Cartas desde la frontera / XL

Llamarada divina

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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18 septiembre 2023
Enamorarse significa dejar un flanco abierto, una especie de herida, porque echar de menos «duele», aunque sea el dolor más deseado. Es más, estamos hechos para esa herida, que rompe nuestra tendencia a la autonomía.

Querido Pascual,

 

¡Qué belleza! Este fin de semana he estado en el condado de Kerry, en la costa oeste de Irlanda. He contemplado unos paisajes que te dejan en silencio, herido por su belleza. Acantilados que combinan las diferentes tonalidades del verde de la hierba con el gris oscuro de la roca y el azul verdoso del mar, todo bajo un cielo encapotado que da a todos los colores una luz especial.

Delante de estos paisajes me sorprendía diciéndome a mí mismo: «yo pertenezco a esta belleza». Es la primera vez que lo formulo así. Es como si mi corazón fuera memoria de un paraíso originario que busca en la realidad restos de aquel universo bello. Y en estos días lo he reconocido recorriendo lo que se llama el «Ring of Kerry», el anillo que atraviesa los paisajes naturales de la península de Iveragh. Como podrás comprender, no se trata de una belleza que te puedas meter en el bolsillo y llevarte a casa. Ni siquiera en forma de fotografías y videos que te la hagan recordar. Como te dije antes, la belleza hiere, remite a la Belleza con mayúscula que es una expresión de Dios. Dicho de otro modo, ante estos paisajes uno no se queda tranquilo, «disfrutando»: en mí salta la exigencia de una relación real, íntima con esa belleza. En el fondo se trata de la exigencia de que esa Belleza se haga carne y habite entre nosotros.

Te hablo de paisajes, pero resulta evidente que lo mismo o más se podría decir del rostro de la persona amada. Me consta que tú has hecho o estás haciendo una experiencia similar con Beatriz. Es evidente que quieres estar con ella, que recorres kilómetros en ocasiones para verla, que sacas tiempo de donde no lo hay para pasar un rato con ella o que sacrificas cosas que antes eran esenciales para ir a buscarla cuando vuelve de un viaje. Y porque los momentos que estás con ella son bellos (¡y aquí podemos incluir las discusiones o los enfados!), al día siguiente quieres volver a verla.

Pero piensa por un momento y dime si no es verdad que los momentos en los que no puedes verla, en los que estás lejos y la echas de menos, son de una especial intensidad: momentos en los que sale a la luz cuánto la necesitas y cuánto la quieres. Son ocasiones en las que, precisamente porque no tienes «a mano» lo que colma tu deseo, miras más esta misteriosa naturaleza que te constituye: ¿cómo es posible que la satisfacción última de nuestra persona dependa de un tú, de alguien que anhelo y no dejo de anhelar, no solo en la distancia sino también en el abrazo más intenso? Es verdad que esta experiencia la provoca un rostro muy concreto, pero en el pasado la provocaron otros rostros e incluso, como dice la canción de Alexander 23, puedes echar de menos y no saber a quién echas de menos en realidad: «How can you miss someone you’ve never met? ‘Cause I need you now but I don´t know you yet» (¿Cómo puedes echar de menos a alguien que no has conocido? Porque te necesito ahora aunque no te conozca todavía). ¿Qué misterio es este?

Con esta experiencia en tu haber puedes entender mejor los pasajes que vamos a leer del Cantar de los Cantares. Como te expliqué en mi última carta, se trata de un poema de amor, pero con una peculiaridad: los dos amantes se pasan más de la mitad de este canto buscándose infructuosamente. Y en esa búsqueda, en ese anhelo, el deseo y el amor por el otro crecen. Pero démosle la palabra al poeta inspirado:

«[AMADA:] En mi lecho, por la noche,

buscaba al amor de mi alma;

lo buscaba, y no lo encontraba.

«Me levantaré y rondaré por la ciudad,

por las calles y las plazas,

buscaré al amor de mi alma».

Lo busqué y no lo encontré.

Me encontraron los centinelas

que hacen la ronda por la ciudad.

—«¿Habéis visto al amor de mi alma?»» (Ct 3,1-3)

La expresión «busco al amor de mi alma» define sintéticamente nuestra naturaleza. San Agustín la describía de este modo: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1). Te crecería la nariz si dijeras que la búsqueda del amor de tu alma terminó cuando Beatriz te dijo que sí. «Ya tengo novia y por fin estoy totalmente satisfecho y ha cesado esa inquietud de la espera». No te lo crees ni tú. Al día siguiente la esperabas con mayor anhelo. Las semanas y meses siguientes han hecho crecer el deseo de ella y hasta la nostalgia de ella. Tu relación con Beatriz no sigue la misma dinámica que la relación que tiene tu estómago con la comida: come y se sacia, se aquieta. En tu caso, cuanto más ves a Beatriz, más quieres estar con ella. ¿Qué misterio es este?

Volvamos a la búsqueda del amado en el Cantar:

«[AMADA:] Yo dormía, pero mi corazón velaba.

