América se enroca (parte II)
EE.UU. ha hecho lo que no hizo España en el siglo XVII. Si España se hubiera retirado de las Provincias Unidas o del Franco Condado, y hubiera abandonado la causa de la defensa del catolicismo, otro gallo le hubiera cantado al conde-duque de Olivares y a Felipe IV. Otros podrán decir que entonces no hubiese sido España, y tendrán razón… o no, porque siempre hay latente una versión B de una nación o un pueblo.
Para España primaron razones de religión y prestigio, la idea imperial, la misión y la preservación de las esencias de la Cristiandad, ahora Occidente, frente a la razón de estado o el interés nacional, de la Francia de Richelieu y Mazarino. La Historia, una vez más, nos muestra el inicio del lento declive de la monarquía hispánica a pesar de las voces de aviso de esa cara B, nuestros primeros reformistas (algo nacionalistas), los arbitristas, como explica a la perfección Kurt Hofer (“Lesson´s from Spain´s Imperial Decline”, Summer 2021, The European Conservative). Estos, ante la evidente decadencia económica y la necesidad de políticas activas, proponían reformas, que desgraciadamente el conde-duque no pudo llevar acabo, sin duda, por los múltiples conflictos exteriores.
En Afganistán, EE.UU. ha tratado de evitar esto y de ganar tiempo. Para ello, la causa de la libertad, la democracia y los derechos humanos, como la española causa de la catolicidad, ha cedido a la razón de estado. Se ha dado entonces una mutación ideológica en el “establishment” norteamericano, que va a marcar los próximos 50 años (el mundo comienza ahora). Las élites americanas creen que hacen bien, como no hizo España hace 400 años, echándose a un lado, cuando goza aún de prestigio, de autonomía estratégica y energética, y una capacidad de destrucción planetaria jamás alcanzada por ningún pueblo de la tierra (desde los atlantes, diría Platón).
La cuestión es si hay o no rumbo político en este repliegue, que no retirada, unilateral de los americanos, no concertado con sus aliados de la OTAN ni de la Unión Europea.
Para EE.UU. este rumbo en realidad tiene unos 200 años de antigüedad. Podemos estar asistiendo a una vuelta a su “Doctrina Monroe” (América para los americanos), en un momento en que esta es clave para la influencia en el Pacífico asiático, y cuando prolifera la influencia china, iraní y rusa en la América española. Además, es un retorno a un cierto aislacionismo nacionalismo jacksoniano, o a las tesis realistas estilo Kissinger.
EE.UU. vuelve a la razón de estado, aparentemente. Abandona la causa neocon de Bush hijo de la expansión de la democracia, y acaso se centre en la libertad de comercio –¿es esto asumir las tesis de China?–.
Además, EE.UU. es el hegemón naval de nuestra era, como lo fueron España e Inglaterra en su día. Desde 1897 (presidente Mckinley), se concibe como tal, asumiendo las tesis del “navalismo” de Mahan, por las que para gozar de la supremacía mundial se habría de controlar los mares, hoy, además, el ciberespacio (frente a las tesis del “Heartland”, del geógrafo y político Mackinder, que postulaba dominar éste, es decir, Europa del Este, para dominar Asia central, para controlar el mundo). Es posible que estemos viviendo una vuelta a un neo-mahanianismo.
Sin duda, abandonar la idea intervencionista de crear estados utópicos imposibles, en desiertos y pedregales, y de expandir los derechos humanos mediante el derrumbe militar de tiranos y sátrapas, es el desconsuelo de los neoconservadores (o “neoreaganismo” o “wilsonismo duro” desprovisto de instituciones internacionales); y de la socialdemocracia, que en este tema van de la mano. Los primeros, por la misión cuasi religiosa de expandir la democracia, los segundos, por la misión cuasi religiosa de expandir los derechos humanos (debidamente aumentados en aspectos de género, aborto, tipos de familia…).
Como apunta Francis Fukuyama (“América en la encrucijada”), sobre Iraq (otra retirada), existen claros límites para la eficacia militar, y el ejército voluntario de EE.UU. no puede con insurgencias prolongadas. Por ello, sugiere transitar hacia un wilsonismo realista, que reconociera la importancia para el orden mundial de lo que sucede en el interior de los países y que adecue mejor las herramientas disponibles para la consecución de los fines democráticos. Toda una vuelta de rosca para la teoría de la reconstrucción democrática de naciones (“Nation or State building”).
Esto es, a diferencia de lo que se oye hoy día en los medios, la retirada de Afganistán no tiene por qué suponer la renuncia a la expansión global de la democracia, sino que esta parte idealista se ha de efectuar por otros medios (soft power), no solo el militar –de un único país–, contando con aliados y generando confianza y tranquilidad en propios y extraños, y desarrollando, eso sí, las instituciones internacionales y globales, para resolver problemas globales de la humanidad.
Si esto al final se trataba de lucha contraterrorista, como indicó Olivier Roy, es más bien un grave problema de Europa occidental, relacionado con globalización, la crisis económica, de identidad… y la gestión de la inmigración y de las segundas, terceras y cuartas generaciones de europeos. Y entonces, esta nueva visión de las relaciones humanas globales (relaciones internacionales), como dice Fukuyama, va a resultar “descorazonadora para quien se preocupe por los derechos de la mujer, la tolerancia religiosa y demás”, pues el proceso de configurar nuevas instituciones globales y un modelo también global de pesos y contrapesos exige, sobre todo, paciencia.