Francia y el sentido posmoderno

Mundo · Ángel Satué
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22 abril 2022
En la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas se palpa el sentir de la Nación francesa. Las primeras preferencias del ciudadano francés. En la segunda vuelta, en cambio, se piensa en términos de mal menor, algo no muy de la diosa Razón pero que coloca presidentes en el Elíseo.

El ganador fue el centrista E. Macron, con el 27,8%, de la mano de los moderados del MoDem (centro-centro, partido que interesa seguir), que son 9.784.985 votos. Le siguió M. Le Pen, de RN, con el 23,1% y 8.135.456 de votos. La izquierda radical de JL Mélenchon (LFI), fue tercera, con un 22% y 7.714.574 votos, seguida del radical E. Zemmour, con su «Reconquête», con un 7,1% y 2.485.757 de votos. La derecha gaullista, conservadora, de V. Pécresse no alcanzó el 5% (1.679.359 de votos). Los socialistas de Hidalgo se quedaron en anécdota electoral.

La crisis de los partidos tradicionales franceses es la propia que vive la república, el estado. Se trata de una crisis de identidad, que se asienta en una crisis del sistema de bienestar, desde la que se atisba el pasado con melancolía y al futuro con temor.

Se trata, la crisis que vive Francia, de la crisis del modelo que propuso con “éxito” el Mayo del 68, que se siguió con la ruptura del modelo tradicional, cuya estabilidad ahora se añora.

La Revolución Francesa se actualiza cada siglo desde 1789. En el siglo XIX fue la libertad, en el XX, la igualdad, y en el siglo XXI, se atisba la fraternidad como el reto a conseguir, algo por lo que apuesta también Francisco.

Este reto lo tiene prácticamente todo occidente ante sus ojos, pero ¿qué fraternidad ofrecen los hijos de la revolución al occidente de libre albedrío y consumo? ¿Y a los hijos de Putin, añorantes de pasados gloriosos solo presentes en libros de texto y propaganda? Es una fraternidad abstracta, porque se reparte con miedo. Miedo a la religión del inmigrante, al propio color de este, a las ideas de unas minorías, o de otras, a la propia naturaleza biológica humana. Por tanto, la fraternidad revolucionaria no es concreta, ni se aterriza a una hora ni en un lugar en concreto. Aquí es donde Francia y Europa quiebran.

Verdaderamente, se percibe en el ambiente contemporáneo una avidez por lo perdurable, por lo que no cambia, pero a la vez, que los ideales y valores de la Revolución Francesa, con la laicidad a la cabeza, la igualdad, y algún otro valor, nos han llevado por el “Panta Rei” de Heráclito, donde todo cambia, nada permanece. Se atisba a ver que las ideologías postrevolucionarias del liberalismo y el marxismo, emancipación de la tradición cristiana, han perdido la capacidad de conectar con las inquietudes de los franceses, de los europeos. No hay conexión ya con el ser trascendente del hombre y por tanto con su espíritu, pero no todo es Tik-tok, Instagram o MasterChef. Esto mismo se aprovecha por los seguidores de Parménides, donde nada es cambio, la esencia es, como la raza, la identidad, la nación, el pueblo, la clase, el trabajo…

Aparentemente libertad, igualdad, podían funcionar sin este espíritu de lo trascendente, que se llegó también a buscar en la naturaleza, pero hemos asistido en el devenir de los 200 años anteriores a la confirmación de la incapacidad del sistema surgido, de interpretar lo humano. No ya la realidad exterior. ¿Qué es lo humano?

Entonces, nos encontramos delante del hombre del siglo XXI, en particular, al francés, al europeo también, que tienen ante sí el gran reto de, en una sociedad dividida y fragmentada, mirar al origen común, compartido, y no contemplar como campo de batalla ni la cultura ni la educación, ni la religión ni la raza.

En este reto, se proponen batallas culturales como si eso tuviera algún significado. En cambio, todo partido, toda ideología, todo movimiento, todo estado que comience el camino de la batalla, terminará derrotado.

Si una virtud hemos aprendido tras estos largos años de posguerra mundial (la de 1945), es que es preciso situar a la persona en el centro, con el objetivo de ser capaces de resolver la convivencia entre minorías, en las que apenas se puede dar un sustrato en común, posibilitando la llave para identificar ese sustrato común. A día de hoy, nuestra tecnología institucional nos ofrece el estado social y democrático de derecho, en continuo diálogo con los cada vez más ausentes cuerpos intermedios que son la sangre de la comunidad política (asociaciones, fundaciones, sindicatos, confesiones, empresas…).

