Hace falta la reconstrucción del sujeto

Sociedad · FRANCISCO MEDINA
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18 abril 2023
Suele achacarse a los partidos políticos su pretensión de monopolizar y reducir la dimensión política al mero ejercicio del voto. La falta de conversación en ese espacio que compone la actividad política se ha sentido especialmente en estos años de creciente polarización, alimentada desde el poder político y los medios de comunicación; aunque no sólo. No conviene llamarse a engaño: los partidos no son los únicos responsables. Los políticos son reflejo del estado de una sociedad…y de nuestra Iglesia.

En España ha crecido, en las últimas décadas, un desinterés general por la cuestión de la res publica. Y, en paralelo, se ha ido desarrollando una industria del ocio y el entretenimiento en sus diversas modalidades: el auge de las plataformas digitales, el desarrollo de los móviles de última generación, el acceso a Internet y el desarrollo del 5G….han permitido el acceso a información y a contenidos audiovisuales en tiempo real, como si obedeciese a un chasquido que uno hace con los dedos de la mano. Han creado oferta y generado más demanda, al inducir en los que consumen más necesidades a satisfacer. Las dimensiones de esta transformación digital son aún desconocidas y exceden la capacidad de decisión de los poderes públicos, que se ven en enormes dificultades en el ámbito regulatorio para poder enmarcar el fenómeno en un marco que permita, en lo posible, contener los efectos de una expansión incontrolada.

En España, vivimos un proceso ejemplar con la Transición a la democracia a finales de los 70, donde fue palpable un proceso de conversación entre los partidos, la sociedad civil y el poder gubernamental que nos permitió avanzar hacia un sistema democrático. Eran otros tiempos, otra sociedad la que pedía libertad, otra mentalidad. Después de 46 años de régimen democrático, no se ha avanzado en una mayor participación por parte de la ciudadanía. Es más, nos hemos retraído. Cabría decir que, en buena medida, el espacio público se ha privatizado. Ha existido una retirada del sujeto hacia el espacio privado (el ocio, la familia, la búsqueda de bienestar…) ¿Se ha destruido la amistad cívica o es que, en el fondo, nunca ha existido?

No estoy tan seguro de que el movimiento 15-M pueda ser representativo, al menos en exclusiva, de un deseo de renovación de las instituciones. Ese deseo no sólo existía en la izquierda, también en la derecha, aunque en un sentido diferente. La órbita de pequeñas asociaciones y partidos surgidos en la época del gobierno Rajoy (Qveremos, Principios, Fundación Valores y Sociedad, Floridablanca, la creación del partido Avanza…) también escondía un cierto intento de reunificación del centro derecha y de rearme ideológico. Cuestión distinta es que tal corriente fuese mayoritaria e introdujera una renovación en los planteamientos del modo de hacer política, quod non.

No nos hemos caracterizado en España, precisamente, por tener un tejido asociativo fuerte. Tampoco estoy seguro de que pueda achacarse toda la responsabilidad a los partidos políticos. Hay, eso sí, mucha prensa y mucho analista ansioso de abrirse un hueco, muchas asociaciones cuyos ámbitos de actuación se superponen, por abarcar temas muy comunes: desde el medio ambiente hasta la atención a los mayores y otras tantas. Pero eso no se traduce en un nivel elevado de participación ciudadana.

Pienso que se nos da demasiado bien dar un juicio sobre el toro estando desde la barrera: achacamos los errores y defectos de nuestra democracia a las pretensiones de los partidos políticos (algunos de estos juicios resultan un tanto disparatados, pero, como provienen de personas que se han labrado un cierto predicamento en los ámbitos intelectuales y universitarios, se les dota de una cierta bula de autenticidad) pasando por alto que, inevitablemente, todo juicio que se hace al respecto es humano y, en consecuencia, sujeto a sesgo. Con ello, sólo reforzamos esta autorreferencialidad de pensar que estamos en posesión de la verdad (de nuestra verdad, diría yo).

Expresión de lo que quiero decir me parece lo que estamos viviendo en estos últimos años en nuestra comunidad eclesial. Lejos de hacer cualquier juicio catastrófico, sí me parece que, desde hace tiempo, observo esta retirada del espacio público también entre nosotros. Las crisis no sólo se dan en el ámbito de las parroquias, donde la participación en la vida de la comunidad no es, precisamente, mayoritaria.  También se dan en el ámbito de los movimientos, donde la autorreferencialidad se ha instalado: bastaría ver la organización de eventos culturales o actos de presentación de algún libro o documento; quiénes han dado el salto en la vida pública a través de los medios de comunicación católicos o la colaboración en prensa. Pienso que la mentalidad de guetto está llevándonos a una cierta homogeneización del pensamiento, una tendencia a repetir las mismas ideas que parece denotar un cierto cansancio creativo.

