Brexit: el problema es prepolítico

Mundo · Francisco Medina
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16 diciembre 2019
Los hechos que suceden en nuestro entorno invitan, cada vez más, a pensar que la sociedad líquida de la que hablaba Z. Bauman (o, si se quiere, el concepto de sociedad del riesgo de Ulrich Beck) ha venido para quedarse. Un contexto en el que lo provisional, el corto plazo, ya está determinando el rumbo de sociedades enteras. El derecho a la desconexión parece haberse convertido en un principio rector en la configuración de nuevas realidades y comienza a penetrar en las capas freáticas de lo que son, actualmente, los cimientos de una cultura helénico-romano-cristiana que había configurado Europa hasta el siglo XX.

Los hechos que suceden en nuestro entorno invitan, cada vez más, a pensar que la sociedad líquida de la que hablaba Z. Bauman (o, si se quiere, el concepto de sociedad del riesgo de Ulrich Beck) ha venido para quedarse. Un contexto en el que lo provisional, el corto plazo, ya está determinando el rumbo de sociedades enteras. El derecho a la desconexión parece haberse convertido en un principio rector en la configuración de nuevas realidades y comienza a penetrar en las capas freáticas de lo que son, actualmente, los cimientos de una cultura helénico-romano-cristiana que había configurado Europa hasta el siglo XX.

En este orden de cosas, era factible una victoria del conservador Boris Johnson en las elecciones generales del Reino Unido por mayoría absoluta, que vendría a despejar algunas de las incertidumbres en las que se hallaba el Reino Unido. Y, sin embargo, la incertidumbre global continúa: algunos señalan que era preferible este resultado que la victoria del laborista Jeremy Corbyn; otros, que la integridad territorial del Reino Unido se ve comprometida por la exigencia de Escocia de un referéndum para su independencia; hay quien ve incierto el camino de las negociaciones con la Unión Europea acerca de un Brexit blando; mientras que alguno predice que el proceso de salida del Reino Unido se va a alargar años.

Sería muy interesante conocer las implicaciones geopolíticas que va a tener el resultado de las elecciones del Reino Unido de la pasada semana. Por un lado, porque es evidente la sintonía plena entre el primer ministro británico y Donald Trump. La posibilidad de acuerdos comerciales “lucrativos”, como ha señalado el presidente americano, está a la vista. Por otro lado, las implicaciones de este acercamiento para la Unión Europea. De momento, podría pensarse que la mayoría absoluta obtenida por Johnson moviera a los 27 a aceptar el Get Brexit Done. Sólo el tiempo lo dirá.

En todo caso, es claro que lo que sucede a nivel nacional, europeo y global constituye un reflejo de esta mentalidad líquida, de un miedo a los compromisos y lazos estables. El triunfo de la política a corto plazo es un reflejo de que el homo consumens ha tomado el poder, y ha trastocado las relaciones humanas en conexiones y desconexiones: uno se conecta a las redes sociales, chatea a través de Whatsapp, entra y sale de los grupos, desde esa proximidad virtual que empieza a eliminar ese binomio, tan necesario, de proximidad-distancia que hace que las relaciones humanas sean reales y concretas. En lo virtual, importa que el contacto pueda tener aparejada la posibilidad de la desconexión: conectar y desconectar, como cuando entras y sales de una habitación, hace que las relaciones se conviertan en intensas, breves y superficiales. Y cuando esta mentalidad se extiende a todas las capas de la sociedad, ésta se cuartea, pasa de ser lo que algunos sociólogos llaman “organismo vivo”, a rocas con diaclasas. Y el resultado es la ruptura: cuando no entiendes lo que te sucede, tiendes a echar la culpa al otro, pero, en el fondo, sabes que la vida no cumple. Y, si uno no tiene el suficiente coraje para poner nombre al hastío –porque no te atreves a mirar a la cara el deseo–, huyes hacia delante. Esto es, a mi juicio, lo que está detrás del Brexit, de las aspiraciones utópicas nacionalistas, del irresponsable juego de negociaciones para la investidura de Pedro Sánchez en España, y un largo etcétera.

El problema es lo que vendrá después. La ola bajará y se llevará por delante lo poco bueno que queda. Los británicos ya están sufriendo las consecuencias económicas y sociales del Brexit, y aún no ha empezado: es previsible que Escocia reclame ya el referéndum de independencia, y no está claro qué hará Irlanda del Norte; según señalaba El Economista en un artículo publicado hace poco, se habla de recesión en el PIB británico y un desplome del 2,3% en la actividad industrial; de un 1,4% en el conjunto del sector productivo; y de un 1,3% en el sector de la construcción, sin olvidar el mínimo histórico que sufrió la libra en agosto de este año. Y esto afectará a los ciudadanos británicos que vivan dentro y fuera del territorio nacional. Es el rostro real de la política líquida.

El resto de Europa también se verá afectado. El despertar del nacionalismo en la Unión empieza a sacudir con sus potentes arietes, atizados por una Rusia interesada en debilitar el proyecto europeo en su sueño de volver a revivir la grandeza de la antigua Unión Soviética. Partidos como Alternativa por Alemania, Frente Nacional de Marine Le Pen, la Unión Cívica Húngara de Orban, ciertos movimientos en los países del grupo del Visegrado, o VOX en España, bajo el pretexto de otra Europa es posible, creen que hay que echar abajo lo poco que queda. Hablan de una Europa cristiana, de valores; piensan aún que un sustrato de este tipo es capaz de resistir el embate del tiempo. La realidad, de forma testaruda, nos dice que no.

No podemos eludir este hecho: que nuestra sociedad se ha fragmentado; que las pertenencias e identidades, que antes eran rígidas, se han diluido en las aguas de un individualismo agresivo. Parece que nuestra dinámica ha pasado a ser la de las bolas de billar, que sólo interaccionan mediante el choque provocado por la bola blanca que otro acciona, sinónimo de la alienación respecto a nosotros mismos.

El desafío que tenemos como europeos es doble: volver a dar vida a nuestra sociedad y volver a descubrir la política como ámbito que engloba palabra y acción. En un contexto en el que las evidencias han caído, ¿importa más el hecho de que el proyecto político sea de corte cristiano o que sea un ámbito de reconocimiento de la dimensión humana y religiosa de la persona –sea del credo que sea–? ¿O es que tenemos la presunción de tratar de comprender el mundo por nosotros mismos y sin nuestros iguales? En realidad, como bien decía H. Arendt, sólo podemos “ver y experimentar el mundo tal como éste es ‘realmente’ al entenderlo como algo, es común a muchos, que yace entre ellos, que los separa y los une, que se muestra distinto a cada uno de ellos y que, por este motivo, únicamente es comprensible en la medida en que muchos, hablando entre sí sobre él, intercambian sus perspectivas”.

El proyecto europeo está tocado, aunque aún hay partido. La única posibilidad que tenemos para que este proyecto sea una realidad es neutralizar, con nuestra vida cotidiana, la mentalidad líquida descubriendo ese nuevo inicio que supone la vida de cada uno de los hombres: el derecho y la posibilidad de comenzar algo nuevo, sobre lo que hay. Europa también está llamada a redescubrir el bien que supone la amistad política con el Reino Unido. No conviene equivocarse: el problema es, principalmente, prepolítico.

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