¡Un rumor…! Mi amado llama:

«Ábreme, hermana mía, amada mía,

mi paloma sin tacha;

que mi cabeza está cubierta de rocío,

mis rizos del relente de la noche».

(…)

Abrí yo misma a mi amado,

pero mi amado ya se había marchado.

¡El alma se me fue tras él!

Lo busqué y no lo encontré,

lo llamé y no me respondió.

(…)

Os conjuro, muchachas de Jerusalén,

si encontráis a mi amado,

¿qué habéis de decirle?

Que he sido herida de amor.

[CORO:] ¿Qué tiene de particular tu amado,

tú, la más bella de las mujeres?

¿Qué tiene de particular tu amado,

para que así nos conjures?» (Ct 5,2.6.8-9).

«Mi amado llama». En la experiencia del amor verdadero el punto de gravedad no está en el propio ombligo o en la necesidad afectiva que el otro debe colmar. Una experiencia amorosa verdadera está determinada por el asombro absoluto por la mera existencia del otro, que «me llama». Por eso, reducir el amor al sentimiento que provoca es perderse lo mejor, es decir, la persona que tengo delante. Es como la película «50 primeras citas», una comedia en la que el protagonista debe conquistar todos los días a la persona que ama porque todas las mañanas ella pierde la memoria de lo que sucedió el día anterior. Para ella no queda nada de la preciosa cena del día anterior: solo sentimientos que no dejan huella, que no remiten a un rostro amado.

En el Cantar el amado llama a abrir la puerta. Cuando la amada abre, «mi amado ya se había marchado». Se me quedó grabado aquella vez que me dijiste que después de un tiempo sin ver a Beatriz, cuando por fin la abrazaste ya la estabas echando de menos. ¡En el mismo abrazo! Es el misterio que el Cantar desvela: el amado siempre llama y cuando le abrimos hasta tal punto nos ligamos a él que incluso su ausencia es vivida como una forma de presencia que nos hace desear aún más. Por eso la amada usa la expresión «he sido herida de amor». Enamorarse significa dejar un flanco abierto, una especie de herida, porque echar de menos «duele», aunque sea el dolor más deseado. Es más, estamos hechos para esa herida, que rompe nuestra tendencia a la autonomía.

La pregunta del coro, «¿Qué tiene de particular tu amado?» obliga a la amada a describir a su dilecto para concluir de modo solemne en lo que es una especie de estribillo de todo el poema: «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Ct 6,3). No dice «estoy enamorada de mi chico» o «me gusta fulanito». Con la experiencia del amor se consolida en nuestra vida la vocación natural a pertenecer: «yo soy para mi amado». Es la experiencia primigenia de Eva con Adán y de Adán con Eva. Experiencia que el pecado original nubló, de modo que tendemos a rebelarnos contra la dependencia, reclamando nuestra autonomía. Y no olvides que la pertenencia al otro en la experiencia del amor, es decir, depender del amado, es el lugar en el que con más claridad se desvela nuestra dependencia natural respecto al que nos sostiene en cada instante, nuestra pertenencia al creador.

Los versos finales del Cantar constituyen una especie de declaración solemne que formula por vez primera una definición del amor:

«[AMADA:] Grábame como sello en tu corazón,

grábame como sello en tu brazo,

porque es fuerte el amor como la muerte,

es cruel la pasión como el abismo;

sus dardos son dardos de fuego,

llamaradas divinas» (Ct 8,6).

Es propio de la amada el deseo de que ella esté en el centro de la vida del amado, «grabada» en el corazón. En el fondo, tocamos el cumplimiento de nuestra vida cuando otro nos afirma radicalmente: «el mundo sería menos mundo si tú no existieras». Cuando nos lo dice la persona amada alcanzamos un punto álgido en nuestra existencia. Esa persona es el signo más potente del gran Amante de nuestra vida, el que nos ha creado, nos sostiene en cada instante en el ser y nos ha redimido. Paradójicamente entender que el amado es un signo del gran Amante me permite amarlo mejor. Si no… pobrecito, caería sobre él la pretensión de que tiene que llenar toda mi vida. Es como agarrar por el cuello a Beatriz exigiéndole que te dé… lo que en el fondo no puede darte.

Cuando por fin se define el amor, al final del Cantar, se usan dos términos que en realidad son una única palabra compuesta: «shalhebete-yah«, traducida como «llamarada divina», aunque literalmente se podría traducir como «llamarada de yah(vé)». Sólo al final del libro se menciona el nombre divino, casi como el punto último al que remite el signo. No aparece como un nombre que se «pega» desde el principio de forma artificial: es necesario hacer experiencia del amor para entrever su naturaleza divina. El amor es una llama que hiere, pero no cualquier llama: es llamarada divina, usada por Dios mismo para abrir continuamente en nosotros la necesidad que tenemos de Él.

La próxima semana cerraremos nuestro epistolario con el libro de los Salmos. ¡En dos semanas ya estaré de vuelta definitivamente!

Un abrazo

 

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