Crisis del pensamiento bienestar

España · Francisco Medina
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31 mayo 2013
Las protestas que están sacudiendo las calles estos días, movidas, en gran parte, por el descontento y el hastío hacia la clase política (por un lado) y por la pérdida de confianza hacia las instituciones sociales y políticas más arraigadas en España (el Estado, la Iglesia, las instituciones democráticas y los partidos políticos), no han hecho sino salir más a la superficie las consecuencias del ´pensamiento del bienestar´.

Frente a lo que gran parte de los sociólogos, los historiadores, los administrativistas, los juristas y demás académicos que están más inclinados al intervencionismo del Estado, ya existía, desde tiempos del Medievo, la noción del bien común, un don traído por la concepción que el cristianismo tenía del hombre y de las relaciones entre él y sus semejantes. Fue esta experiencia que vivieron los primeros cristianos, transmitida de boca en boca, lo que nos ha movido para generar lazos de comunidad y constituir la ciudad. Y comenzamos a interesarnos por la res publica, por aquello que era común a todos nosotros, sin que ninguna instancia distinta tratase de establecer monopolio alguno. Tiempos aquellos, donde la fe cristiana tenía que ver con todo, al menos, como criterio.

El problema fue cuando, al querer corregir los excesos del Imperio y del Papado, algunos rompieron la baraja para siempre: fe y vida parece que se separarían en compartimentos estancos. En el XVII, nos exasperamos con el Leviatán de T. Hobbes y el miedo a la libertad humana. Cundió como reguero de pólvora la sospecha de la fe como criterio para juzgar, y la Iglesia comenzó a ir perdiendo, poco a poco, espacio en el ámbito del pensamiento y de la ciencia. La Ilustración no la perdonó su fatiga a la hora de volver a proponer el Acontecimiento en su origen: para el pensamiento ilustrado, ya no se trataba de distinguir ámbitos. Ahora había que ocupar el lugar de la religión: destronarla, al fin, como propugnaba Voltaire, o el propio Rousseau, porque ya no servía más que como superstición frente a las Luces (igualdad, fraternidad, saber y conocimiento). La comunidad de destino en lo universal (la ciudad de Dios agustiniana), generada por una vida nacida de la experiencia de la fe, al ser considerada nociva y oscurantista, es destruida y sustituida por el modelo de Estado fuerte, centralizador, laico, generador de pensamiento y constructor de un hombre liberado de la superstición. Comenzó, entonces, la labor de desvincular al hombre de sí mismo (la familia, la iglesia, la ciudad…) y concebirlo como mónada al servicio del Estado. Y así surge el proceso de despersonalización de la sociedad: lejos de ser un organismo vivo, el conjunto de hombres que viven en un país se convierte en una serie de compartimentos estancos, sin relación entre ellos. El Estado consumó, al fin, en el siglo XX, su golpe de Estado sobre la conciencia de los hombres: el totalitarismo.

Una idolatría del Estado del bienestar

Mucho se habla ahora de esta crisis que nos ha convulsionado. Y los "gurús" de la socialdemocracia, partidarios acérrimos de la planificación, la igualdad, la economía sostenible, la neutralidad y el relativismo (vive como te dé la gana y deja al resto en paz), no han dudado un segundo en achacar de todos los males al neoliberalismo y su influencia en la economía global. En ámbitos como las relaciones internacionales, la cooperación al desarrollo, el derecho, la política e, incluso, la cultura, no han dudado en apropiarse de los contenidos de las disciplinas para construir un antídoto cultural: la justificación del Estado como fin último de la felicidad del hombre. Se trata de que, desde el ámbito cultural y académico, no pueda ponerse en duda el dogma del Estado del bienestar. Y a fe mía que lo han conseguido: desde las Facultades de Derecho, Políticas y Sociología, Filosofía,…a través de las diversas disciplinas, hasta el ámbito de una defensa de lo público frente a lo privado, propia del corporativismo funcionarial, cunde esta esquizofrenia y recelo frente a las obras que surgen diferentes de las Administraciones Públicas.

