Cartas desde la frontera / XXXVIII

Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos

Escrituras · IGNACIO CARBAJOSA
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5 septiembre 2023
Ya estoy en Dublín, donde pasaré el último mes de mi año de investigación. La ciudad me ha recibido con sol y temperaturas altas, mientras dejaba Madrid amenazada por la lluvia. El mundo al revés…

Querido Pascual,

 

La institución académica que me acoge como investigador es el Trinity College, una Universidad fundada en 1592 siguiendo el modelo de los Colleges de Oxford y Cambridge, de ahí su nombre.

Está situada en pleno centro de la ciudad, ocupando una enorme manzana junto al río. Una vez surcados los muros externos, aparecen los majestuosos edificios antiguos salpicados de generosas zonas verdes, que aquí, en Irlanda, son especialmente verdes…

Una de las grandes atracciones de esta Universidad es su Biblioteca antigua y, en ella, “The Book of Kells”, un códice en piel que contiene los cuatro evangelios en latín y que fue copiado en torno al año 800 d.C. Lo que lo hace único es su exuberante y bella iluminación, muy propia del arte de estas tierras. Su fama hace que el Campus no solo esté lleno de estudiantes sino de turistas.

En este último mes de investigación quiero presentarte los tres libros “sapienciales” que nos quedan por ver: Sabiduría, Cantar de los Cantares y Salmos. Obviamente es misión imposible en cuatro cartas. Me doy por satisfecho si consigo abrirte el apetito para que los leas, además de proporcionarte algunas claves de lectura.

Cuando te presenté los libros sapienciales, describí el libro de la Sabiduría como una especie de “síntesis” que acogía los dos polos en tensión: la sabiduría tradicional, con el principio de retribución como guía (“haz el bien y tendrás bien, haz el mal y recibirás males”), y la crítica a la sabiduría tradicional, que protesta el principio anterior diciendo: “de hecho, hay justos que reciben males y personas injustas que viven banqueteando hasta el final de sus días”. Con el libro de la Sabiduría, y un poco antes, con el libro de los Macabeos, Israel da un paso de conciencia, afirmando por vez primera con claridad la vida después de la muerte, es decir, lo que llamamos “la inmortalidad del alma”. Los libros de Job y Qohélet habían preparado a Israel para este paso: sin la afirmación de la continuidad en el tiempo de mi persona (más allá de la muerte), con una recompensa a la altura de las propias obras, la afirmación “vanidad de vanidades, todo es vanidad” quedaría como último juicio escéptico sobre todo lo que hacemos, visto que todo decae y al final de la vida nos espera la tumba. Por otro lado, sin la afirmación de un juicio justo tras la muerte (como hacen los libros de Sabiduría y Macabeos) no podríamos decir que la justicia de Dios gobierna el mundo.

Pero antes de entrar en el libro de la Sabiduría, digamos dos palabras sobre el contexto en el que nace. Este es un libro muy peculiar. Fue escrito en griego (probablemente el único escrito originalmente en esta lengua junto con 2 Macabeos) en la ciudad de Alejandría, en el delta del Nilo, en torno a la segunda mitad del siglo I a.C., probablemente al inicio de la dominación romana sobre Egipto. Esta ciudad, fundada por Alejandro Magno en el 331 a.C. era un foco de cultura griega y en ella se encontraba una importante colonia judía. Fue aquí donde se tradujo al griego el Antiguo Testamento hebreo, lo que conocemos con el nombre de Septuaginta.

Los primeros capítulos del libro de la Sabiduría representan la respuesta de la pequeña comunidad judía a la filosofía griega escéptica y hedonista que dominaba en aquella ciudad cuando fue tomada por los romanos. En este sentido se trata de un documento único en la Biblia, en el que vemos al pueblo elegido en el ejercicio de dar un juicio sobre la cultura ambiente (la filosofía griega, especialmente el epicureísmo) que amenazaba con atraer a sus jóvenes en una especie de “secularización”. Así describe el autor de la Sabiduría la filosofía de los “impíos”:

“Los impíos, sin embargo, llaman a la muerte con gestos y palabras; se desviven por ella, creyéndola su amiga: han hecho un pacto con ella, pues merecen compartir su suerte»

Razonando equivocadamente se decían: «Corta y triste es nuestra vida y el trance final del hombre es irremediable; no consta de nadie que haya regresado del abismo. Nacimos casualmente y después seremos como si nunca hubiésemos existido. Humo es el aliento que respiramos y el pensamiento, una chispa del corazón que late. Cuando esta se apague, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se desvanecerá como aire tenue. Con el tiempo nuestro nombre caerá en el olvido y nadie se acordará de nuestras obras. Pasará nuestra vida como rastro de nubes y como neblina se disipará, acosada por los rayos del sol y abatida por su calor. Nuestra vida, una sombra que pasa, nuestro fin, irreversible: puesto el sello, nadie retorna. ¡Venid! Disfrutemos de los bienes presentes y gocemos de lo creado con ardor juvenil. Embriaguémonos de vinos exquisitos y de perfumes, que no se nos escape ni una flor primaveral. Coronémonos con capullos de rosas antes que se marchiten; que ningún prado escape a nuestras orgías, dejemos por doquier señales de nuestro gozo, porque esta es nuestra suerte y nuestra herencia»” (Sab 1,16 – 2,9).

