Contemplando el reflejo estelar

España · Marco Bersanelli
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7 octubre 2021
Emblema de la inmensidad, el cielo estrellado se ha hecho cercanísimo a pesar de su lejanía remota. La propia vida brotó de esa materia y de su energía

Hay algo que resiste en la belleza del cielo. La bóveda estrellada la celebran poetas y artistas de todas las épocas, durante milenios se ha ofrecido gratuitamente a todo ser humano dispuesto a elevar la mirada hacia lo alto. La estabilidad sobrehumana de las luces celestes y la regularidad de sus movimientos acabaron arraigando en el hombre antiguo la idea de que las estrellas eran cuerpos de naturaleza divina e incorruptible. Los astros, desde sus alturas, velan por las historias de los hombres e influyen en su destino. En la mentalidad medieval, que distinguía claramente entre Creador y creación, los cuerpos celestes perdieron su divinidad, pero siguieron considerándose realidades inmutables, de un rango superior respecto al precario mundo terrestre. La historia nos cuenta que luego aquella visión tan ingenua de un cosmos construido a la medida del hombre quedó desenmascarada por el inexorable progreso de la ciencia. Las tranquilas esferas celestiales quedaron desmanteladas y las estrellas, concebidas durante generaciones como gemas incrustadas en una esfera cristalina, empezaron a dispersarse por distancias inimaginables, en un espacio vacío e infinito, sujetas a leyes físicas del todo indiferentes a nuestra condición humana.

Tal vez mejor que nadie, Giacomo Leopardi –que estaba al corriente de los descubrimientos astronómicos de su época– supo expresar el desconcierto que causaba aquella desilusión cósmica. En La retama, por ejemplo, en una secuencia de versos sobrecogedores y frenéticos, señala desde el principio que las estrellas, que a nuestros ojos aparecen como pequeños puntitos, son en realidad cuerpos colosales. “Parecen un punto, / pero son inmensas, de modo / que un punto son en su pecho tierra y mar”. Cambia por tanto la escala y n os habla de sistemas estelares lejanísimos, aludiendo a las “nebulosas” que observara su coetáneo William Herschel: «nudos de estrellas / que se nos aparecen como niebla”. Al final imagina las multitudes de estrellas de nuestra galaxia observadas desde lugares remotos, que aparecerían a su vez como “un punto de luz nebulosa”, para terminar casi vencido por la confusión: “en mi pensamiento, / ¿qué pareces tú, prole del hombre?”. Igual que el “pastor errante” mientras admira la belleza del firmamento, que le cuesta vislumbrar un sentido en medio de esa exagerada multitud de estrellas: “¿Para qué tantas estrellas?”.

¿Pero de verdad son las estrellas tan ajenas a nuestra existencia? Desde la época de Leopardi hasta hoy, nuestra comprensión de su naturaleza física ha dado muchos pasos, introduciendo ciertas novedades dignas de consideración. Ante todo, nos hemos dado cuenta de que la inmensa energía que hace brillar las estrellas es la misma que permite al Sol mantener la evolución de la vida en la Tierra desde hace miles de millones de años, empezando por los primeros microorganismos y hasta hoy. También hemos descubierto cómo producen las estrellas esa energía. Se trata de un proceso elegantísimo, conocido como “fusión termonuclear”, donde tienen lugar colisiones microscópicas entre núcleos atómicos que llevan a la formación de núcleos más pesados generando energía. La comprensión de este proceso nos ha desvelado un vínculo aún más estrecho y sorprendente entre nosotros y las estrellas.

