Cartas desde la frontera / XXI

Etiam peccata! (incluso el pecado)

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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13 marzo 2023
Sorprende cómo Dios hace pasar el cumplimiento de su promesa a través de los límites humanos. Etiam peccata. Incluido el pecado. El pecado más grave ante Dios, el pecado de Adán, fue el de la autonomía. Tú ya has sido abrazado.

Querido Pascual,

 

Se me han quedado grabadas las palabras que utilizabas hace unos días cuando me llamaste por teléfono: “no me soporto”. Te aseguro que no me río de ellas: yo mismo he atravesado esa experiencia y no quiero reducir el dolor que supone que uno trate mal las cosas y las personas que más quiere. Pero cuando hacías el listado de cosas que no quieres hacer y haces, o de cosas bellas que destrozas, pensaba en ese camino que cada uno tiene que recorrer (que yo he recorrido en mi propia historia) por el que se pasa de la rabia por la propia incoherencia (que nos humilla sobremanera) al dolor dentro de una relación cargada de afecto.

La rabia todavía tiene que ver con una concepción autónoma de nosotros mismos, que queremos ser perfectos (aunque esa perfección tenga que ver con deseos muy santos) y no lo conseguimos. Sin embargo, cuando en nuestra vida empezamos a estar determinados de forma consciente por una relación afectiva (sea en la experiencia del amor humano, sea en la relación con Dios hecho carne en Cristo), nuestro mal se convierte en dolor ante la persona amada. Y es aquí donde empieza una de las experiencias más paradójicas, y a la vez más bellas, de nuestra vida cristiana: nuestro mal, nuestro pecado se convierte en uno de los lugares privilegiados de experiencia del amor más verdadero, a través del perdón.

“A los que aman a Dios todo les sirve para el bien”, decía san Pablo en su carta a los Romanos (Rm 8,28). Etiam peccata! “Incluso el pecado”, añadía san Agustín, que había experimentado en sus propias carnes (después de una juventud más bien descarriada) cómo lo que uno juzga despreciable de sí mismo se convierte, en manos de Dios, en parte de una historia de amor que crece con el tiempo.

Uno de los lugares donde mejor se describe esta experiencia es en el pecado del rey David. No es que solo tuviera uno, sino que el pecado que se nos narra en los capítulos 11 y 12 del segundo libro de Samuel se ha convertido en uno de los lugares paradigmáticos del Antiguo Testamento para describir la experiencia de la que hablamos. Contiene todos los ingredientes, como veremos.

En primer lugar, la descripción del pecado. No se trata de una mentirijilla… “Una tarde David se levantó de la cama y se puso a pasear por la terraza del palacio. Desde allí divisó a una mujer que se estaba bañando, de aspecto muy hermoso. David mandó averiguar quién era aquella mujer. Y le informaron: «Es Betsabé, hija de Elián, esposa de Urías, el hitita». David envió mensajeros para que la trajeran. Llegó a su presencia y se acostó con ella, que estaba purificándose de sus reglas. Ella volvió a su casa. Quedó encinta y mandó este aviso a David: «Estoy encinta»” (2 Sam 11,2-5).

Pero la cosa no queda en un “simple” adulterio con el agravante de que la mujer ha quedado encinta. La razón por la que el adulterio era uno de los mayores delitos en Israel era porque privaba al marido de la certeza acerca de su propia descendencia. Consciente de ello, David agrava su culpa buscando que Urías, el marido que se hallaba fuera, con el ejército, vuelva a casa para acostarse con su mujer y así piense que el fruto de las entrañas de Betsabé es suyo. Llamado por el rey a Jerusalén para informar de la guerra, Urías decide dormir entre la tropa, y no en su casa, por solidaridad con los que están luchando. El segundo día David lo emborracha para ver si así acaba en el lecho matrimonial. Ni con esas. El rey cambia entonces de estrategia, mientras su pecado va creciendo:

“A la mañana siguiente David escribió una carta a Joab, que le mandó por Urías. En la carta había escrito: «Poned a Urías en primera línea, donde la batalla sea más encarnizada. Luego retiraos de su lado, para que lo hieran y muera».” (2 Sam 11,14-15). Así sucede y Urías muere. “La mujer de Urías supo que había muerto su marido, e hizo duelo por él. Cuando acabó el duelo, David envió a por ella y la recogió en su casa como esposa suya. Ella le dio un hijo. Mas lo que había hecho David desagradó al Señor” (2 Sam 11,26-27).