La cultura que tenía que afrontar la comunidad judía de Alejandría se parece mucho a la nuestra. No teniendo más horizonte que el de la muerte, es decir, sin un sentido que transcienda el instante efímero, nada mejor que entregarse a los placeres, evitando el sufrimiento. Lo que el autor de la Sabiduría pone en boca de los “impíos” era algo muy real en su época. En la ciudad de Alejandría, Marco Antonio y Cleopatra, ante la llegada inminente de las tropas romanas, constituyen la orden de los Synapothanοúmenoi, “los que mueren juntos” o “los que son inseparables en la muerte”. Los que entraban en esta orden se dedicaban a vivir y banquetear con esplendor y lujo, experimentando toda clase de placeres, a la vez que aceptaban morir probando los diferentes venenos con los que Cleopatra, en carne ajena, buscaba el suicidio más fácil e indoloro. Según relata Plutarco en la Vida de Marco Antonio, la picadura de víbora resultó ser el veneno más eficaz, pues producía una sensación de sueño pesado y a la vez dulce que llevaba a la muerte. Parece ser que fue el medio elegido por Cleopatra para suicidarse, después de que Marco Antonio se hubiera quitado la vida al recibir una carta en la que su mujer le adelantaba sus intenciones.

¿Cómo puede Israel hacer frente a esta cultura del hedonismo y la eutanasia? Aquí es donde el libro de la Sabiduría da un paso adelante. El anuncio de que hay un único Dios que ha creado todo y que todo es bueno (la gran novedad que siempre ha vehiculado Israel entre las naciones), se topaba, en la cultura griega, con una objeción. Podemos imaginar a un vecino griego de la ciudad de Alejandría respondiendo a su amigo judío: “así que vuestro Dios ha creado todo y todo es bueno… pues ya me explicarás qué tiene de bueno la muerte y el dolor”.

Es en esta circunstancia en la que Israel da un paso afirmando la vida más allá de la muerte. En primer lugar, afirma que la misma muerte no es creación de Dios, es decir, no pertenece al designio inicial:

“Porque Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. Él todo lo creó para que subsistiera y las criaturas del mundo son saludables: no hay en ellas veneno de muerte, ni el abismo reina en la tierra. Porque la justicia es inmortal” (Sab 1,13-15).

¿De dónde viene, entonces, la muerte? Una vez que se ha introducido, ¿no hace inútil el esfuerzo de buscar la virtud y huir del mal si todos terminamos en la tumba? Los “impíos” que toman la palabra en el libro de la Sabiduría acechan al justo judío sometiéndolo a sufrimiento y llevándolo a la muerte, seguros de que la única ley es la del más fuerte (cf. Sab 2,10-20). La respuesta del libro de la sabiduría abre paso definitivamente a la inmortalidad del alma y a la recompensa tras la muerte y atribuye la muerte al diablo:

“Así discurren, pero se equivocan, pues los ciega su maldad. Desconocen los misterios de Dios, no esperan el premio de la santidad, ni creen en la recompensa de una vida intachable. Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz. Aunque la gente pensaba que cumplían una pena, su esperanza estaba llena de inmortalidad” (Sab 2,21 – 3,4).

Si alguna vez has estado en un funeral, a lo mejor has escuchado este texto como lectura en la liturgia. En más de una ocasión me he visto reviviendo, en unas exequias, el contexto del libro de la Sabiduría. En nuestros días la muerte es un dato que nos reduce al silencio. Arroja una sombra de escepticismo sobre todo lo que hacemos. Lo paradójico es que nuestra cultura recibió hace tiempo un anuncio que va más allá de la respuesta que el libro de la Sabiduría da a la sociedad de su tiempo: el anuncio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos. Sin embargo, hoy esa noticia está vaciada de sentido, se reduce a la “imaginería” de nuestro arte y de nuestras iglesias. Ahora bien, cuando nos topamos con la muerte de un ser querido, el grito sobre el porqué y el sentido de “injusticia” reabren nuestra herida y entonces puede volver a suceder esa escena evangélica en la que Jesús está delante de aquella viuda de la ciudad de Naín que llevaba a enterrar a su único hijo. “Mujer no llores”. “La muerte no es la última palabra”. “Tu hijo vive”. Esta es nuestra tarea en este mundo cargado de dolor y escepticismo. ¡No es tiempo de lamentarse sino de comunicar la vida que hemos encontrado!

 

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