Vayamos a la más sencilla de estas reacciones: la colisión de dos núcleos de hidrógeno (dos protones solos) que se agregan formando un núcleo de deuterio (un protón y un neutrón). Para que empiece el juego hacen falta unas temperaturas muy elevadas, casi diez millones de grados. De hecho, solo en estas condiciones los protones alcanzan velocidades suficientes para vencer la fuerza de repulsión eléctrica que tiende a mantenerlos a distancia. Temperaturas tan extremas se pueden alcanzar por la fuerza de la gravedad, que comprime sobre sí misma la enorme masa de la estrella calentando sus regiones centrales. De este modo, dos protones disparados a más de mil kilómetros por segundo uno hacia otro, se acercan hasta distancias infinitesimales. Solo entonces entra en escena una nueva protagonista: la “fuerza nuclear fuerte”. Se trata de una fuerza de atracción formidable, la más intensa que existe en la naturaleza, capaz de unir entre sí las partículas de los núcleos atómicos. Pero eso no basta. El nuevo núcleo se desintegraría sin la intervención de la “fuerza nuclear débil”, que actúa transformando a uno de los dos protones en neutrón. Así se forma un núcleo de deuterio. Una pequeña fracción de la masa de los dos protones iniciales se transforma en energía (según la famosa ecuación de Einstein, E=mc2), que saldrá finalmente a la superficie de la estrella con forma de luz. Las cuatro fuerzas fundamentales que actúan en el universo (gravitacional, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil) tienen un papel decisivo para llevar a cabo este auténtico prodigio de la naturaleza, gracias a un juego delicadísimo de proporciones mutuas.

La fusión de dos protones para formar el deuterio es solo la primera de una larga serie de reacciones termonucleares que generan energía en las estrellas y formas nuevos elementos. Cuanto más masivas son las estrellas, más se eleva la temperatura en sus regiones centrales, y más reacciones se producen formando núcleos cada vez más pesados. Así, mediante una sucesión increíble de equilibrios de fuerzas y leyes de la física cuántica y nuclear, en ese corazón caliente de las estrellas se forman el carbono, el oxígeno, el nitrógeno y todos los demás elementos indispensables para la vida. Sin quedar rastro de esos átomos originarios del universo. Las estrellas son necesarias para llevar adelante la historia cósmica hacia nuevos niveles de complejidad.

La naturaleza también ha encontrado la manera de devolver al espacio interestelar ese material precioso, que se reutiliza para formar nuevas estrellas y planetas, ricos en estos elementos. De hecho, las estrellas más masivas concluyen su vida con explosiones espectaculares que devuelven al espacio gran parte de su masa. Nuestro sistema solar se formó justo así, de las cenizas de generaciones de estrellas antiguas que brillaron antes que el Sol. De ellas proceden todos los elementos químicos que sostienen la inmensa variedad de estructuras materiales que nos rodean, incluidos los organismos vivos. ¡Nuestro cuerpo está hecho, literalmente, de “polvo de estrellas”! El carbono de nuestros músculos y huesos, así como el oxígeno que respiramos, fueron forjados pacientemente por generaciones de estrellas que precedieron el nacimiento del Sol y de nuestro pequeño planeta.

Sin duda las estrellas no son criaturas divinas, como pensaban los antiguos, ni tampoco son eternas e inmutables. Nacen y mueren como las flores y las montañas. Pero lo cierto es que no podemos decir que sean ajenas a nuestra existencia. Al contrario, las estrellas tienen un papel protagonista en la trayectoria vital del universo. Con su luz han asistido al desarrollo de los seres vivos y con su materia han ofrecido la sustancia necesaria para construir sus cuerpos y sus hábitats. Hasta la aparición de seres conscientes, como nosotros, capaces de darse cuenta de la presencia de las estrellas, de apreciar su belleza, de sentir su reclamo a la inmensidad para la que estamos hechos, y comprender al menos en parte las leyes físicas que regulan su estructura y evolución. Nada de eso disminuye un ápice el vértigo por nuestra desproporción ante la vastedad del universo. Pero si las estrellas pudieran oír la voz del pastor errante, “¿para qué tantas estrellas?”, desde su remota lejanía podrían responder: “también a nosotras nos debéis la vida”.

Luoghi dell’infinito

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