Más humanidad frente al imperio de la norma
Recibir ayuda para hacer una lectura de nuestro tiempo desde perspectivas nuevas siempre es algo interesante. En este sentido, nos llega una contribución interesante en el nuevo libro de Olivier Roy, profesor del Instituto Universitario Europeo de Florencia, politólogo y estudioso de las culturas. Se titula L’aplatissement du monde. La crise de la culture et l’empire des normes (El aplanamiento del mundo. La crisis cultural y el imperio de la norma, ndt.) y afirma, sintéticamente, que lo que estamos viviendo no es un cambio cultural, como ha sucedido tantas veces en el pasado (caída del Imperio romano, Revolución francesa), sino que, por primera vez en la historia, nos enfrentamos a una auténtica crisis cultural de la que no parece nada fácil salir. Al quedar reducido ese terreno común que tradicionalmente ofrece la cultura y que supone un mundo de contextos implícitos, para que puedan convivir sensibilidades distintas ya no se puede dejar nada implícito, hay que explicitarlo todo, recurrir a múltiples reglas, establecer cierta conformidad en las prácticas, lo que acaba suponiendo un peso en la vida.
Los ejemplos son innumerables: una preocupación obsesiva por usar los pronombres femeninos y masculinos, el uso de emoticonos para aclarar el sentido de nuestras afirmaciones (como “estoy bromeando”), prestar atención a no ofender ni ironizar demasiado, y en general el miedo a herir la sensibilidad de alguien. Además, en el ámbito de la comunicación y la investigación, cuando el latín era la lengua universal era portadora de una cultura, pero hoy el inglés ya no va unido a una cultura en concreto. Todos sus interlocutores hablan un idioma pobre (un inglés de 1.500 palabras). Es decir, nos encontramos ante una deculturación de la comunicación. De ahí lo del “aplanamiento del mundo” que da título al libro.
Roy se pregunta cómo hacer cultura hoy, cómo reconstruir un vínculo social que se apoye en un imaginario compartido, cómo recuperar una dimensión colectiva. Un conformismo en las prácticas no basta, sin duda. Él identifica el origen de esta postura en una visión optimista del individuo, con deseos pero sin vínculos estables después del ’68. En su base están el neoliberalismo de la globalización (Friedman ya hablaba de “aplanamiento”) y el mundo virtual y autorreferencial de internet. Pero los sistemas normativos y burocráticos que siguen a esta aclamada exaltación de la libertad para permitir una relación entre humanos acaban deshumanizando al individuo, tratándolo como si fuera infantil e incapaz de comprender. Lo conciben como depredador de la tierra, de los animales y de sus semejantes. ¿Cómo no quedar impactado por un contraste así entre el optimismo de las premisas y el pesimismo de las conclusiones? La utopía ha desaparecido del horizonte, sustituida por una ecología profunda que no atribuye un valor distinto ni un estatus moral a los individuos en función de la especie a la que pertenecen. Asistimos así a la desaparición imaginaria o incluso deseada de lo humano, que coincide con una crisis del humanismo.
Hoy se exaltan ciertos valores de la laicidad, pero somos incapaces de darles un contenido aparte de la seductora referencia a la tolerancia. Asumiendo una postura progresista, el neoliberalismo elude en cambio toda reflexión sobre las razones estructurales de las discriminaciones, empezando por las raciales, lo que atribuye al racismo, al machismo y a la discriminación en general una culpa moral cuyas causas serían los pensamientos malvados o las pulsiones individuales.
Además, la autonomía de la sexualidad respecto de la cultura comporta una brutalización en las relaciones entre los sexos, la crisis de la galantería en nombre del igualitarismo. Cuando se pierde un cierto código cultural de la sexualidad, hay que sustituirlo por otro nuevo, esta vez explícito. El emoji japonés expresa literalmente una emoción plana, no interpretable, no comprensible de manera ambigua, ¿pero eso es acaso una emoción? La incomprensión de lo implícito, la precisión obsesiva por el uso de los términos, la conformidad entre las palabras y las cosas hacen que parezca que los autistas sean los más aptos para dominar esta técnica comunicativa. Se espera que el ser humano lo diga todo y públicamente. Pero en lo no dicho, en lo inefable, radica sin embargo el corazón del concepto de humanidad.
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En su conjunto, este ensayo de Roy es vivaz y crítico y, al contrario de la denuncia antimoderna del individualismo, se preocupa por la facilidad con que se acepta la extensión del dominio de la norma. Pero se podría decir que darse cuenta de estos límites significa en cierta medida estar ya fuera de ellos. Se podría decir que, más que proponer otras reglas para defenderse de la violencia, aunque solo sea verbal, o invocar un imposible regreso al pasado, habría que reforzar el sentido de la propia humanidad, reconstruir gradualmente una cultura partiendo de un trabajo de restitución de uno mismo.
Para ello es necesario tener buenas relaciones con los demás. En internet solo se encuentran personas que se parecen y que participan de nuestra misma identidad. En la vida de verdad nos encontramos con personas que no se nos parecen. Hace falta querer salir de la burbuja de lo virtual y recrear el vínculo social. Las comunidades plurales, no unificadas por una identidad común o por una cierta sensibilidad sino por factores mucho más sólidos, porque tienden a una dimensión humana común a todos, haciéndonos sentir en casa en el mundo entero, son lo esencial, más aún que antes. Arraigados en ellas, tal vez hasta podremos ironizar con una leve sonrisa sobre ciertos aspectos de nuestro tiempo.
Artículo publicado en ilsussidiario.net
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