One shot

Sociedad · Luis Ruíz del Árbol
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7 marzo 2024
Los chicos llegan a los últimos años de bachillerato y a la universidad convencidos de que tienen un solo disparo, one shot, y que si no aciertan en su decisión se quedarán definitivamente fuera del carril que conduce al éxito.

La primera vez que mi brigada salió de maniobras al campo, durante el periodo de formación de las milicias universitarias, a las pocas horas de marcha se empezó a hacer evidente el diferente estado de forma física de cada uno de los alumnos, quedando algunos de mis compañeros bastante rezagados respecto del grupo principal. Entonces, el capitán de infantería de marina que las dirigía, que hasta ese momento se había mantenido en un silente segundo plano, interrumpió el ejercicio y nos reprendió muy duramente: “¡Caballeros, el ritmo lo marcan siempre los más lentos!” Habíamos cometido casi seguro otros errores tácticos y de ejecución de bulto, pero lo que mereció el severo reproche de nuestro oficial fue que, los que estábamos en mejor forma, no nos hubiéramos hecho cargo ni puesto al servicio de la necesidad de los camaradas que lo estaban pasando mal.

A Margaret Mead, famosa antropóloga estadounidense de mediados del siglo XX, una vez le preguntaron cuál fue el primer indicio de civilización en la especie humana y, ante la sorpresa del auditorio, que esperaba que indicara algún avance técnico, Margaret Mead respondió: «un fémur fracturado y curado». Mead explicó que el herido había recibido cuidados de un semejante ya que él solo, por sí mismo, no lo habría podido hacer; por el contrario, en la vida salvaje, un animal que sufriera ese accidente no sería capaz de moverse para procurarse comida o huir de los peligros que le acecharan, y por eso está irremisiblemente condenado a sufrir las consecuencias de la inexorable ley del más fuerte. Ningún animal con una extremidad inferior rota sobrevive el tiempo suficiente para que el hueso se suelde por sí sólo. De modo que un fémur fracturado y que se curó evidencia que alguien se quedó con quien se lo rompió, y que le vendó e inmovilizó la fractura. Es decir, que lo cuidó. Cuidar, atender y ayudar al otro que está en dificultades es el inicio de la cultura.

¿Qué sucedería en una sociedad en la que la promoción del cuidado al necesitado fuera desplazada como valor supremo y sustituida en su lugar por la exaltación del éxito de los más capaces? Esta pregunta se aventura a responderla la peculiar distopía que es The Architect (La Arquitecta, 2023; en España, disponible en Filmin), miniserie noruega de cuatro episodios, que ganó el premio a la mejor serie de televisión del año en el Festival de Berlín. La serie cuenta la historia de Julie, una joven de 30 años que no tiene dinero suficiente para acceder a un piso donde vivir en la ciudad; tiene todavía deudas con el Banco por sus estudios universitarios de arquitectura, por lo que el Banco le ha rechazado una solicitud de préstamo y se ve obligada a alquilar una plaza de garaje en un parking abandonado para poder pasar la noche. Para prosperar en el despacho de arquitectos donde, años después de acabar sus estudios, aún trabaja de becaria, y así ser calificada como apta para recibir el préstamo del Banco, idea un plan con su exnovio, recién nombrado socio del estudio, para desarrollar un proyecto inmobiliario en el parking donde vive, convirtiéndolo en una mega-comunidad de viviendas de cuatro metros cuadrados, aunque sea a costa de desahuciar a sus desclasados vecinos y llevarse por delante la propia carrera profesional y vida familiar de su ex.

Foto: Film Affinity

The Architect muestra un mundo afectivamente árido, incluso hostil, en el que la única forma de poder sacar adelante un proyecto personal o familiar pasa necesariamente a través del éxito profesional, en cuya dinámica todos los que están alrededor son potenciales competidores o meros figurantes de los que prescindir si llegaran a convertirse en un estorbo o un obstáculo en la obtención de las metas fijadas. La precariedad laboral, la extrema dificultad para encontrar una vivienda digna, la disolución de los lazos familiares y comunitarios, el omnímodo poder de las entidades financieras a través del filtro que monopolizan para conceder préstamos… esa distopía noruega no me parece ni tan distópica ni tan lejana a la experiencia cotidiana que todos tenemos de la vida social y laboral, dominada por el miedo a quedarnos fuera del circuito, a ser expulsados de la cinta transportadora del éxito que abre las puertas a una vida buena.

Todos vivimos de facto en una especie de estado de nihilismo “respetable”, más aún, “decente”, en el que la visión que tenemos del futuro que les espera a nuestros hijos es, sin poner paños calientes, sencillamente desoladora. La terrible conciencia de la precariedad nos lleva a introducir a los niños en una alocada carrera para adquirir durante la edad escolar ventajas competitivas respecto de sus compañeros. La cada vez más extendida mentalidad de que es necesario segregar las clases en diferentes grupos según las capacidades de los alumnos, o establecer cualquier forma de enseñanza a dos velocidades dentro de la misma escuela, ya no con miras a atender las carencias específicas de los rezagados, sino a no ralentizar el ritmo de aprendizaje de los aventajados, expresa una ansiedad de fondo que, de forma inconsciente, estamos contagiando a nuestros hijos. Todo el discurso ético-motivacional con el que los abrumamos no es más que una coartada farisaica para encubrir el mensaje que realmente les estamos transmitiendo: el mundo es un lugar hostil.

Así, los chicos llegan a los últimos años de bachillerato y a la universidad convencidos de que tienen un solo disparo, one shot, y que si no aciertan en su decisión se quedarán definitivamente fuera del carril que conduce al éxito. Esta mentalidad del one shot, hermana gemela de la cultura del disclaimer, es el criterio de juicio con el que los jóvenes abordan su entrada en el mundo adulto. Éste ya no se percibe como un espacio virgen que descubrir y conquistar, lleno de posibilidades y promesas, sino cada vez más como un campo de minas en el que un paso en falso te expulsa del juego. Game over. Las consecuencias de esta ansiedad en el mundo de la empresa son de sobra conocidas: burn outs cada año más tempranos (el fenómeno de la “Gran Renuncia” en la USA post-COVID19 no es un caso aislado), desapego radical con los intereses y objetivos de la empresa, búsqueda compulsiva de más largos periodos de ocio en relación negativa con el tiempo de trabajo… y en el anverso están los “triunfadores”, adeptos de la religión meritocrática cuyos efectos disolventes de la vida social tan bien ha descrito Michael Sandel en su interesante ensayo La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común? (2020).

¿De qué le sirve al hombre ganar al mundo si se pierde a sí mismo? Mi capitán de las milicias universitarias no abordó el problema de la disparidad de ritmos entre sus alumnos creando dos grupos, uno para los triunfadores y otro para los losers; nos enseñó que el talento es un don que solo se lleva a plenitud si se pone al servicio de los demás, que sin una tensión moral por cuidarnos los unos a los otros la unidad misma carece de futuro. Ralentizar el ritmo y llegar a detenerse para atender y cuidar a los que peor están no solo no es un estorbo, es la única forma de dar un horizonte de sentido a las habilidades y capacidades recibidas, sin el cual éstas terminan volviéndose contra uno mismo. Promover la consecución del éxito personal prescindiendo de la conciencia del don y la dinámica de la interdependencia, favorece la generación de personalidades psicópatas y narcisistas, que en el mejor de los casos estarán abocados a terminar como Julie, la joven protagonista de The Architect: asqueada, muerta de miedo, sola en su anhelada y preciosa jaula de oro… propiedad del Banco.

 

Luis Ruíz del Árbol es autor del libro «Lo que todavía vive«


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