El Viernes Santo de Kenia

Mundo · P. Kizito
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7 abril 2015
“El daño causado a los cristianos es terrible, pero el daño que nos hacen a los musulmanes también es inconmensurable”. Es la mañana del Viernes Santo y Alamin, con los ojos bajos, dolorido y mortificado, comenta así los titulares de la prensa de Nairobi sobre la matanza de Garissa: “147 muertos, 79 heridos en el ataque al campus”.

“El daño causado a los cristianos es terrible, pero el daño que nos hacen a los musulmanes también es inconmensurable”. Es la mañana del Viernes Santo y Alamin, con los ojos bajos, dolorido y mortificado, comenta así los titulares de la prensa de Nairobi sobre la matanza de Garissa: “147 muertos, 79 heridos en el ataque al campus”.

Todos los estudiantes están unidos en el dolor ante la brutal masacre. Saben que los asesinos eligieron a los cristianos para matarlos, aunque entre las víctimas no hay pocos musulmanes, algunos de ellos incluso estaban rezando en la mezquita. Saben también algo que ignoran muchos tertulianos occidentales: los estudiantes de Garissa están entre los que, si bien han obtenido el acceso a la universidad, pertenecen a las familias más pobres. En Kenia, de hecho, rige una regla según la cual los estudiantes de tercer nivel que acceden a la educación pública son enviados a estudiar en una universidad fuera de su región. Pueden indicar sus preferencias, pero Garissa, una ciudad fuera del circuito de las grandes comunicaciones, perdida en una zona semi-árida e inhóspita cerca de la frontera con Somalia, se encuentra entre los campus menos populares. Aquí acaban los estudiantes pobres y sin recomendaciones, de extracción social bien distinta de los de las prestigiosas universidades privadas de Nairobi.

Las fotos en los periódicos locales solo muestran a estudiantes heridos y en fuga, ahorrándonos misericordiosamente las imágenes de los muertos, pero las precisas descripciones de los redactores nos permiten imaginar con facilidad los cuerpos desgarrados por las balas, y evocan la carne del Cristo moribundo en la cruz, con una fisicidad y crudeza inmediatas.

Los estudiantes tampoco ahorran críticas a la élite política y social de Kenia, que vive en las super-protegidas zonas residenciales de Nairobi como si fueran satélites de otro planeta, preocupadas solo por acumular poder y riqueza. Bromean amargamente sobre su presidente, que solo unos pocos días antes había criticado al gobierno inglés por desaconsejar a sus ciudadanos visitar Kenia y ciertas zonas concretas, entre ellas Garissa y la costa. Otras bromas llenas de amargura se refieren a la corrupción, que permite a los agentes de Al Shabaab moverse sin controles efectivos por todo el territorio, e incluso infiltrarse en las estructuras de gobierno.

Pero el sentimiento predominante es el de participar en el dolor de los supervivientes y de las familias de las víctimas. Dedican palabras durísimas a los asesinos pero ni una sola acusación, ni siquiera una toma de distancia, respecto a los musulmanes ni al islam en cuanto tal. Existe la preocupación de que la repetición de actos terroristas termine excavando una profunda línea divisoria que pueda desembocar en odio entre los fieles de distintas religiones.

La relación entre cristianos y musulmanes es una cuestión decisiva para las próximas generaciones en esta zona de África, y debería ocupar el centro de las preocupaciones de todos los agentes pastorales. Sin embargo, aún no se ha producido una gran reflexión común, que trate de implicar a todos. Conviven así muchas visiones distintas y contrapuestas. Una parte de los cristianos cree que la solución está en imponer la propia fe, sin excluir la opresión. Hace unos meses vi al mismo Alamin salir de su clase en la escuela superior donde estudia su último curso con los ojos llenos de lágrimas de rabia y humillación porque un misionero italiano, que había dado una conferencia a los alumnos sobre cómo afrontar responsablemente la vida, había insultado dura e indiscriminadamente a todos los musulmanes y a su religión.

Visto desde Nairobi, el fundamentalismo islámico solo puede vencer si consigue abrir un surco de odio entre los miembros de distintas religiones. Por eso, nuestra respuesta al terrorismo no puede seguir la misma lógica, sino que debe volver a los valores del Evangelio: el amor, el diálogo, la cruz y el perdón. Debe desautorizar, como hace el Papa Francisco, a quien usa a Dios al servicio de la violencia y de la muerte, y abrirse al diálogo con todas las personas de buena voluntad.

En una perspectiva de fe, la sangre de los mártires es semilla de cristianos, y después del Viernes de Pasión viene la Pascua. Pero ni siquiera una fe firme y la certeza de la victoria del bien sobre el mal nos eximen de estudiar y tratar de entender la historia que se está desarrollando a nuestro alrededor. Desde esta perspectiva, es preocupante la falta de una reflexión madura sobre lo que está sucediendo en esta gran área africana con una rápida expansión, donde islamismo y cristianismo se encuentran y lamentablemente a menudo se desencuentran.

No basta, como hacen los obispos de todas las iglesias cristianas keniatas después de cada episodio de terrorismo, con lanzar llamamientos genéricos de indignada condena y renovar las exigencias al gobierno para que aumente las medidas de seguridad y demuestre una mayor determinación en su lucha contra la corrupción. Habría que favorecer un análisis de las fuerzas que se enfrentan en este momento histórico, la elaboración de una reflexión común sobre cómo posicionarse ante el islam, y en general ante las demás religiones, sobre todo la religión tradicional africana, que como siempre es el gran ausente del debate público, pero que como siempre sigue viva en los más profundo del alma de todos los africanos.

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