura. Yo he estado unos cuántos años, y de una forma muy dramática, intentando penetrar el significado de las cosas, anhelando salvar la distancia que nos separa de la “otra orilla”. Y te aseguro que no me dedicaba a quemar higadillos, pero sí a provocar estados de ánimo en los que sentir que Dios existía o a subir y bajar escaleras atento a qué pie era el primero que llegaba al rellano: en función de ello mi vida iría por un camino u otro. Y esto es nada comparado con lo que algunos amigos me han contado que hacían…
En el fondo todos, y eso implica todas las generaciones y en todas las épocas, queremos penetrar el significado de las cosas que vivimos, de los acontecimientos que nos hieren o del futuro que nos espera. Por eso, uno de esos adivinos del listado de Moisés podría levantarse para preguntar justamente al legislador: “Pero, ¿cómo?, ¿estás intentando frenar la dinámica religiosa? ¿Cómo puedes pretender que el ser humano deje de penetrar en lo escondido? ¡Es su vocación!”.
La respuesta de Moisés no se hace esperar: “El Señor, tu Dios, te suscitará de entre los tuyos, de entre tus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharéis. Es lo que pediste al Señor, tu Dios, en el Horeb el día de la asamblea: «No quiero volver a escuchar la voz del Señor mi Dios, ni quiero ver más ese gran fuego, para no morir». El Señor me respondió: «Está bien lo que han dicho. Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá todo lo que yo le mande»” (Dt 18,15-18).
Sería inhumano frenar la creatividad religiosa a través de sus múltiples formas si no fuera porque Dios mismo suscita personas, “profetas”, que transmiten la verdadera palabra de Dios. Entonces sí. Cambia el método religioso: ya no se trata de escrutar las estrellas, el vuelo de las palomas o las formas que adquieren los higadillos al fuego, sino de escuchar a una persona que Dios ha señalado en medio de los hombres. Este es el método que Israel ha seguido a lo largo del Antiguo Testamento y que culmina cuando Dios envía entre los hombres al profeta por antonomasia, al que es la misma Palabra de Dios: Jesús. De hecho, Deus locutus est nobis in filio.
Es conmovedor pensar que toda la búsqueda de la humanidad, con toda su creatividad, culmina en aquella tarde en la que Juan y Andrés encontraron y empezaron a seguir a Jesús. ¡Qué sencillo y a la vez cómo desafía nuestra libertad! Mucho más sencillo que escrutar las estrellas… pero pone en juego toda nuestra vida. Tú y yo lo sabemos, porque hemos pasado de caminar a tientas a correr en campo abierto en una aventura apasionante.
Un abrazo.
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