Que los temas que constituyen la espina dorsal en la presencia pública de la Iglesia sean la cuestión de la familia y la natalidad, la bioética (aborto, eutanasia), la ideología LGTBIQ+,  es algo que se infiere, sin dificultad, del documento El Dios fiel mantiene su alianza, emitido por la Conferencia Episcopal Española, en tanto que otros aspectos, igualmente importantes, como la llamada a la superación de una dialéctica de contrarios como forma de reconocimiento del otro, el bien común, o una economía más humana, siendo sumamente interesantes, no pasan de una mera formulación programática.

En un contexto de vida líquida, ciertamente, ha de ser fortalecida toda experiencia generadora de vínculos (familia, sociedad…); y no cabe ignorar los efectos de una cultura dominante en las vidas de las personas (que el Papa Francisco ha señalado en todo su pontificado). Pero los desafíos internos que los católicos debemos afrontar nos obligan a examinarnos y a preguntarnos si no hemos contribuido, de alguna manera, a un avance de esta mentalidad: Las consecuencias de los abusos sexuales y de conciencia han impactado fuertemente en nuestra Iglesia y sus heridas están aún por supurar; los abusos de autoridad y las crisis en parroquias y movimientos reflejan que nos hemos vuelto hacia dentro y, en el fondo, denotan que hemos “seleccionado” acercándonos más a quienes piensan como nosotros y no hemos interiorizado la experiencia del verdadero pluralismo en nuestra comunidad (el derivado del ejercicio adecuado de la responsabilidad de cada uno de nosotros en el mundo).

Otro de ellos, y no menos importante (porque es el que más se ha extendido en nuestro país), el de las consecuencias de la identificación del contenido de la fe con una determinada opción política: la militancia en el catolicismo como elemento de orden social, fenómeno que ha generado en una mentalidad de pensamiento hegemónico que alumbra plataformas y asociaciones. Sea porque, en algunos casos, crezcan bajo la fórmula del personalismo, sea porque sirvan de pantalla para la Organización Nacional del Yunque (y su afán insaciable de poder, que les lleva a infiltrarse hasta en las universidades y centros de pensamiento católicos), lo cierto es que la experiencia acumulada nos muestra cuán estériles son tales iniciativas y debería llevar a abordar, de una vez por todas, este fenómeno canceroso que ha vuelto a coger fuerza y amenaza con estallarnos en la cara. Ya algunos obispos (José Rico Pavés, Joaquín Mª López de Andújar, Braulio Rodríguez Plaza) habían alertado al respecto. Necesitamos escuchar más voces y acabar con la cultura de la omertá y el secretismo: no estamos en el México de la época de la guerra cristera ni en la España de 1936.

No podemos ser tan presuntuosos como para pensar que estamos al margen de la sociedad; que el problema son, únicamente, los partidos políticos. Que aceptemos como válida la premisa de pensar que quienes militan en un partido lo hacen por necesidad de supuestas certezas propias de mentalidades obsoletas, u obedeciendo a mera conveniencia no es de recibo. No todo lo que afirman los analistas políticos o sociológicos ha de ser tenido como dogma de fe. Por eso, el mayor error que podemos cometer los cristianos es seguir la opción benedictina de replegarnos hacia dentro, de dar pábulo a teorías, abonadas por panfletos informativos como Actuall o QAnon (que muchos católicos norteamericanos han aceptado de forma acrítica), acerca de un Nuevo Orden Mundial impulsado por George Soros, que únicamente traen miedo. Son muchos, en nuestra Iglesia, quienes se deciden dar el paso de participar en la vida política a través de diversos partidos y asociaciones, según su sensibilidad, y a quienes dejamos solos. Dar pábulo a nuestra costumbre de criticar por sistema a quien decide arriesgarse en este ámbito (que revestimos de sutileza intelectual) no nos hace más libres. Nuestra disconformidad con las decisiones del poder pueden canalizarse en múltiples mecanismos: entre ellos, el de participar en los proyectos de elaboración de normas, derecho que nos atribuye nuestro Ordenamiento jurídico.

No hay cultura de la participación porque no hay sujeto político. Y los católicos, que somos parte de ese cuerpo ciudadano, tampoco tenemos demasiado arraigada esa cultura del encuentro y el diálogo por muchos eventos culturales que hagamos en nuestro entorno. La realidad es que hace falta una reconstrucción del sujeto, no sólo para formar el pueblo de Dios, sino también para contribuir a la reconstrucción del espacio político.

 

Lee también: «Identificar el catolicismo con una determinada opción política no nos hace más ciertos«

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