Cartas desde la frontera / XX

La morada de Dios en medio de los hombres

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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6 marzo 2023
Será el mismo Señor el que edificará su morada en medio del mundo a través de la descendencia de David. Asistimos al origen de la promesa del Mesías, un hijo de David.

La semana pasada, de forma imprevista, y de un día para otro, cogí un vuelo para Florencia. Se estaba muriendo una queridísima amiga, muy joven, a la que había casado hace algo más de un año y medio, y quería acompañar a la familia. El funeral, al que asistieron más de dos mil personas, no parecía tal; todos estábamos delante del espectáculo de la fe de la familia, y aún antes de la certeza con la que la joven esposa había afrontado la enfermedad y la muerte cercana. Te aseguro, querido Pascual, que estas cosas son de otro mundo: dicen de la presencia de Dios, hecho carne, en medio del mundo, que hace posible aquello que, de otro modo, sería humanamente imposible.

El episodio que hoy vamos a comentar tiene que ver con esta presencia “física” de Dios en medio del mundo, más concretamente con sus primeras formas y con la promesa de un modo de presencia que desbordaría cualquier tipo de imaginación. En efecto, hace un par de semanas hablábamos del arca de la alianza que acompaña a Israel en su recorrido por el desierto. El arca contenía las tablas de la Ley que Dios mismo había entregado a Moisés. Cuando el pueblo entró en la tierra prometida, la tienda en la que moraba el arca (que no tenía un lugar estable) se convirtió en una especie de santuario itinerante: indicaba la morada de Dios en medio de los hombres.

Cuando David llegó a reinar sobre las doce tribus de Israel, pacificando su territorio, quiso poner fin a esa itinerancia. Se dirige entonces a Natán, el profeta que había surgido en lugar del difunto Samuel: “«Mira, yo habito en una casa de cedro, mientras el Arca de Dios habita en una tienda». Natán dijo al rey: «Ve y haz lo que desea tu corazón, pues el Señor está contigo»” (2 Sam 7,2-3). Se podría decir que el profeta abusó de su oficio, suponiendo que Dios no podía estar en contra de una iniciativa tan piadosa. Pero el Señor siempre nos sorprende: “Aquella noche vino esta palabra del Señor a Natán: «Ve y habla a mi siervo David: Así dice el Señor. ¿Tú me vas a construir una casa para morada mía? Desde el día en que hice subir de Egipto a los hijos de Israel hasta hoy, yo no he habitado en casa alguna, sino que he estado peregrinando de acá para allá, bajo una tienda como morada. Durante todo el tiempo que he peregrinado con todos los hijos de Israel, ¿acaso me dirigí a alguno de los jueces a los que encargué pastorear a mi pueblo Israel, diciéndoles: ‘Por qué no me construís una casa de cedro?’»”. (2 Sam 7,4-7).

El Señor no es uno más de los dioses del panteón, que se hacen construir un palacio o un templo. De hecho, el que hizo los cielos y la tierra, no podría ser abarcado por una construcción humana, por grande que fuera. Afortunadamente los designios del Señor desbordan nuestros proyectos, y Dios usa los deseos de David para anunciar una promesa llamada a marcar la forma sorprendente y definitiva de la presencia de Dios en el mundo. Será el mismo Señor el que edificará su morada en medio del mundo a través de la descendencia de David. Asistimos al origen de la promesa del Mesías, un hijo de David:

“El Señor te anuncia que te va a edificar una casa. En efecto, cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo suscitaré descendencia tuya después de ti. Al que salga de tus entrañas le afirmaré su reino. Será él quien construya una casa a mi nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Si obra mal, yo lo castigaré con vara y con golpes de hombres. Pero no apartaré de él mi benevolencia, como la aparté de Saúl, al que alejé de mi presencia. Tu casa y tu reino se mantendrán siempre firmes ante mí, tu trono durará para siempre” (2 Sam 7,11-16).

Como sucede en tantas ocasiones, David no entiende toda la profundidad de esta promesa. Se queda en lo más inmediato, ya de por sí imponente: el trono de Israel tendrá continuidad en el tiempo, no cesará, a través de la casa de David; su primer sucesor, Salomón, será el encargado de edificar el templo de Jerusalén. Y lo agradece: “Entonces el rey David vino a presentarse ante el Señor y dijo: «¿Quién soy yo, mi Dueño y Señor, y quién la casa de mi padre, para que me hayas engrandecido hasta tal punto? Y, por si esto fuera poco a los ojos de mi Dueño y Señor, has hecho también a la casa de tu siervo una promesa para el futuro»” (2 Sam 7,18-19).

