¿Cómo seguir viviendo?

Mundo · Isabel Almería
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5 abril 2022
Cuando, hace ya más de un mes, el ejército ruso comenzó su ataque contra Ucrania, algo pareció romperse dentro de mí.

He vivido diez años en Moscú, donde he dejado muchos amigos y gran parte de mi vida. Y en esos años, he viajado varias veces a Ucrania, donde tengo también grandes amigos, que no puedo separar, en mi historia, de aquellos al otro lado de la frontera.

Durante la primera semana de los ataques viví pegada al teléfono, intentando mantener el contacto y localizar a mis amigos en Jarkov y Kiev. Los mensajes eran escuetos, cargados de una urgencia y una verdad con las que pocas veces hacemos la acostumbrada pregunta «¿cómo estás?». En sus respuestas, se iban tejiendo historias salpicadas por la tragedia de una violencia inesperada e incomprensible.

«Estamos vivos. Vamos a un refugio subterráneo». «¿Sabes algo de tus padres, has hablado con ellos (sus padres viven en Rusia y ya en el 2014 apoyaban la versión de Putin)?» «No me han llamado ni una vez desde que ha empezado la guerra. No se creen que nos están bombardeando». No es el único caso, otra amiga me dice, unos días después, lo mismo respecto a su padre. Ella ha conseguido escapar de Ucrania con su niña de 9 meses (el marido no ha podido salir) y cuando hablamos, me agradece conmovida mi preocupación y el haber mantenido el contacto todo este tiempo: «Mi padre no me ha escrito ni me ha llamado, cree que no es verdad. Menos mal que estabais vosotros, si no, no habría podido aguantarlo».

«¿Cómo estás?». «Me voy de Kiev, voy a intentar llegar a Alemania con una comunidad cristiana. Pero mi madre no quiere irse. Dice que esta es su casa y no se mueve de aquí. Quiere que yo me vaya»… ¡Dios mío, qué desgarro!

Mientras avanzan los días, mi corazón se vuelve también hacia el otro lado, hacia el país atacante. Pero no, no son ellos «los malos», no son «los rusos», no lo son las personas con las que he convivido todos estos años; gente acogedora, amante de la vida, muchos de ellos gente de una fe profunda y sincera; otros, sin fe, pero con una humanidad vibrante. No son ellos los que han iniciado esta guerra. No son ellos los que la apoyan. Muchos de ellos son amigos y parientes de los que están huyendo o poniéndose a cubierto de las bombas. Hablo también con ellos. Incomprensión. Incertidumbre. Empiezan a sentir la presión, les llegan mensajes de odio desde Europa. Los precios suben y no tienen acceso a su dinero. Empiezan a sentirse aislados. «Volviendo a los tiempos de Stalin», dice una amiga. Es ella la que me cuenta la gran represión a la que les están sometiendo: «No puedes manifestar lo que piensas públicamente; están prohibidas las manifestaciones e incluso mencionar la palabra guerra. Están arrestando a gente sin miramientos, a madres con hijos pequeños; los maltratan, los tienen en condiciones deshumanas».

Y desde aquí, ¿cómo seguir viviendo? Lo que parece haberse roto es ese hilo que nos une a la realidad. Tengo que ir al trabajo, tengo que dar clase y corregir las tareas, pero es inevitable la pregunta ¿para qué?, ¿qué sentido tiene lo que hago frente a esta barbarie? La incomprensión y la impotencia me hacen vivir, durante un par de semanas, como si estuviera en dos realidades distintas, respondiendo mecánicamente a una, pensando y preocupándome de la otra, sin llegar a entender ni a estar de verdad en ninguna de las dos.

Gracias a Dios mi vida cotidiana se pone cada día frente a la liturgia de la Iglesia. La guerra ha empezado al mismo tiempo que la Cuaresma y todas las mañanas la liturgia nos hace mirar el camino del desierto, el camino hacia la cruz, como única fuente de salvación. ¿Son solo palabras a las que nos hemos acostumbrado? La Cruz es real, la estoy viendo en el dolor de mis amigos, las heridas son ciertas, el pecado, el mal… ¿lo es también el hecho de que ya están salvadas?, ¿es real la resurrección?

La respuesta la descubro en el mismo diálogo continuado con mis amigos rusos y ucranianos. Y no soy yo, desde la relativa comodidad de Europa, la que la fabrica con palabras de consuelo. Son ellos los que, participando de las heridas de Cristo, me testimonian su victoria.

Escribo a T. de Moscú, le pregunto cómo está y le digo que rezo por la paz y la conversión de los corazones. Me responde: «Gracias por escribir. Desde que anunciaron que estaban preparando las armas nucleares yo ya no rezo ‘por algo’, solo pido ‘hágase tu voluntad’. Ahora lo importante es dejar que el Señor entre en esta circunstancia, confiarnos a quien tiene la perspectiva completa, no como nosotros, que solo vemos pequeños fragmentos». Sé que no es una petición resignada. T. vive siempre de una fe sólida y sabe que Su voluntad es el bien de los hombres.

Escribo a A., que es de Jarkov, pero la guerra le sorprendió en Kiev y sigue allí. Me manda un mensaje de audio: «Seguimos nuestro camino y nuestra historia. Ha empezado la Cuaresma y estoy seguro de que este camino cuaresmal coincide con la victoria de Ucrania, con la victoria de la humanidad, de la amistad, del amor. En medio de toda esta tragedia, tengo la certeza de que Cristo está con nosotros y va a hacer cosas grandes. Espero que también las haga en tu vida».

A N. de Moscú le había dicho que no sabía cómo ayudarles, que rezaba por ellos y me contesta que mi oración es fundamental, porque «tú llevas en el corazón a tus amigos rusos y a tus amigos ucranianos, y la paz nace de esa unidad en el corazón de Dios».

Algunos amigos se han ido de Rusia, pocos, la mayoría me conmueve diciendo que no quieren abandonar el barco, porque hace falta ahora vivir la esperanza y testimoniarla. Todas las noches quedan para rezar el rosario vía zoom. Cuando puedo me conecto con ellos y entiendo de dónde sacan la esperanza. Por eso «no quieren abandonar a sus alumnos», aun con la incertidumbre de lo que pasará de aquí a un mes, a una semana, a un día.

Desde Alemania me llegan unas fotos. Es L. con su madre. Finalmente la habían conseguido convencer y después de haber salido ella, unos amigos fueron a buscarla y la llevaron a la frontera. Ahora celebra en Alemania, junto a su hija y otros amigos refugiados, su 73 cumpleaños. Me conmueven sus rostros, llenos de alegría, de paz. ¿Cómo es posible? Igual que el rostro de M. cuando hablamos por videoconferencia y la veo juguetear con su pequeña de 9 meses. Mientras me habla de la preocupación por su marido que no puede salir de Ucrania, en su rostro hay serenidad, amor a la vida, casi, me atrevería a decir, una alegría profunda que traspasa el dolor y todo el horror de la guerra.

La vida ha vencido a la muerte. Sus rostros y sus palabras me lo testimonian. Ahora comprendo que su esperanza no depende del final de la guerra, del orden de la política. Es una esperanza que convive sin problema con la incertidumbre. Porque lo que depende de los hombres es incierto, pero no así lo que depende de Dios. Él es el único que sostiene la esperanza de los hombres y en esa esperanza, los hombres que lo reconocen encuentran el valor para sostener la esperanza del mundo.

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