El sabor de la libertad
La habitación en la que escribo, la misma en la que duermo, tiene el suelo quemado. Es una de las huellas que ha dejado el ataque de las hordas de nacionalismo que en 2008 atacaron el centro social de Jana Vikas. La escalera que sube al segundo piso fue utilizada para violar repetidamente a la hermana Meena Barba, una de las víctimas sexuales del pogromo de Odhisa. La ciudad más cercana, Bubaneswhar, a seis horas de coche.
He pasado el día con otras víctimas. Por la mañana, gracias a la ayuda de un traductor, he escuchado las historias de viudas, de hombres obligados a comer excrementos de vacas por no renunciar a su condición de bautizados. Hablaban huriah y una lengua tribal que no tiene escritura. He comido con las viudas, se sientan en el suelo y en cuclillas dan buena cuenta del arroz. Algunas de ellas llevan la cara entera tatuada. Son parcas en palabras, al menos con el extranjero blanco. Algunas solo lloran cuando recuerdan a sus maridos. Otras explican que quieren sacar a sus hijos adelante y que estudian. Las madres se parecen en todos los rincones del mundo. Todos son intocables, dalit, los que están fuera de cualquier casta. Discriminados por su origen, discriminados por ser cristianos. El 80 por ciento de los cristianos de Odisha son dalit, porque el cristianismo es –dicen– la religión en la que no hay castas, la religión de los que te ayudan, la religión de los que cuando estás enfermo vienen a rezar por ti y a echarte una mano. La religión que no considera la pobreza una maldición divina por algún pecado del pasado, un castigo merecido. Un hombre de mediana edad me ha contado que lleva siete años en la cárcel porque le acusaron de asesinar a Sawami, un líder del nacionalismo hindú. Él explica que es inocente. Todo el mundo sabe que es inocente. Los maoístas confesaron hace mucho tiempo el crimen. Dice que no está desesperado, que en prisión tiene tiempo para rezar y para leer la Biblia.
Por la tarde he estado en la casa de otro dalit, una casa muy pobre y muy limpia. Una de las mujeres preparaba la catequesis estudiando las Escrituras. El padre de familia me ha contado que le cuesta mucho encontrar trabajo. Los dalit tienen encomendadas las labores más humillantes. Y si eres cristiano la cosa se complica aún más.
Al caer la tarde nos hemos adentrado aún más en la sierra de Kandhamal. La vegetación es exótica, tropical. Las mujeres se bañan vestidas en charcas en las que flotan flores acuáticas. En cada recodo del camino hay un templo, templos por todos sitios, templos de colores. Dioses en cada esquina. El hinduismo más que una religión es una especie de paraguas bajo el que cabe casi todo. El politeísmo, extraño, que convierte cualquier cosa en Dios es utilizado por los nacionalistas. Hay que imponer el “retorno a casa”.
Todo parece tranquilo mientras las mujeres se bañan al caer el sol. Pero la tranquila charca del pueblo de Barokhoma es solo apariencia. Los dalit de la localidad, reunidos todos ellos en una calle, me cuentan que no pueden celebrar la Navidad tranquilamente. Les atacaron recientemente, les atacaron en 2008, cuando 50.000 perdieron sus casas y un centenar de bautizados murieron en todo el distrito de Kandhamal. Los misioneros trajeron hace algo más de 100 años la nueva religión, se pusieron de parte de los dalit que habían perdido sus tierras. A todos les preguntó lo mismo: ¿por qué no abandonan esta fe que les ha traído tantos problemas? Casi todos dicen lo mismo: “amamos a nuestro Señor”. El cristianismo tiene para ellos el sabor de la libertad. Ni brahman ni dalit, todos uno. Veinte siglos después la misma revolución.