Love story
Querido Pascual,
Como mucha gente, durante la pandemia tuve la ocasión de ver mucho más cine del habitual. Una de las películas que vi fue Love story, basada en una novela de Erich Segal que fue un bestseller en los Estados Unidos. La cinta está protagonizada por Ali MacGraw y Ryan O’Neal, y tras su estreno en 1970 se convirtió en una de las más taquilleras de la historia del cine. En su banda sonora destaca una canción, Where do I begin?, que seguramente te sonará. Esta película me ha vuelto a la memoria ahora al saber que forma parte del programa de orientación para los estudiantes del primer año en Harvard. No es de extrañar, visto que la película se ambienta en el Campus de la Universidad y describe la historia de amor de dos de sus estudiantes.
Me atrevo a decirte, sin temor a exagerar, que el guion de esta película palidece ante esa otra historia de amor que se narra en el Antiguo Testamento entre la esposa-Israel y el marido-Dios, y que en profetas como Oseas, Jeremías, Ezequiel e Isaías alcanza sus cimas más altas. Para que veas que no exagero, hoy nos vamos a acercar a uno de esos textos: el capítulo dieciséis de Ezequiel.
La primera cosa que sorprende es el mismo uso de la metáfora nupcial en los profetas. En otras culturas sería inconcebible que se hablara de la relación entre el dios de turno y su pueblo como una relación de amor entre un hombre y una mujer. El Dios de Israel, a través de los profetas, usa esa imagen para describir el amor que profesa… a su esposa adúltera. En efecto, las imágenes esponsales son usadas por los profetas para mostrar a Israel todo el amor que Dios ha tenido por ellos desde el inicio, concebido como un noviazgo que terminó en alianza matrimonial sobre el monte Sinaí (con la entrega de la Ley). El Señor cuidó de su pueblo como lo hace un esposo con su esposa, y sin embargo Israel empezó a alejar su corazón del primer amor… para irse con sus amantes (los ídolos y los países con los que traba alianzas de defensa).
En Oseas 2 y Jeremías 2 Dios se dirige a la esposa-Israel que le conoció en el desierto, después de la salida de Egipto. En Ezequiel 16, sin embargo, Dios se dirige a la ciudad de Jerusalén, que durante mucho tiempo no perteneció al pueblo elegido, pues, como ciudad jebusea, fue conquistada solo tardíamente por David, que la convirtió en su ciudad y en la gran capital de Judá. Ezequiel escribe desde el destierro en Babilonia, adonde llegó con la primera deportación. La ciudad de Jerusalén todavía se mantiene en pie, altiva, sin escarmentar después de haber visto cómo parte de su población tomaba la vía del exilio bajo Nabucodonosor. A ella se dirige el Señor a través del profeta Ezequiel, recordándole la gratuita historia de amor por la que Jerusalén paso de ciudad pagana a ciudad santa, elegida por Dios como morada.
“Me fue dirigida esta palabra del Señor: «Hijo de hombre, hazle conocer sus acciones detestables a Jerusalén. Di: Esto dice el Señor Dios, a Jerusalén. Por tu origen y tu nacimiento eres cananea: tu padre era amorreo y tu madre hitita. Así fue tu nacimiento: El día en que naciste, no te cortaron el cordón, no te lavaron con agua para purificarte, ni te friccionaron con sal, ni te envolvieron en pañales. Nadie se apiadó de ti ni hizo por compasión nada de todo esto, sino que por aversión te arrojaron a campo abierto el día que naciste»” (Ez 16,1-5).
Estas palabras no se podrían decir de Israel como pueblo descendiente de Abrahán, elegido desde antaño. Pero sí de Jerusalén: su origen está ligado a amorreos e hititas. Precisamente porque no pertenecía a las primeras ciudades del pueblo elegido, su “nacimiento” se describe como el de una niña pagana, que no cuenta con los cuidados de la raza elegida. Estas imágenes potentes no son solo literatura: en muchas culturas las niñas eran arrojadas al río o abandonadas en el campo al nacer porque no aseguraban mano de obra para el futuro como los niños. Así era Jerusalén en su origen. Pero el Señor decidió tener piedad de ella:
“Yo pasaba junto a ti y te vi revolviéndote en tu sangre, y te dije: Sigue viviendo, tú que yaces en tu sangre, sigue viviendo. Te hice crecer como un brote del campo. Tú creciste, te hiciste grande, llegaste a la edad del matrimonio. Tus senos se afirmaron y te brotó el vello, pero continuabas completamente desnuda. Pasé otra vez a tu lado, te vi en la edad del amor; extendí mi manto sobre ti para cubrir tu desnudez. Con juramento hice alianza contigo —oráculo del Señor Dios— y fuiste mía (Ez 16,6-8).
