Amnistía quizás, pero esta no
Ahora sí, ya está todo hecho. Puigdemont tiene lo que quería. El escándalo provocado por la amnistía es mayúsculo. Sánchez hasta hace unos meses negaba que fuera posible. La medida de gracia genera el rechazo de casi un 60 por ciento de los españoles y a uno de cada tres votantes socialistas no le gusta. La mayoría de los jueces, los sindicatos policiales, los viejos referentes del socialismo, y por supuesto, la derecha es contrario a la fórmula. La política española, ya polarizada, es ahora un campo de batalla, todos los puentes entre el PSOE y el PP se han volado. Sánchez no oculta que si no hubiera necesitado los votos de Puigdemont no se hubiese planteado la amnistía que tanto rechazo genera y que, según muchos, supone una rendición del Estado. Pero el presidente de Gobierno, que va a dejar de estar en funciones, argumenta que hay que ”hacer de la necesidad virtud” y que esta fórmula servirá para traer “la paz” en la relación de Cataluña con el resto de España. Admitamos como hipótesis la justificación de Sánchez. El escenario ha cambiado mucho desde que hace seis años Puigdemont declarase, durante unos segundos, la independencia de Cataluña. Los partidos independentistas pierden apoyo, las grandes manifestaciones populares en favor de la secesión prácticamente han desaparecido, el 52 por ciento de los catalanes ya no la quieren. Ha quedado claro que en este momento no es posible porque no tendría apoyo internacional. Y, como dicen los socialistas catalanes, muchas personas, sin necesidad de renunciar a sus ideas, tienen necesidad de que Cataluña funcione. ¿Por qué no una amnistía para pasar página? El independentismo catalán creció con dos decisiones, tomadas por el Tribunal Constitucional, y por el Gobierno del PP, para preservar el Estado de Derecho. Los catalanes votaron a favor de una reforma del Estatut (una suerte de constitución federal) en 2006 y el entonces presidente del Gobierno, Zapatero, les hizo creer que ese cambio sería íntegramente respetado. El Tribunal Constitucional, sin embargo, en ejercicio de sus funciones, lo corrigió. Aquella sentencia fue entendida como una limitación al autogobierno de los catalanes. Lo era. La otra decisión fue el recurso a los tribunales penales, protagonizada por el PP, tras los acontecimientos del 1 de octubre de 2017 (referéndum ilegal, declaración de independencia, desobediencia a las autoridades judiciales, uso de la intimidación). El Tribunal Supremo condenó a los responsables. La inmensa mayoría de ellos, salvo Puigdemont, y algunos más, han pasado ya por la cárcel. ¿Por qué no puede el Estado, que ya ha mostrado su fuerza, ser ahora generoso? La generosidad sería una nueva muestra de solidez. Y el interés general podría hacer conveniente un gesto de perdón. La derecha acabaría beneficiándose. Una solución así plantea varios problemas. No hay garantías de que el independentismo, a medio plazo, haya renunciado a sus objetivos (que incluyen un referéndum de autodeterminación). Puigdemont, a diferencia de los líderes de ERC, no se ha sometido mínimamente al Estado de Derecho. Y, además, la amnistía, en principio, no cabe en la Constitución. Este último escollo podría salvarse. Todos los escollos podrían salvarse. Las constituciones son textos escritos, interpretados por la jurisprudencia de los tribunales de garantías. Pero también son pactos de convivencia vivos que se pueden reformar, bien con los procedimientos establecidos, bien con nuevas interpretaciones. ¿Por qué no un nuevo pacto entre los españoles, entre sus representantes, para pacificar Cataluña? Para eso haría falta, al menos, el acuerdo de los dos principales partidos políticos, representantes de la inmensa mayoría de los electores. Y eso es imposible porque la amnistía la concede Sánchez para seguir en el poder. La polarización de la vida política española empantana el país.
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