La violencia nunca es la última palabra
Cuando hace más de cien días los cristianos de dos naciones, tal vez incluso en nombre de ideales cristianos, luchan en una guerra, el martirio nos recuerda ante todo que solo hay un emperador al que obedecer, “mi Señor, rey de reyes y emperador de todas las naciones”, como decía Sperato, mártir africano del siglo II. El acto que han sufrido nuestros hermanos y hermanas de Owo llega más que cualquier palabra al corazón de todo cristiano (“cada uno oyó hablar en su propia lengua”), reiterando el anuncio de Pentecostés. Es la lengua materna capaz de ser entendida por todos los fieles de Cristo, antes que la Babel de los bandos y los intereses políticos.
El sacrificio de los mártires de Pentecostés es un anuncio dirigido a todos los hombres y mujeres, independientemente de sus creencias e ideas, que viven plegados o bandeados de alguna manera por los golpes bajos de la vida. Para los que viven con la incertidumbre de si abrirse o no al don de una nueva vida, para los que oscilan de manera inquietante en busca de un equilibrio entre afecto y trabajo, para los que sienten malestar por el peso físico y espiritual de su propia humanidad, para los que se pierden analizando su situación y buscando en vano la cuadratura del círculo del propio yo, leer la noticia de la muerte inesperada de estas personas supone una sacudida.
Los mártires recuerdan al hombre de todos los tiempos que el sentido de la vida no llega como resultado de un balance, como fruto de un análisis o como un ejercicio de cuadratura de las curvas de la existencia. El sentido llega como un amor vivo al que dan ganas de entregar la vida, una vida que se nos podría pedir de un día para otro, inesperadamente, con total libertad, de tal modo que no sería desperdiciada sino siempre donada. A ese amor vivo es a lo que remite la imagen agonística de la carta a los hebreos: “teniendo una nube tan ingente de testigos, corramos, con constancia, en la carrera que nos toca… fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús” (12,1-2). El mártir tiene una palabra que decir incluso delante del enemigo que se ensaña de manera injusta y malvada. Vuelven a saltar por los aires los peligrosos equilibrismos entre lealtad y legítima defensa, sumisión y venganza, compromiso y reivindicación, donde siempre se acaba aceptando el terreno de juego impuesto por la violencia de otros. El mártir, en cambio, deja al Espíritu el origen último de su iniciativa, él será quien disponga de su vida, llevándolo a callar o a hablar, a detener la mano y a intervenir sugiriendo una forma de actuar totalmente humana, pero sugerida en último término desde lo alto (cf. Mt 10,19-20).
El mártir reconoce en el perseguidor una ocasión para confesar su fe, una persona por la que rezar, por la que implorar la misericordia de Dios, el único que sabe escrutar en las profundidades y devolver la vida al hombre, a todo hombre. La historia del cristianismo, desde el centurión romano del evangelio de Marcos, pasando por Saulo, está plagada de “enemigos” que se vuelven amigos.
El martirio de los cristianos nigerianos habla hoy la lengua del Espíritu a los cristianos divididos, a los hombres inciertos, a los perseguidos y a los perseguidores, almas que habitan de diversos modos en cada persona, joven o madura, en estos tiempos convulsos. Nos recuerdan que es posible redescubrir ahora a Cristo como “vida de la vida” (Giussani), afecto dominante, presencia a la que tender nuestra mirada, juez misericordioso de nuestros enemigos.