Sin duda alguna, y justo es reconocerlo, con el Estado social y democrático de Derecho que nos acordamos dar en la Constitución de 1978, quisimos establecer unas conquistas mínimas para una sociedad más justa, y empezamos a elaborar nuestra lista de derechos básicos: algunos de ellos (como los derechos fundamentales, enumerados en los artículos 14 a 29), los necesitábamos ver reconocidos. En medio de nuestra euforia democrática, consciente o inconscientemente, nos dejamos llevar por el sentimentalismo ilustrado de tratar de responder a nuestras exigencias profundas (a las que ninguna Constitución podrá dar respuesta) con esa lista de derechos….y nos olvidamos de las responsabilidades. Asumimos, sin ninguna crítica, bajo la excusa de evitarnos "los males del franquismo", el dogma de que a nadie debía faltarle de nada, hasta el punto de, si era preciso, ahorrarle el ejercicio de la libertad y de la responsabilidad persona. En suma, el Estado del bienestar ha permitido que muchos resolvieran su incertidumbre a la hora de buscar trabajo accediendo a la Función Pública (por enchufe o por méritos); ejercer sus derechos sindicales (accediendo a posiciones de privilegio frente al resto de los trabajadores); crear ONG para repartir condones y difundir la ideología de género; difundir panfletos y mensajes incendiarios contra las "oligarquías del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional" o el capitalismo global, sin un cambio del corazón.

Con el adoctrinamiento Voltaire-roussseauniano de la ciudadanía, hemos utilizado el conocimiento para justificar o encubrir, tanto desde el poder como desde las cátedras universitarias, el hecho de que tenemos miedo porque no tenemos certeza. Porque quisimos, al condenar los integrismos y las tergiversaciones de la experiencia religiosa, eliminar nuestras preguntas y evitar el riesgo de una búsqueda existencial del Infinito.

El bucle eterno y la espiral dramática del deseo

"¿Cómo puedes cuestionar el hecho de que haya servicios públicos en este país, de los que tú te estás beneficiando?. Policías, bomberos, médicos, enfermeras, funcionarios…luchando por servicios públicos de calidad". "Ya están los partidarios del neoliberalismo y la especulación, prestos a robarnos a todos y a enriquecerse a nuestra costa". La indignación crece y la gente sale a la calle a manifestarse un día, y al otro, y al siguiente… en defensa de los servicios públicos: "yo pago impuestos y recibo, a cambio, un servicio de transporte, sanitario, asistencia y vigilancia en carretera, seguridad ciudadana, etc…y puedo poner reclamaciones y exigir, escribiendo al Defensor del Pueblo, entablando recursos con la Administración, pleiteando en los tribunales con todo quisqui (sea mi vecino, la Administración, la empresa que me ha despedido, la Iglesia…); no lo cambio por nada. El problema eres tú, que no te mueves por tus derechos."

El movimiento 15-M, junto con las plataformas "Democracia Real Ya" y muchas otras han hecho volver a florecer, en los últimos dos años, la reivindicación de una "democracia directa". Se ha protestado insistentemente, contra los recortes- algunos de ellos, excesivos, admitámoslo- y se organiza la "marea blanca social, reivindicativa y participativa", es heredera de este sentimentalismo ilustrado de que a nadie le falte de nada, porque "todos somos iguales en derechos y en dignidad" Han protestado contra la reforma de la Sanidad Pública…y recientemente, contra la Reforma educativa.

