De tecnócratas y Netflix

Sociedad · GONZALO MATEOS
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16 marzo 2023
Muchos nos conformamos con esa vida cómoda y entretenida en la que no dependemos de nadie y en la que se nos ahorra la angustia de elegir bien. El mercado y la tecnología no consiguen sostener una antropología a la altura de los tiempos.

Yuval Harari, el pensador global más leído, comenzaba su best-seller “Homo Deus” con una afirmación rotunda: “En los albores del tercer milenio, la humanidad se despierta y descubre algo asombroso. La mayoría de la gente rara vez piensa en ello, pero en las últimas décadas hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra. (…) Cuando escapan a nuestro control, organizamos una comisión de investigación y nos prometemos que la próxima vez lo haremos mejor. Y, en verdad, funciona”. No hay problema que no pueda resolverse por un comité de expertos. Se reúnen, planifican, analizan datos, y fijan objetivos e indicadores de resultado. Et voilà. Asunto resuelto.  A veces funciona. En ocasiones fracasan, pero en ese caso se convoca una nueva comisión, se identifican los errores, se corrigen las métricas, y otra vez al mar abierto. Así trabaja la Comisión Europea donde todo un universo de Grupos de Trabajo denominados Comitología nunca dejan de reunirse y proponer soluciones a todos los problemas posibles. Todo en el convencimiento que no hay contrariedad lo suficientemente irresoluble que no pueda resolverse con el conocimiento técnico adecuado.

Conocía a un político, jefe del programa electoral de uno de los dos principales partidos políticos nacionales, que cuando le pedíamos su criterio sobre las políticas de su competencia nos contestaba reiteradamente: “lo que digáis los técnicos”. Patada de despeje. A algunos les halagaba, pero los viejos del lugar mientras gruñíamos procurábamos que el interfecto acabara firmando lo que había delegado a los que no nos correspondía. Son los políticos los que deben marcar el rumbo, y responder a sus votantes en la consecución de metas. No les culpo. No resulta fácil responder a las infladas expectativas de sus programas electorales y, llegado el caso, qué mejor chivo expiatorio que culpar a los expertos.

Zygmunt Bauman nos lo advertía proféticamente hace décadas. En las denominadas sociedades líquidas o de capitalismo liviano, a diferencia de las del pasado, el tema de los objetivos vuelve a estar sobre el tapete y destinado a generar grandes vacilaciones. La nueva incertidumbre consiste en “no saber cuáles son los fines, en vez de la tradicional incertidumbre por el desconocimiento de los medios”. Ya no se trata de evaluar los medios para lograr el fin deseado, se trata más bien de considerar y decidir cuál de los fines al alcance resulta prioritario. El mundo se ha convertido en una colección infinita de posibilidades, las que aún deben buscarse o las que ya se han perdido. Puede ser estimulante vivir entre opciones aparentemente infinitas, pero al final uno se queda con un cierto gusto amargo por el permanente estado de incompletitud e indeterminación que acompaña el riesgo y la angustia.

Cuando se vive así nos agarramos al primer salvavidas a nuestro alcance. Uno es el de la identidad. No te preocupes, los tuyos te cuidaremos, nadie sabe mejor que nosotros de lo que necesitas. El otro es el abandonarse en manos de los tecnócratas. Es lo que el Papa Francisco ha denominado “paradigma tecnocrático”, la ideología que sostiene el poder de la tecnociencia aplicado a la vida económica y social que conduce al progreso y al advenimiento del mejor de los mundos posibles. El voto o la compra es como una especie de venta de nuestra responsabilidad personal. Tranquilo, que de lo común y lo complejo nos encargamos nosotros. Externaliza tus decisiones y ponlas en las manos de los que somos como tú o de los que sabemos lo que te conviene: el líder de la tribu, el comité de expertos o la inteligencia artificial.

Es cierto que es imprescindible tomar decisiones bien fundamentadas y basadas en la evidencia. Suele funcionar. Lo contrario es francamente peor. Pero no es suficiente. Se puede tener el mejor coche con los mejores adelantos. Pero luego hay que saber dónde ir. Y es ahí donde entran las dudas, porque con el mejor automóvil y las mejores autopistas los destinos posibles se multiplican. Y la indecisión, la comodidad y el miedo a equivocarnos suele hacernos decidir quedarnos en casa, a pesar de que el horizonte inmenso, atractivo y amenazante nos llama de manera insistente.

Vivimos momentos en los que cada vez es menos importante el cómo resolver los problemas. La cuestión candente es el porqué y el para qué los queremos resolver. Lo tengo (o lo puedo tener) todo. Y entonces ¿qué? Puedo tener una vida cómoda y resuelta, pero, si no la doto de un sentido a la que dedicarla y un lugar al que aspirar llegar la vida se convertirá en tediosa e insuficiente. Y mirando un cielo estrellado, o la persona amada, o tu grupo de amigos, no podemos dejar de imaginar que existe ese lugar. Y ocurre que generalmente no podemos encontrarlo. O si lo hemos encontrado, descubrimos que al cabo del tiempo no era lo que buscábamos o nos aterrorizamos imaginando que podemos perderlo.

En su sugerente libro “El fin de la aventura” Antonio García Maldonado se pregunta ¿cómo pueden perseguirse objetivos a largo plazo en una sociedad a corto plazo? ¿cómo puede un ser humano desarrollar un relato en una sociedad compuesta de episodios y fragmentos? Nos encontramos hoy en día con miles de historias atrayentes parciales tanto de políticos, científicos o de expertos en comunicación. El poder de las narrativas, dice Harari. Si quieres puedes rodearte de relatos e ideologías reconfortantes con sus respectivos aliviaderos tecnológicos para evitar el molesto trabajo de decidir y las tareas engorrosas que eso conlleva. Muchos nos conformamos con esa vida cómoda y entretenida en la que no dependemos de nadie y en la que se nos ahorra la angustia de elegir bien.

Hace unas semanas tuve una conversación con uno de los responsables mundiales de Netflix en una visita a sus increíbles instalaciones en Tres Cantos. Nos contó que su misión es la de “entretener al mundo”. La tecnología actual y futura lo permite. El mundo de la postproducción global de contenidos audiovisuales permite alcanzar algo más allá de lo imaginable: la deslocalización total de la creación artística. Al final, tomando un café, me reconocía pensativo que Netflix además de entretener al mundo también quisiera “poder inspirarlo, poder iluminarlo”. Y que esa tarea ya no era tan fácil. Los contenidos más inspiradores no suelen ser los más demandados. Y la competencia aprieta. El consumidor con su mando manda. El mercado y la tecnología no consiguen sostener una antropología a la altura de los tiempos. Supervivientes que luchan contra el dolor individual y social innecesario buscando en lo que no les sacia una huida de su propio deseo. María Zambrano sostenía: “no se pasa de lo posible a lo real, si no de lo imposible a lo verdadero”. De lo posible se encarga la técnica. Bien. Pero ¿a quién le encargamos también lo imposible?

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