España, Europa y la sociedad global

Mundo · Ángel Satué
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13 septiembre 2016
Decir que España y la Unión Europea deben afrontar su pérdida de prestigio, poder e influencia internacional es abordar de manera nada sutil un problema de estado para una Europa sin estado y para una España con un estado cuestionado por sus propias regiones autónomas.

Decir que España y la Unión Europea deben afrontar su pérdida de prestigio, poder e influencia internacional es abordar de manera nada sutil un problema de estado para una Europa sin estado y para una España con un estado cuestionado por sus propias regiones autónomas.

Basta con leer algunos de los diarios internacionales más prestigiosos para que la realidad se imponga a cualquier idea o sentimiento preconcebido que tengamos. En realidad, la pérdida de prestigio internacional no es una causa con vida propia, sino que es la consecuencia de una realidad anterior. No se trata de la debilidad geopolítica de que Europa apenas represente el 7% de la población mundial, cuando a principios del siglo XX éramos el 20%, o un PIB cada vez con menor peso mundial. La causa es muy distinta, y es común para España y la Unión Europea. Hemos perdido el afecto, el interés y la voluntad de sentirnos europeos y, en el caso de España, también españoles, como proyectos de vida en común de todos. También hemos perdido el impulso de proyectarnos al futuro, dados los niveles de natalidad menguante. El caso británico y su Brexit, la pésima gestión del conflicto con Rusia en Siria (y Ucrania y Georgia), la crisis griega o el drama de los refugiados mediterráneos, son botones de muestra de una Europa sin fuelle, compuesta por unas naciones que apenas pueden respirar en un mundo globalizado.

Estas ausencias nos llevan a preguntarnos sobre las razones de que no exista compromiso ciudadano para abordar la construcción nacional española y la construcción europea sobre las bases de la persona, y sí, en cambio, proyectos más limitados y localistas, basados en el enfrentamiento de clase (revolución, populismo) o nación (nacionalismo), donde la persona es un instrumento para un fin que se dice mayor, en vez del fin último del sistema como sucede en las grandes democracias del Occidente, las democracias de la vida cotidiana y de las cosas sencillas –hasta lo de Brexit, Reino Unido era una de ellas, pero se ha dejado vencer por el racismo, la xenofofia y su inveterado aislacionismo isleño–.

La ausencia de la necesidad de interdependencia o de la noción de que somos del todo dependientes por parte de la población europea en general, y española en particular, es una cuestión tal vez algo más fundamental que la primera ausencia referida –ausencia de proyecto de vida en común–, pues se adentra en la propia realidad constitutiva de la persona.

Europa y España, y el resto de las naciones europeas, son realidades milenarias que habitan dentro del corazón y la razón del hombre europeo en la categoría más amplia de Occidente. Éste viene a ser un pegamento intelectual donde tienen cabida palabras como libertad, derechos humanos, estado de derecho (rule of law), separación de poderes, pesos y contrapesos (check and balances) y, sobre todo, el individuo como motor de la sociedad. No es la sociedad ni el colectivo el motor de los deseos aspiracionales del individuo, sino que este debe sentirse libre y comprometido para perseguir sus propios ideales. El reto es, por tanto, conjurar los riesgos de toda manipulación partidista de los anhelos del hombre y de sus deseos de mejora y bienestar, puesto que, hoy por hoy, aparecen enfrentados al del resto de europeos y españoles. Se puede decir que el miedo impera en la relación con los otros.

En los últimos años, en tales realidades hemos abandonado a su suerte el sentimiento de pertenencia. La sensación de certeza sobre la comunidad a la que pertenecemos. En el caso español, hemos perdido con el modelo autonómico la interdependencia, que se sustenta en la solidaridad y la pertenencia. Hemos puesto el acento en las “autonomías”, y no en las “comunidades”. De igual modo, Europa, que es mucho más que la Unión Europea, y muy anterior, ha renunciado a la búsqueda del qué somos, y de nuestra pertenencia, en aras de la interdependencia, pero esta ha sido únicamente económica, siendo un primer paso que nuestros padres fundadores debieron dar como imperativo moral, pero que nosotros, sus “hijos fundadores”, no hemos sabido llevar más allá, hacia el encuentro con “el otro” europeo, en un nivel cultural.

En los momentos de crisis es donde se curten los hombres. Es en las circunstancias más comprometidas, precisamente, cuando los hombres afrontan las verdades y las preguntas que acompañan al hombre desde el momento en que nace hasta el lecho de muerte. Las razones para el compromiso, que son las mismas que las razones para vivir la realidad, se ven más nítidas y claras cuanto más oscuro y áspero sea el entorno. Si estamos solos, correremos el riesgo de perdernos. En la soledad surge en cambio con fuerza una necesidad que nos constituye desde nuestro ser más profundo: reconocemos que el antídoto es una compañía, concebida como una luz que nos acompaña en el caminar, basada necesariamente en la confianza, pues no estamos hechos ni hemos sido creados para estar solos.

La construcción de España y de Europa solo cabe abordarla nuevamente desde un humanismo que sea el de hombres y mujeres libres, amantes de su comunidad. Esto se llama humanismo. Cabe reconocer un origen humanista cristiano, vivido o sociológico, en el deseo de reconciliación y concordia tanto en el proyecto español como en el europeo, y tiene la característica de que no se impone, sino que se propone como modelo de vida y de convivencia, pues es todo menos ideología.

Si miramos a Robert Schuman, Konrad Adenauer, Alcide De Gasperi y Jean Monnet, veremos hombres firmes con solo unas pocas convicciones, católicos casi todos practicantes, con una excepcional altura de miras, buscadores y vencedores de la paz, y sobre todo, creyentes. Gente, y en concreto políticos, que sabían que se necesitan razones y corazón en el proceso de construcción europeo. La posibilidad de la existencia de un orden superior es la posibilidad optimista de poder creer en el hombre, a pesar de la maldad a la que está llamado desde su lado más oscuro, acaso el más humano del corazón en contraposición a lo divino. Creer en el hombre europeo después de la contienda más espeluznante que los siglos de la humanidad hayan visto solo fue posible para ellos, sin duda, dada su condición de vivientes (así se llamaba en los primeros siglos a los cristianos), creyentes convencidos. Esa convicción les llevó a abrazar la realidad, y darse a ella, en la forma de compromiso social y político. A fin de cuentas, los católicos creemos en que el propio Dios se hizo hombre en nuestra propia historia, abrazando la dura realidad que nos toca vivir a todos. Sin duda, ellos sabían que actuaban libremente pues actuaban por amor, en la verdad, dejándose tocar por esta, y porque debían actuar de esta forma siendo correspondientes con su propia humanidad.

Siguiendo al ex presidente de la república italiana, Giorgio Napolitano, en su intervención en el Meeting de Rimini del año 2011, se podría decir que “en los padres fundadores se pudo observar cómo llevaron al compromiso político sus motivaciones espirituales, morales, sociales, su sentido del bien común, y su apego a los principios y valores de las instituciones democráticas. Su pasión, por tanto, por el hombre, en toda su dimensión”. Lo mismo se puede aplicar a nuestra España querida, de la que somos meros usufructuarios. Lo mismo también a Europa, que está aún por construir.

Ángel Satué de Córdova Minguet (1978) es abogado y director de la tertulia y think tank Sociedad Global.

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