Dios no ha muerto en Haití
Haití es el país más pobre de América. Y la ayuda de la comunidad internacional y de la generosidad de todos es decisiva. En este momento es decisiva la ayuda alimenticia y sanitaria. Una catástrofe de estas características nos pone de manifiesto la fragilidad de la condición humana. Frente a nuestras seguridades, que nos hacen pensar que somos invulnerables y capaces de superar con nuestras fuerzas cualquier límite, estos zarpazos de la naturaleza ponen de manifiesto nuestra verdadera condición. El destino de los hombres se realiza con extrañas formas. Pero nadie, como es lógico, se resigna ante el límite y ante el mal.
Ante una tragedia de estas características es lógico que nos preguntemos si la vida es justa. Justa para los que han muerto, justa para los que sufren, justa para nosotros que asistimos distraídos con nuestra frivolidad habitual a la catástrofe, buscando formas rápidas de olvidar. No responder a esta pregunta de un modo exhaustivo nos hundiría en la desesperación. A pesar de tanto dolor, hay un punto firme entre los escombros. Dios no ha muerto en Haití. El Misterio que hace todas las cosas precisamente se hizo carne y padeció en la cruz para acompañar al hombre en una circunstancia así.
El dolor y el sufrimiento son tremendamente reales, misteriosamente reales. El Huerto de los Olivos y el Gólgota guardan memoria de ello. Pero el mal no es la última palabra. Más real es la victoria, la positividad de la Resurrección con la que Dios respondió hace 2.000 años. Una respuesta que sigue en la historia. Lo testimonian hombres y mujeres que desde hace años, décadas, han entregado la vida al país que está en el último puesto de la lista. Un testimonio así permite afirmar que la positividad domina la historia. Una positividad en la que el drama es muy real.