Jamás se ha visto una defensa tan ultranza de los servicios públicos y del interés general frente a lo que se ha tachado de cuestionamiento del Estado del bienestar (recordemos los eslóganes sindicales "Acaban con todo" o "Quieren arruinar el país").. ¿De dónde viene este grito social, esta insatisfacción?. A saber: viene de que papá-Estado nos ha mimado tanto que nos ha hecho pasivos y nos ha metido en una burbuja que, finalmente, ha acabado estallando, porque vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Viene del hecho de que nos hemos acostumbrado a las subvenciones y nos hemos hecho insolidarios. De que, lejos de dar seguridad jurídica, muchos empleados públicos (que ahora salen a la calle defendiendo el Estado del bienestar) se han valido de la pasividad ciudadana del "pago-y-a-cambio-recibo-y-luego-reclamo" para hacer uso de sus privilegios sin cuestionar el entramado de sistemas recaudatorios de multas de tráfico, impuestos e inspecciones y fomentar el papel de las personas: en lugar de gestores públicos facilitadores de la iniciativa social, tenemos en un pedestal a los Agentes de la autoridad, a los inspectores de Hacienda y de Trabajo, a los médicos, a los maestros, a los ideólogos; todos ellos para vigilar (quid custodiat custodes?) el "pensamiento público"; montañas de normas legislativas y reglamentos para justificar, cada vez más, actuaciones arbitrarias (sobretodo, en el ámbito de nuestras tan queridas autonomías y ayuntamientos); elevar las tasas judiciales para frenar las impugnaciones; gastarse montantes de dinero contantes y sonantes para subvencionar la cultura alternativa (ésa del sexo libre, de género y reproductivo) y meternos, por activa y por pasiva, el mantra de que "yo soy dependiente del entorno". Y lo que es vergonzoso: que muchos de los que reivindican su dignidad de funcionarios en la calle entraron en la Administración por la puerta de atrás. Así, cualquiera de los que estamos dentro de ella podemos reclamar lo que sea.

No pasaría nada si admitiésemos de una vez que, al haber apostatado personal y colectivamente del bien común, el culto idolátrico al interés general nos ha hecho pasivos, no protagonistas; nos ha hecho reaccionar al son de los titulares y las noticias sensacionalistas (porque, al esperarlo todo de "papá-Estado", nos hemos dedicado a consumir), pero no nos ha hecho responsables. Los casos de corrupción, el calentamiento global, la especulación, el virus del SIDA, la cumbre del G-20, la victoria de Obama, la llegada de Rajoy con sus recortes, y un largo etcétera de factores externos (no todos negativos necesariamente -aun cuando al PP se le pueda pedir más creatividad en todos los ámbitos de la política-)… nos ha hecho extremadamente vulnerables. No tenemos certeza en el futuro, y aferramos a nuestros hijos. Que, como sociedad, estemos agarrándonos al statu quo de estos servicios públicos que tenemos en España sin ceder a un cambio de mentalidad, que nos haga más fuertes, creativos y constructores de historia; o que líderes políticos, como Alfredo Pérez Rubalcaba (que se muestra incapaz de dar paso a nuevas tendencias dentro del PSOE que reconocen un papel a la laicidad positiva) se empeñen en aferrarse a estructuras y fórmulas caducas como denunciar los Acuerdos con la Santa Sede, es síntoma de que tenemos miedo a un futuro de cambio, de que nuestro corazón se ha vuelto tan mezquino que se contenta con las migajas del "que me dejen mi espacio" de refugio y bienestar.

Al querer eliminar el clericalismo, quisimos eliminar al Misterio, creyendo que nuestras preguntas se contestarían (como aún piensan muchos estudiosos de las Relaciones Internacionales) con el idealismo kantiano que nos prometía hacernos hombres nuevos. La ironía es que hechos como el movimiento del 15-M, los escraches, los asaltos al Congreso de los Diputados, o lo que sucede en Facultades como la de Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, es que el resentimiento sale a flote, sin que las preguntas que surgen en cada uno de nosotros puedan ser contestadas desde los poderes públicos (los deseos del corazón no se contestan con el Derecho positivo). Es claro que el Estado no es la última esperanza. Y, sin embargo, algunos, sí tenemos experiencia de que nuestras preguntas se ven respondidas por la experiencia de Misterio que está presente. ¿Quién si no está a la altura de nuestro corazón?

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