Simple y llanamente la crisis del sistema francés es una crisis del ciudadano que es solo individuo, si se me permite, la crisis del walkman, pues se ha visto que esa música escuchada no es solo de solistas, sino de orquestas, y esas orquestas son plurales, no son solo sinfónicas, las hay de jazz improvisado.

La ciudadanía que nace de la Revolución Francesa no es suficiente, puesto que el hombre es mucho más que únicamente ciudadano y, por tanto, mucho más que sujeto de derechos y obligaciones en el marco del Estado de derecho y del imperio de la ley. El hombre responde también a una naturaleza que va más allá de los límites del sistema parlamentario, y que éste y sus leyes han de respetar so pena de ser un sistema, como el actual, emancipado de la propia naturaleza del hombre.

¿Qué pautas puede dar un sistema así emancipado del hombre, al hombre y la mujer de hoy? Difícil responder puesto que queda demostrada la incapacidad de construir una comunidad entre sujetos y minorías, cada vez más distantes entre sí, cada vez más segmentadas por gustos y aficiones, por la tecnología big data y la inteligencia artificial.

La crisis que vive Francia es de identidad, sin duda, pero sobre todo es de comunidad y de convivencia, y sobre todo, de la imposibilidad de hacer crecer el capital social del país, partiendo de la base de las diferencias… que les unen.

Asistimos en Francia a una crisis de conectores entre minorías. También de conectores intra-minorías, pues se ha dado alas al individualismo liberal, incapaz de dar respuesta al drama humano del aborto, de la maternidad no conclusa, de la soledad, o de la visibilización de la ancianidad o de la propia muerte.

La cuestión radical, en particular, es si Francia, su entera comunidad política (sobre la que asienta su estado y sobre la que actúa el tecnopoder globalizado), puede articular una propuesta de diálogo, con la verdadera naturaleza del corazón del hombre que efectivamente tiene libertad, tiene igualdad y tiene fraternidad, caridad o amor.

En Francia, como en Europa, como en Rusia o EE.UU., encontraremos proyectos de refundación desde el populismo, desde el extremismo, desde el identitarismo de género, raza o pensamiento, desde el relativismo… Incluso desde el tradicionalismo católico u ortodoxo, y desde el historicismo de los grandes hechos históricos. Estas refundaciones podrán tener un carácter netamente laico desde, por ejemplo, la refundación cultural o la refundación de los valores de la escuela pública –particularmente en Francia–, pero está por ver si su efecto será corregir las graves deficiencias del sistema de integración de inmigrantes o el urbanismo de las grandes ciudades francesas o el medioambiente, o llanamente, expulsar inmigrantes, demoler los suburbios o negar la crisis medioambiental y antropológica.

¿Se podrá refundar la república francesa? ¿Sobre qué bases? La crisis del modelo político francés es el de la democracia representativa y es un desgaste existencial. Es un desgaste del deseo del pueblo francés, no fruto del uso o de la obsolescencia funcional institucional. Europa, Occidente, Francia, no viven ya dentro de la burbuja de optimismo que venía siendo su hábitat natural, desde la industrialización, pasando por el desarrollismo de los años 60 y 70. Una burbuja traicionera, pero en la que ahora viven inmersos los países asiáticos.

Francia vive su crisis posmoderna, y cabe preguntarse si esta crisis se extenderá, y si ejercerá algún influjo como hizo la Revolución Francesa en 1789. La sensación que queda viendo el resultado electoral de la primera vuelta, aunque gane Macron en la segunda, es que la república laica y laicista militante, encerrada en el hexágono, no ha sabido abordar la cuestión de la identidad, de la tradición y la historia de Francia, en cuanto se ha visto cuestionada por influjos para los que no había desarrollado inmunidad. El pensamiento francés está asediado, porque no ha profundizado en los elementos constituyentes del hombre como el ser espiritual, que decía Mounier. Fruto del liberalismo, se encuentra la república, bellamente enclaustrada en un fabuloso monumento, como queda ahora Notre Dame, símbolo cultural e intelectual, y no fruto del amor al buen Dios.

Lo que acontece en Francia y en Europa, acontece. Es inaplazable abordarlo, si como civilización queremos tomarnos en serio. Si queremos construir Europa, si queremos construir la democracia integral.

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