Es verdaderamente impresionante esta dinámica por la que el Señor lleva a cabo su designio de darse a conocer al mundo entero a través de las vicisitudes de su pueblo, incluido su pecado, sus pretensiones o deseos mundanos. En efecto, Salomón, hijo de David y rey de Israel, edificará el gran templo de Jerusalén, que se convertirá en el lugar privilegiado de la presencia del Señor sobre la tierra. El templo será durante siglos meta de peregrinación para todo judío devoto y espacio para la alabanza dirigida a Dios y para los sacrificios rituales.

Sin embargo, el Señor tenía pensada otra morada diferente, no edificada por mano de hombre, una forma de presencia en el mundo que pudiera llegar a todas las naciones, superando los estrechos límites de una ley y un culto propios de un pueblo étnico, Israel. En el capítulo 10 de la carta a los Hebreos (en el Nuevo Testamento) se nos presenta a Jesús en diálogo con el Padre antes de entrar en el mundo. Se pone en boca de Jesús el Salmo 40:

“Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados. Por eso, al entrar él en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo —pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí— para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad»” (Heb 10,4-7). Ya los grandes profetas empezaron a constatar el límite del sacrificio de animales, que se realizaba en el templo, y a anunciar su superación. Nadie podía imaginar, sin embargo, que fuera un hijo de David, Jesús, el nuevo templo, la nueva y definitiva presencia de Dios en medio de los hombres. Dios no quiere sacrificios ni ofrendas, sino que prepara un cuerpo a su Hijo: el cuerpo de Jesús de Nazaret, hijo de María, legalmente de la descendencia de David por parte de José.

Poco antes de su pasión, Jesús entrará en Jerusalén aclamado con los gritos de “Hosanna al hijo de David” (Mt 21,9). A continuación, se dirige al templo para purificarlo de mercaderes y cambistas, en un signo que va más allá de una lección de moral. El fruto de la promesa hecha a David, el Mesías, y el templo construido por Salomón, su hijo, se encuentran. Está a punto de producirse la “sustitución” de una morada por la otra. En el evangelio de Juan, cuando Jesús purifica el templo, derribando las mesas de los cambistas, los judíos le preguntan: “¿Qué signos nos muestras para obrar así?”. La respuesta establece ya el paso del templo de Jerusalén al cuerpo de Jesús (muerto y resucitado) como nueva morada de Dios en el mundo: “«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús” (Jn 2,19-22).

Cuando tengas la oportunidad de peregrinar a Tierra Santa podrás acercarte al muro de las lamentaciones donde se masca la tensión entre los judíos, que desearían reconstruir el templo, y ofrecer de nuevo sacrificios a Dios, y los musulmanes, que rezan por encima del muro en las dos mezquitas que ocupan el lugar del antiguo templo destruido por los Romanos en el año 70 d.C. Es ahí mismo donde más de una vez he agradecido a Dios que haya tenido esa desbordante creatividad de utilizar la pretensión de David (edificarle una casa) para realizar una promesa (un Mesías, hijo de David) que se cumple en el cuerpo de Jesús.

Tú y yo, querido Pascual, nos hemos topado con la presencia de Dios del mismo modo que lo hicieron Juan y Andrés: a través del cuerpo de Cristo, que tras la resurrección es el cuerpo de la Iglesia. No anhelamos ningún templo humano ni ninguna dinámica de sacrificio de animales. De hecho, los discípulos de Jesús, después de la resurrección, se repartieron por medio mundo alejándose del templo de Jerusalén. La morada de Dios en medio del mundo era ya otra. De hecho, el santuario de la ciudad santa tenía los días contados: las tropas de Tito no dejarían piedra sobre piedra, como anunció Jesús.

Este tiempo de Cuaresma es una buena ocasión para caer en la cuenta de la diferencia entre lo que hacía Pedro antes de conocer a Jesús (peregrinar una vez al año a Jerusalén y ofrecer un sacrificio) y lo que hizo después de conocerle: seguirle en una relación cargada de afecto. ¡Somos afortunados!

Un abrazo

 

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