Hasta aquí la descripción del delito: adulterio y asesinato. Como ves, no se andaban con medias tintas. De este modo, cualquier pecado nuestro puede verse englobado en el camino que el mismo David hace y que ahora describiremos. De entrada, es importante recordar que el rey había sido descrito, antes de su unción, como un joven que amaba a Dios. No estamos delante de un déspota que dispone de cosas y personas a su gusto y no teme a Dios. Precisamente por ello, no debía estar muy tranquilo con lo que había hecho. Pero necesitó de la intervención del profeta Natán para salir de su torpor.

En efecto, el sucesor de Samuel se presentó ante el rey y le contó una historia: “Había dos hombres en una ciudad, uno rico y el otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y vacas. El pobre, en cambio, no tenía más que una cordera pequeña que había comprado. La alimentaba y la criaba con él y con sus hijos. Ella comía de su pan, bebía de su copa y reposaba en su regazo; era para él como una hija. Llegó un peregrino a casa del rico, y no quiso coger una de sus ovejas o de sus vacas y preparar el banquete para el hombre que había llegado a su casa, sino que cogió la cordera del pobre y la aderezó para el hombre que había llegado a su casa”. (2 Sam 12,1-4).

David, pensando que se trataba de un caso real que había que juzgar, entra en cólera y afirma que “el hombre que ha hecho tal cosa es reo de muerte”. Ha dictado su propia sentencia. Natán responde: “Tú eres ese hombre. Así dice el Señor, Dios de Israel: «Yo te ungí rey de Israel y te libré de la mano de Saúl. Te entregué la casa de tu señor, puse a sus mujeres en tus brazos, y te di la casa de Israel y de Judá. Y, por si fuera poco, te añadiré mucho más. ¿Por qué has despreciado la palabra del Señor, haciendo lo que le desagrada? Hiciste morir a espada a Urías el hitita, y te apropiaste de su mujer como esposa tuya, después de haberlo matado por la espada de los amonitas»” (2 Sam 12,7-9).

Llega entonces el profundo arrepentimiento (que solo es posible en un corazón en última instancia bueno, que ama a Dios) que recibe el inesperado perdón del Señor: “David respondió a Natán: «He pecado contra el Señor». Y Natán le dijo: «También el Señor ha perdonado tu pecado. No morirás. Ahora bien, por haber despreciado al Señor con esa acción, el hijo que te va a nacer morirá sin remedio»” (2 Sam 12,13-14). En el pecado lleva la penitencia, dice el refrán español. El niño nace ya enfermo y David se pasa siete días y siete noches de ayuno y en vela, hasta que su hijo muere. Con Betsabé tiene un segundo hijo que llamarán Salomón, y que será su sucesor al trono. Se trata del hijo prometido por Dios para edificar la casa de David, el mismo que, a su vez, edificará un templo al Señor. Una vez más sorprende cómo Dios hace pasar el cumplimiento de su promesa a través de los límites humanos. Etiam peccata. Incluido el pecado.

Te recomiendo que leas el Salmo 51 (50 según la numeración clásica), conocido como Miserere (por sus primeras palabras: Miserere mei Deus, “Ten misericordia de mí, oh Dios”). En su encabezamiento se nos dice que hay que leerlo como un Salmo de David “Cuando el profeta Natán lo visitó, después de haberse unido aquel a Betsabé” (Sal 50,2). La Iglesia lo pone en nuestros labios todos los viernes, día penitencial por excelencia, con ese realismo de quien conoce la masa de la que estamos hechos y nos pone delante las palabras para pedir perdón. Cuando no te “soportes”, rézalo:

“Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado (…). Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre (…). Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa” (Sal 51,3-4.7.9-11).

Es la conciencia de un pecador que se dirige a la persona que ama y ha ofendido, mendigando no solo el perdón sino también el propio cambio. Como te decía al principio: un dolor dentro de una relación afectiva y no la rabia y un nuevo propósito o estrategia para alcanzar la perfección (del que se concibe solo). En la parte final del Salmo esta conciencia llega a su culmen: “Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias” (Sal 51,18-19).

Recuerda siempre que el pecado más grave ante Dios, el pecado de Adán, fue el de la autonomía. Tú ya has sido abrazado. Llórale a quien te abraza y no cometas un pecado mayor: apartarte de él hasta ser “digno” de ese abrazo.

Un abrazo,

 

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