Este texto nos recuerda que todos los seres, también los paganos que no están bajo el cuidado de la alianza, viven por gracia de Dios, aunque sea como “brote del campo”, sin especial cultivo. Pero el Señor va más allá con Jerusalén. Decide desposarla cuando llega a la edad de los amores. En la historia de Jerusalén esto se produce con la conquista de la ciudad por parte de David. “Con juramento hice alianza contigo y fuiste mía”: empieza esta historia de amor consagrada con el matrimonio. A continuación, Dios muestra todos los bienes que esa alianza ha reportado a Jerusalén, todos los cuidados que el Señor ha tenido con ella:
“Te lavé con agua, te limpié la sangre que te cubría y te ungí con aceite. Te puse vestiduras bordadas, te calcé zapatos de cuero fino, te ceñí de lino, te revestí de seda. Te engalané con joyas: te puse pulseras en los brazos y un collar en tu cuello. Te puse un anillo en la nariz, pendientes en tus orejas y una magnífica diadema en tu cabeza. Lucías joyas de oro y plata, vestidos de lino, seda y bordado; comías flor de harina, miel y aceite; estabas cada vez más bella y llegaste a ser como una reina. Se difundió entre las naciones paganas la fama de tu belleza, perfecta con los atavíos que yo había puesto sobre ti, oráculo del Señor Dios” (Ez 16,9-14).
El lavatorio con agua y la unción con aceite describen lo que se hacía con un niño al nacer. Por fin Jerusalén recibe esos cuidados, que, además, remiten a la purificación de las costumbres paganas y a la unción por la que entra a formar parte en el pueblo elegido. Y empieza la descripción de cómo se viste a Jerusalén como a una esposa bellísima y cómo se le alimenta como a una reina. Y se llega así al esplendor de la ciudad de Jerusalén, que se alcanza en tiempos del rey Salomón, cuando la reina de Saba venía de “entre las naciones paganas” a contemplar “la fama de tu belleza”. Y aquí empieza el drama: Jerusalén olvida de dónde le viene su belleza y se engríe, se “llena de sí”:
“Pero tú, confiada en tu belleza, te prostituiste; valiéndote de tu fama, prodigaste tus favores y te entregaste a todo el que pasaba. Con tus vestidos adornaste lugares de culto con vivos colores, y en ellos te prostituías: tal cosa no había ocurrido nunca, ni volverá a ocurrir. Con las espléndidas joyas de oro y plata que te había regalado te hiciste imágenes humanas para prostituirte con ellas. Con tus vestidos bordados las recubriste y ofreciste ante ellas mi aceite y mi incienso. El pan que te había dado, la flor de harina, el aceite y la miel con que te alimentaba, los ofreciste como ofrenda agradable, oráculo del Señor” (Ez 16,15-19).
La esposa del Señor se convierte en adúltera entregándose a otros hombres (en referencia a los ídolos y a las naciones con las que traba alianzas de defensa). Como vimos la semana pasada, la actitud de Jerusalén puede calificarse de estúpida: olvida la fuente de su belleza y de sus bienes y no gana nada, más bien al contrario, con el cambio. En efecto los vestidos que el Señor le había entregado como signo de su amor los usa para adornar los altares de los ídolos… que no pueden darle ese amor. El oro y la plata de sus joyas dice de un esposo que lo da todo por ella; Jerusalén, sin embargo, los funde para hacerse imágenes… que no pueden abrazarla ni acariciarla. En lugar de agradecer la comida recibida puntualmente para sostenerla, la emplea como ofrenda a dioses paganos… que tienen boca pero no comen, ojos pero no ven, nariz pero no huelen.
La cosa no puede acabar bien… y de hecho no acaba bien. Es inevitable, Jerusalén no recapacita. El Señor anuncia a Jerusalén que la destrucción definitiva de la ciudad y la segunda y definitiva deportación de su población van a llegar. Los “amantes” en los que Jerusalén confiaba (las naciones con las que traba alianzas) se van a volver en su contra, arrasando la ciudad: “por eso voy a reunir a todos tus amantes a quienes complaciste, a todos los que amabas y a los que aborrecías. Los reuniré frente a ti de todas partes, descubriré tu desnudez delante de ellos para que te miren. Te aplicaré la sentencia de las adúlteras y de los homicidas, te entregaré a la sangre, al furor y a la rabia. Te entregaré en sus manos, derribarán tus alcobas y demolerán tus santuarios, te despojarán de tus vestidos, te arrancarán tus espléndidas joyas y te dejarán desnuda y llena de ignominia” (Ez 16,37-39).
El desastre llegó en el año 586 a.C. con la destrucción de Jerusalén y el nuevo exilio en Babilonia. Se plantea ahora un problema que afrontaremos la próxima semana. El pueblo ha sido testarudo y ha acabado en la ruina. Si Dios quiere seguir usando a este pueblo para llevar su salvación a todas las naciones, algo “nuevo” tendrá que hacer…
Hoy me he extendido demasiado, aunque merece la pena citar por extenso estos textos preciosos. Por cierto, más que la película Love story, te recomiendo la obra de teatro de Paul Claudel, El zapato de raso. Esa sí que es una obra maestra en la que se describe genialmente cómo el amor entre un hombre y una mujer se hace fecundo en el horizonte del amor a Dios. Lo comentamos cuando lo leas.
Un abrazo
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