Mayor responsabilidad social le haría bien a las finanzas públicas
Aun cuando un aumento en los impuestos es siempre impopular, la propuesta del Gobierno federal pretendía hacer frente a la disminución en los ingresos fiscales petroleros, debida al menor precio internacional y una menor producción doméstica del hidrocarburo, y de los no petroleros, derivada de la recesión. Es evidente que un gobierno no puede gastar más de los recursos que tiene. La caída en la recaudación que se debe a una menor actividad económica en el país es transitoria, mientras que la dependencia de los ingresos petroleros ha sido una debilidad constante de nuestras finanzas públicas, como es evidente en esta coyuntura. Es necesario darse cuenta de que, a pesar del coste político inmediato, no se puede aventar el problema hacia el futuro indefinidamente. Aun si se recurre a un aumento temporal de la deuda, como el que se proponía originalmente y que fue incluso ampliado por los legisladores, es evidente que se requiere de una fuente estable de ingresos futuros para pagarla. Por esto, el IVA generalizado que se proponía era un paso importante, que no se logra dar con el aumento marginal en la tasa vigente, para fortalecer los ingresos públicos en el mediano plazo. Aunque una recesión como la actual no es quizá el mejor momento para instrumentalizarla, es necesario privilegiar en el futuro impuestos que, como éste, amplíen la base, tengan bajas posibilidades de evasión y bajo coste de recaudación.
Sin embargo, más allá de la mera urgencia de aumentar los ingresos tributarios porque no hay con qué pagar, es necesario plantear esta discusión en una perspectiva más amplia. Cada peso que el Gobierno se gasta hoy es un peso que le quita a la sociedad ahora o en el futuro, no sólo mediante mayores impuestos para financiar gasto corriente hoy o pagar la deuda mañana, sino desplazando la actividad que la sociedad realiza o puede realizar. Por ello, es necesario preguntarse si el Gobierno usa cada peso que nos quita de la mejor manera, si lo destina principalmente a bienes y servicios que la sociedad por sí sola no sería capaz de proveer adecuadamente.
En este contexto, el principio de subsidiaridad, por el cual el Estado debe permitir y favorecer la iniciativa de la sociedad ahí donde los grupos que la integran son capaces de responder, toma una relevancia muy concreta. Un Estado que pretende sustituir a la sociedad en la solución de todas sus necesidades es uno que requiere de un gasto cada vez más grande. Por esto, no es casualidad que en nuestro país el apogeo de esta visión estatalista haya llevado a las grandes crisis de los años 70 y 80, fruto de un manejo irresponsable de las finanzas públicas. Hoy en día sabemos que la disciplina de los mercados internacionales es implacable. Sin embargo, queda todavía por aprender que una mayor participación de la sociedad mediante obras concretas es un bien para todos nosotros y también para el Estado. Queda también por aprender, en un país como el nuestro, en el que amplios sectores de la población evaden impuestos, que no podemos esperar a que los problemas se resuelvan sin que nos toquen el bolsillo.
Desde el principio del debate, el presidente Calderón presentó su propuesta como indispensable para continuar gastando en los más pobres. Sin negar la importancia de la función redistributiva del Gobierno, es necesario darnos cuenta de que el desarrollo parte de la persona que toma la iniciativa y se asocia con otros que comparten sus ideales, deseos y necesidades para responder. Por ello, gastar más en los pobres no es suficiente si no empezamos a fomentar este protagonismo social y a darle mayor espacio en ámbitos clave como la educación, la salud y la empresa.