La verdad bajo el velo

Mundo · Salvatore Abbruzzese
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3 julio 2014
El Tribunal Europeo de los derechos humanos ha convalidado la ley que veta en Francia el uso del velo integral. Pero lo ha hecho rechazando una serie de motivaciones formales que se habían propuesto como premisa de la propia ley.

El Tribunal Europeo de los derechos humanos ha convalidado la ley que veta en Francia el uso del velo integral. Pero lo ha hecho rechazando una serie de motivaciones formales que se habían propuesto como premisa de la propia ley. De hecho, el Tribunal reconoce la injerencia permanente realizada por el Estado francés en la vida privada y ha negado la validez de las razones aducidas por Francia, que había justificado la intervención legislativa con las exigencias de seguridad y con el principio de igualdad de género.

A pesar de estos límites, el Tribunal Europeo ha reconocido las razones por las que la ley se puede justificar y por tanto queda aprobada. Razones que residen en los efectos provocados por el hecho de llevar el rostro cubierto: las dos formas de velo integral –el burka y el niqab– que esconcen totalmente la cara en un espacio público pueden comprometer y poner en peligro la vida en común.

Además, el Tribunal, preocupado por los posibles acentos “islamófobos” del procedimiento, ha tenido mucho cuidado a la hora de precisar que el veto del velo integral no debe considerarse como la prohibición de una expresión religiosa a través de la vestimenta, sino solo del detalle que afecta al hecho de esconder el propio rostro.

Un conflicto así, entre principios de orden práctico (en este caso la prohibición a esconder la propia identidad personal) y derechos de orden expresivo (la afirmación de la propia identidad cultural, en particular la religiosa, incluso cuando esta implica, de hecho, esconder esa misma identidad personal que el primero pide en cambio mostrar) no es en absoluto banal y su constante reaparición en el debate público no hace más que confirmarlo. Este conflicto nace de la presencia, en ambas partes, de un discurso propio paralelo donde tales principios de orden práctico y derechos de orden expresivo terminan ocupando una posición instrumental, es decir, sirven para afirmar otra cosa.

De hecho, para el Estado francés, tras el problema de la seguridad pública (no esconder el propio rostro es un principio fundamental del orden público), está en juego la libertad de la mujer: el velo es símbolo de la mujer oprimida, obligada a esconderse y a no ser vista. Respecto a tal principio de segregación el Estado reivindica el derecho a restablecer los fundamentos de la igualdad democrática, reservándose así un papel ético. También para los grupos islámicos responsables del velo integral, tras la expresión religiosa se esconde otra cosa: en este caso estaría en juego un derecho de la religión a regular la vida civil mediante una reivindicación identitaria de separación neta y visible respecto a la cultura occidental, vista como el epicentro de toda deriva moral y material.

Ambos discursos paralelos resultan abusivos. Por un lado, el Estado francés, al presuponer que el velo esconde la opresión masculina sobre la mujer, se enfrenta a aquellas que declaran que no se sienten de ninguna manera oprimidas usando el velo integral sino que, al contrario, se sienten profundamente libres en ese gesto. Por otro lado, los grupos islámicos responsables del velo integral, al presuponer que la cultura occidental es la piedra angular de cualquier deriva moral, se adentran de lleno en las zonas más oscuras del islamismo anti-occidental, despertando así la desconfianza del contexto nacional en que viven y planteando seriamente el problema de la posibilidad de convivir.

Cada una de las partes empuja a la otra hacia una dimensión que les desvía de su propia esencia: el Estado francés se erige como educador, mientras que la dimensión religiosa lo hace como comunidad política. En realidad, el Estado laico no puede entrar en los méritos de la dimensión religiosa a la hora de alimentar la vida personal, del mismo modo que esta última no puede legislar sobre las normas de orden práctico que rigen la vida pública. La intrusión de una alimenta la de la otra: cuanto más la religión se desborda y se radicaliza en el ámbito de los comportamientos públicos, más reivindica el Estado principios de carácter ético bajo la apariencia del orden práctico; cuanto más entran las religiones en el ámbito de la protesta cultural, más se incrementan los llamamientos éticos del Estado laico. Y viceversa: cuanto más el Estado laico se erige en educador, tanto más las religiones se sienten atacadas en su vida interior.

Al final ni el Estado laico ni la religión particular son ya ellos mismos: ambos han cambiado su naturaleza. El primero se desvela como educador y la segunda se transforma en comunidad política. El primero se convierte en pedagogo, sale de los palacios del gobierno y de la vida social para entrar en los de la educación ética, mientras que la segunda sale de la mezquita para entrar en la plaza de las reivindicaciones identitarias.

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