Más allá de la España tribal

España · Víctor Pérez Díaz
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2 junio 2016
El sociólogo Víctor Pérez Díaz acaba de publicar las conclusiones de una conversación entre intelectuales, periodistas y líderes del Tercer Sector sobre la calidad del debate público en España que tuvo lugar hace unos meses en la Fundación Rafael del Pino. Las conclusiones son claras: el adversario político es, a menudo, considerado enemigo y tiene ideas a las que no hay que prestarle atención. Páginas Digital publica, por su interés, un resumen del texto.

El sociólogo Víctor Pérez Díaz acaba de publicar las conclusiones de una conversación entre intelectuales, periodistas y líderes del Tercer Sector sobre la calidad del debate público en España que tuvo lugar hace unos meses en la Fundación Rafael del Pino. Las conclusiones son claras: el adversario político es, a menudo, considerado enemigo y tiene ideas a las que no hay que prestarle atención. Páginas Digital publica, por su interés, un resumen del texto.

En el debate público español hay excesiva presencia de estilos de discusión, en especial de los políticos, con planteamientos, por así decirlo, cainitas o a la búsqueda de chivos expiatorios cuyo sacrificio resolvería (mágicamente) los problemas.

También sufrimos un exceso de planteamientos tribalistas, que implicarían no la confrontación de argumentos, sino de bandos, por ejemplo, de “las izquierdas” contra “las derechas”, “los de arriba” contra “los de abajo”, “los del centro” contra los de (esta o aquella) “periferia”, “los que están a favor de la iglesia” versus “los que están en contra de la iglesia”, etcétera. En esta línea, los conceptos o las imágenes de izquierdas y derechas, por ejemplo, no serían referentes de agregados históricos complejos por interpretar (y por situar en una narrativa de mayor o menor interés) ni meramente herramientas heurísticas de las que el votante echaría mano para aclararse ante la complejidad de los asuntos públicos, sino posiciones irreconciliables y, por tanto, poco preconizadoras de una disposición a escuchar, entender, responder y, en su caso, negociar, o transigir.

Los planteamientos tribalistas llevarían, asimismo, a identificar determinadas ideas como ideas propias del adversario político, demasiadas veces entendido como enemigo (según lo cual habría, por ejemplo, ideas “de derechas” o “de izquierdas”, o “de arriba” y “abajo”, o de “centro” y “periferia”), por lo cual a priori no habría que prestarles atención o habría que alejarse de ellas para no verse “contagiado”.

Está poco extendida la denominada “confianza generalizada”, es decir, la disposición a fiarse de los demás aunque no pertenezcan a un círculo próximo (familia, vecinos, amigos, partido) y, por tanto, aunque no contemos con toda la información pertinente. Si hay un déficit de este tipo de confianza, los tratos con los “ajenos” serán más precavidos, menos abiertos, menos conducentes a la cooperación, menos basados en ponerse en el lugar del otro. Así, las conversaciones en que esos tratos se basan y que esos tratos constituyen contendrían más dosis de ocultación de información, de engaño, de tergiversación, en el supuesto de que la otra parte empleará estrategias parecidas. Obviamente, en ausencia de un caudal suficiente de confianza generalizada es mucho más difícil que los que conversan se sientan formando parte de la misma comunidad y acaben desarrollando ideas compatibles de bien común. Más que confianza generalizada, en España se daría una variedad de confianzas de ámbito limitado, circunscritas a la familia especialmente, o al círculo de amigos, y, en el caso que nos ocupa, a los miembros del grupo político (partido, o una fracción dentro de él), mediático (quizás), sindical, empresarial, etc. En el caso español, además, se trataría de un tipo de confianza más bien clientelar, de carácter secular, en el que lo fundamental, de cara al funcionamiento del debate público, sería la lealtad al patrón correspondiente, para lo cual valdría todo tipo de estrategias discursivas, no necesariamente civilizadas, incluyendo, claro está, tergiversaciones y entendimientos sui generis de los criterios de verdad.

En una sociedad así, compuesta por individuos y grupos seguros, si acaso de quienes más cerca están de ellos, es más probable que las demandas de políticas públicas adolezcan, por una parte, de un cierto particularismo, preocupándose, en primera (y casi única) instancia, por la situación propia, en previsión de que otros grupos actúen de igual modo y, por así decirlo, agoten los recursos antes de servir los intereses de los primeros, y sin consideración de los efectos de la solución de los problemas propios en el predicamento de los demás y en el funcionamiento del conjunto del sistema social. Hay una cierta perentoriedad, una cierta impaciencia a la hora de demandar soluciones a problemas tales como una crisis económica: la paciencia implicaría un predominio de visiones a largo plazo, de consideraciones de la complejidad de los asuntos, y de los intereses concurrentes (o no) de los distintos miembros de una comunidad a la que no está del todo claro quiénes pertenecen. Ese tipo de demandas se verían reforzadas por la contemplación de una clase política (y unos actores organizados) en la que escasearían la ejemplaridad de tipo altruista y de rechazo a privilegios particularistas, así como la muestra de perspectivas a largo plazo y la firma, efectiva, de acuerdos de largo recorrido.

Algunos participantes se refirieron a la ventana de oportunidad que representa la crisis económica y política actual, por lo reveladora que puede ser de algunas de las lacras de nuestro sistema político, tales como la excesiva centralidad del gobierno en la conformación de la agenda pública, el papel dudoso de los partidos políticos, un entendimiento de la democracia en el que las mayorías, simplemente, se imponen a las minorías del momento, o defectos que el sistema político comparte con nuestro sistema social y económico, como que el clientelismo lleva al empobrecimiento y a crisis profundas, y recurrentes. Se trataría de ver, desde esta perspectiva optimista, la crisis como oportunidad de un conocimiento revelador e imaginar que quizá en esta ocasión los hechos tengan la fuerza suficiente como para imponerse y atravesar la barrera de los excesos de ofuscación, enfrentamientos tribales, emocionalismo y tergiversación. Quizá las lecciones no se aprendan inmediatamente, y en el camino a corto plazo los errores todavía puedan ser mayúsculos, pero, llegado el momento, no quedaría otro remedio que aprender o aceptar sumirse en la confusión indefinidamente, hasta la próxima ventana de oportunidad.

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