La sospecha de no ser queridos

Mundo · Federico Pichetto
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8 mayo 2018
La violencia es hija de una promesa traicionada. Los informativos están llenos de sucesos que hablan de abusos sexuales extremos y crímenes atroces que nos sobrecogen uno tras otro. ¿Qué es esta ola de terror que avanza lenta pero inexorablemente entre nosotros, que enseguida volvemos a distraernos con el ruido de la política y los medios? ¿De dónde viene todo este mal que parece permear y corroer nuestra sociedad entera?

La violencia es hija de una promesa traicionada. Los informativos están llenos de sucesos que hablan de abusos sexuales extremos y crímenes atroces que nos sobrecogen uno tras otro. ¿Qué es esta ola de terror que avanza lenta pero inexorablemente entre nosotros, que enseguida volvemos a distraernos con el ruido de la política y los medios? ¿De dónde viene todo este mal que parece permear y corroer nuestra sociedad entera?

Todo nace de la soledad, de concebir al otro –la relación con el otro pero también el pensamiento del otro sobre mí– como aquel o aquella de quien lo esperamos todo. A veces nos parece que nuestra vida “funciona” porque conseguimos todo lo que queremos y los otros tienen una opinión estupenda de nosotros. Se crea así una especie de sistema mental donde mi felicidad depende de ti, tú eres quien –por obligación o por amor– puedes darme todo lo que necesito, tú eres la vida que se me ha prometido.

Martin Buber, gran filósofo hebreo del siglo XX, afirmaba que en nuestro tiempo el Tú del otro se ha reducido al Ello, fruto de un proceso de cosificación de las relaciones humanas destinada a despersonalizar a las personas y, por tanto, a considerarlas “a disposición” del capricho de turno. Por tanto, si tú me das la felicidad, si mi felicidad no existe sin ti, eso significa que en el momento en que tú traiciones la promesa que portas dejarás de tener valor y por consiguiente quedarás reducido simplemente a una cosa. Vivimos rodeados de cosas sobre las que ponemos grandes expectativas. Sobre la necesidad de que el bien exista, que el bien entre en mi vida, se instila la tentación de reducir lo que mi corazón espera a lo que mis ojos ven. Apenas el que tenemos delante deja de estimarnos, de seguir nuestro juego, en cuanto pone en discusión quiénes somos o cómo amamos, ahí, en ese preciso instante, estalla la violencia.

El nuestro es entonces un deseo encogido, un deseo que se conforma con lo que ve, un deseo que ya no es capaz de reconocer toda la amplitud y profundidad del corazón y por tanto se deja engañar por todo. La violencia no cesa por el enésimo sermón televisivo, por la enésima acción educativa o el enésimo castigo. La violencia cesa cuando vuelve a abrirse el deseo, cuando el corazón vuelve a empezar a desear cosas grandes y se da cuenta de que el que tiene delante no es lo que esperaba sino el inicio de aquello que su corazón espera realmente. Nuestra sociedad no cambiará cuando la crisis acabe, sino cuando experimente un Bien tan imponente que haga desvanecerse en la nada la sospecha más terrible que aflige al hombre de hoy, la sospecha de no ser querido.

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