Cuando el Cielo se oscurece demasiado, Dios suscita a sus santos
Cuando uno se adentra en la historia de otro país, aunque sea por motivos informativos, hay que hacerlo con pies de plomo. En Schmöll, Alemania, un joven somalí alojado en un centro de acogida, que llevaba tiempo sufriendo trastornos depresivos, amenazó primero con tirarse por la ventana del quinto piso del edificio y luego, tras la llegada de la policía que intentó disuadirlo por todos los medios, cedió a la instigación de la multitud reunida, que le animaba a tirarse mientras varias personas de los edificios colindantes, según testigos, lo filmaban todo con su teléfono móvil. El joven murió por las heridas causadas y –si todo esto no fuera dramáticamente real– llevaría a pensar en la ambientación de una novela de Pirandello más que en un hecho que ha sucedido realmente.
El problema no es alemán ni tampoco occidental. Lo que ha pasado tiene que ver con lo humano en cuanto tal, y exige una profunda reflexión. Los hechos de Schmöll hablan de qué quiere decir hoy vivir inmersos en la nada. La nada es la constante de nuestro tiempo, porque todo instante parece destinado a acabar en nada. El instante ya no es un paso hacia el todo, hacia el futuro, sino que se ha convertido en un espacio desesperado, a merced de un corazón que brama por la plenitud –y que no soporta el vacío– y de una sociedad que ha perdido el sentido de la presencia de una persona, reduciéndola a “nada”. Por tanto, la nada lleva consigo el vacío, configurando una postura existencia donde la depresión y la reducción de la vida a “cosa” resultan vencedoras.
Sin embargo, la cuestión ya no se puede resolver con las categorías típicas de una cierta retórica antimoderna que lleva a buscar en el pensamiento de Nietzsche, Marx y Freud el origen cultural de todo esto. La globalización que comenzó en los años noventa del siglo pasado, apoyada por la difusión de las redes y el colapso del sistema colectivista, ha generado un nuevo monstruo, la mundialización de la nada y –como suele decir el Papa con gran dolor– de la indiferencia. Ha surgido una nueva civilización global que lo banaliza todo en virtud de una ausencia de la que se siente amenazada y en la que se siente inmersa. El origen de todo esto, de la soledad y de la incomunicación que experimenta el hombre de hoy está en la ruptura con el pasado, en el decaer de una pertenencia que los movimientos nacionalistas y ultraconservadores tratan de recuperar ahora reivindicando fronteras e identidades que han sido ampliamente superadas por la historia.
El joven somalí de Schmöll es solo el último eslabón de una cadena de rostros e historias que han perdido el contacto con la historia y, por tanto, la percepción de cuál es su lugar en el mundo. El problema de nuestro tiempo es un problema de “vocación”, de conciencia del propio rol y del propio destino, y es solo el punto final de un efecto dominó que empieza en el momento en que el ser humano –en cualquier latitud y longitud de esta tierra– niega la perspectiva infinita de la necesidad que le habita y de las preguntas que le asedian. Buscando en cosas finitas la promesa Eterna y sin tener ya una tradición con la que confrontarse por el camino de esta búsqueda, el yo percibe todo el vértigo del vacío y de la nada. Entonces es posible hasta burlarse por el suicidio de un hombre, y filmar la escena para tener por fin algo que contar al de al lado, y uno puede morirse siendo prisionero de las mentiras de su propia mente.
Volver a empezar no es fácil. Mi abuela solía decir que “cuando el Cielo se oscurece demasiado, entonces Dios suscita a sus santos”. No es entonces casual que todo esto haya sucedido coincidiendo con el inicio de la novena de la fiesta de Todos los Santos. Casi parece un aviso, confuso entre todas las voces de la tierra, para no dejar de buscar los rostros y miradas de aquellos que, incluso en lo más oscuro de la noche, siguen siendo antorchas humeantes de una luz, testigos de una nostalgia que hace morir al resto de los hombres y que les hace cínicos y temerosos delante de todo, por ese miedo que se condensa al final de la vida en esa nada que nos atenaza y que nos quita el gusto de vivir.