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Reparar lo que se ha roto

Mundo · Elena Santa María
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10 julio 2019
Cuando las elecciones parecen cada vez más lejanas, estamos asistiendo a un penoso espectáculo de “pactos”. Pero, “¿quién pacta con el enemigo?”, se lo pregunta Fernando Vallespín en El País. “Este es el residuo que ha dejado tras de sí la nueva ola populista, que ha contagiado a los demás partidos su visión schmittiana de la política y la glorificación del enfrentamiento existencial. La polarización sataniza a los adversarios e inmuniza, en consecuencia, frente al entendimiento. Las palabras, los relatos, importan. Son actos performativos. No es fácil pactar con alguien al que previamente has calificado de felón. Y esto hace que se cree una burbuja en el precio de los escaños si se busca la transversalidad”, añade.

Cuando las elecciones parecen cada vez más lejanas, estamos asistiendo a un penoso espectáculo de “pactos”. Pero, “¿quién pacta con el enemigo?”, se lo pregunta Fernando Vallespín en El País. “Este es el residuo que ha dejado tras de sí la nueva ola populista, que ha contagiado a los demás partidos su visión schmittiana de la política y la glorificación del enfrentamiento existencial. La polarización sataniza a los adversarios e inmuniza, en consecuencia, frente al entendimiento. Las palabras, los relatos, importan. Son actos performativos. No es fácil pactar con alguien al que previamente has calificado de felón. Y esto hace que se cree una burbuja en el precio de los escaños si se busca la transversalidad”, añade.

Pero en este contexto, Manuel Valls y Nicolás Redondo Terreros creen que tenemos una gran oportunidad. “Hoy en sucesivas elecciones, los ciudadanos españoles han abierto la posibilidad de volver a esa política de entendimiento en las grandes cuestiones que nos afectan, y rechazarla sería una gravísima frivolidad, sólo entendida por el triunfo entre nuestros políticos del egoísmo tribal sobre los intereses generales. Tal vez iría mejor a todos los españoles si nuestros representantes pusieran más interés en imitar a sus antecesores que en nombrarlos, muchas veces exclusivamente para tapar alguna vergüenza”.

¿Son esas grandes cuestiones comunes? ¿Qué es lo que nos afecta? “Estoy bien, tranquila, normal, y entonces una mala noticia, la enfermedad de un amigo o una reprimenda de mi jefe hacen que me hunda, que me sienta pequeña y llena de angustia”. Son las palabras de una lectora que reproduce Rosa Montero en El País Semanal. Montero entiende bien la sensación. “Cuando nos muerde el miedo, no suele ser por estos motivos de sobrado peso, sino por locuritas. Miedo a quedar mal. A que no te quieran. A hacer el ridículo. Miedo a que se demuestre que no vales lo suficiente, que no sabes, que no sirves, que eres una impostora (ay, el estúpido síndrome del impostor, padecido mayoritariamente por mujeres). Miedo a que te odien, exacerbado por la ponzoña de las redes. Pero también: a que te despidan, a que tu pareja te abandone, a que tu hijo se drogue. (…) Miro hoy hacia atrás y me doy cuenta de que esos soponcios silenciosos forman parte de la vida de muchos. De que, para bastantes personas, vivir es ir cayendo de cuando en cuando en esos pozos”.

Alba Carballal, en El Norte de Castilla, da un paso más. “Santiago Alba Rico escribió una vez que un polvo rápido es muy frustrante cuando uno busca un abrazo largo, y tiene razón: frente a la acumulación y el coleccionismo de cuerpos ajenos, la verdadera apuesta radical pasa por la construcción en común, por los cuidados y por la reparación delicada de lo que se ha roto. Pero el Escorial no se levantó en un día, y hoy nos faltan horas; no ya para imaginar una vida en común, sino para crear un relato que nos permita narrarnos en plural”.

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