¿Qué podemos ofrecer a estos jóvenes `sin pasado`?
El año que acabamos de empezar es el vigésimo del tercer milenio de la era vulgar. Eso significa que ya existe una generación entera que no ha visto el siglo XX, que eran muy pequeños el día que cayeron las Torres Gemelas y que no recuerdan a ningún Juan Pablo II. Las características de esta generación, que la hacen tan distinta de las anteriores, no dependen ni de las últimas consecuencias del proceso cultural fruto del 68, ni de un problema existencial de consistencia interior que a finales de los años 80 dio en llamarse de manera oportuna “efecto Chernobyl”. Sin duda estos datos existen, pero no son tan determinantes como antes.
Ahora lo que está en crisis es el propio concepto de experiencia. De hecho, para hacer experiencia de la realidad hace falta un espacio, un tiempo y un criterio de juicio. Pero, si bien el criterio de juicio sigue siendo el mismo –la alternativa tremenda que cada uno tiene de definirlo en virtud de la moda del momento o las exigencias de bien que llevamos dentro–, el espacio y el tiempo ya no son los de hace veinte años. Cuando en el colegio me peleaba con mi amigo Gigi, para aclarar las cosas –si no quería esperar a la mañana siguiente– tenía que pedir permiso a mi madre para llamar a la otra mamá y que me pasara con mi amigo. Este proceso de “intermediarios” hacía que mi rabia se fuera transformando y la plasmaba, la hacía reposar. Hoy, para hablar con Gigi basta un Whatsapp. El tiempo de la experiencia se ha reducido casi a cero. Si hace veinte años un laboratorio de investigación de Silicon Valley hacía un descubrimiento sensacional, hasta el punto de estimular mi ingenio por querer ver cómo se trabajaba en ciertos ambientes, el camino era muy sencillo: adquirir las competencias, los medios económicos y los permisos para ir hasta allí y buscar la manera de implicarme con ellos en algún itinerario formativa. Hoy, la propia Silicon Valley, a través de sus canales sociales, me permite asistir a ciertas clases y sesiones. Solo en el año que acabamos determinar he participado por skype en una veintena de conferencias en América y, por el momento, nunca he ido a América. El espacio se ha reducido casi a cero.
Esta doble y progresiva reducción a cero del espacio y el tiempo mina la posibilidad de hacer experiencia de la realidad o, mejor dicho, cambia la manera en que uno experimenta la realidad. Ya no hace falta hacer un trabajo para que una verdad llegue a ser mía. La reducción a cero de las coordenadas espacio-temporales lleva consigo la transformación de la relación con la realidad en consumo. Todo se consume a gran velocidad y ni siquiera el criterio de juicio, aunque se aplique, llega a sedimentar.
Lo que hoy ha saltado por los aires es la posibilidad misma de hacer experiencia y verificar una hipótesis de trabajo según los cánones con que era posible al menos en los últimos siglos. De hecho, la tecnología ha revolucionado, más incluso que la radio o la televisión, nuestra manera de relacionarnos con las cosas y con nosotros mismos, acelerando esa cultura de la inmediatez y la fluidez que ya propugnaban los del 68 o los protagonistas del segundo boom económico. Hace unos días el periodista Antonio Polito decía en el Corriere della Sera que “nuestros hijos saben más que nosotros pero comprenden menos que nosotros, porque lo que saben no lo han aprendido por experiencia [tal como nosotros la entendemos tradicionalmente, ndr], y suelen rechazar la que les ofrecemos. Lo cual hace literalmente imposible el proceso crucial de la educación, que consiste en cambio precisamente en la transmisión de saberes y valores de una generación a otra”.
Polito centra el problema, pero en mi opinión no apunta hasta el fondo a la solución. Hay montones de chicos y chicas, de Pekín a Nueva York, de Lima a Jerusalén, fascinados por propuestas radicales que colman el vacío en que nosotros les hacemos vivir. El Isis, pero también la industria de la droga y la diversión, colma con propuestas extremas el hambre que todo joven siente por saber por qué está en el mundo, por entender para qué puede servir su vida en la sociedad. Esta es la cuestión: la necesidad de una propuesta radical al yo, que pueda verificar según las modalidades en las que hoy se hace experiencia de la realidad.
En este sentido, la Iglesia puede tener un papel decisivo. A diferencia de Occidente, que propone la nada y la reducción del daño como única propuesta de vida, la compañía de amigos de Cristo tiene una propuesta radical de vida, la misma que dio lugar a Occidente. Lo que falta hoy es que esa propuesta se ofrezca a la verificación de los chavales según las modalidades en que ellos hacen experiencia. Ser rehén de sus propios desacuerdos teológicos internos, o de las luchas de poder que la golpean, no permite a la Iglesia hacer lo que mejor sabe hacer desde los tiempos de Pedro: salir a pescar. No para hacer proselitismo, sino para compartir la alegría de una vida arrancada de la nada y entregada a la obra de Uno que construye el bien de cada uno y del mundo entero, para compartir la experiencia de una libertad nueva que nos libere de las muchas esclavitudes que se proponen como El Dorado de la sociedad actual.
El mejor deseo que podemos hacernos para el año que empieza es el de no quitar la mirada de esas realidades ni de esos adultos donde ya sucede esta “novedad de verificación y experiencia”. Solo así podremos volver a mirar las cosas de todos los días libres de la queja y llenos de curiosidad por ver lo que el Misterio de Dios realiza. Seguros de que la fe, y me atrevería a decir que la propia vida, todavía tienen muchas posibilidades de florecer en una época en la que, paradójicamente a causa de la fluidez que lo determina, de nuevo todo es posible. Incluso que un joven del tercer milenio vuelva a ser protagonista de su propio destino, amigo de su propia historia.