Yo no tengo miedo. ¡Tampoco lo tengáis vosotros!
Lo mejor es evidente y tiene nombre propio: Aleksei Navalni. Al margen de sus ideas políticas, desde hace tiempo su persona y su acción lo excedían ampliamente, convirtiéndose en la esencia de lo que un pueblo civil considera las coordenadas de la democracia, la libertad y la dignidad.
Ejemplo de democracia. Había mostrado en acto su disposición para luchar por una causa que no era estrictamente personal. De hecho, había vuelto a su patria a pesar de haber sido objeto de un intento de envenenamiento, sabiendo perfectamente que iría a la cárcel, pero convencido de que debía dar ejemplo de coraje civil para sacudir a una opinión pública demasiado servicial con el poder, en su patria pero también –no podemos olvidarlo– aún más gravemente en el resto del mundo. Ahora quien muere es Navalni, pero insisto en que no debemos olvidar a los adversarios políticos, opositores y periodistas que han sido eliminados en estas dos primeras décadas del siglo XXI.
Ejemplo de libertad. No dejó de ser libre, siguió defendiendo su causa disidente incluso en la cárcel y hasta cuando veía que su iniciativa desencadenaba las reacciones más odiosas y absurdas por parte de sus carceleros.
Ejemplo de dignidad. Con su regreso y con su resistencia, mostró lo que significa ser hombres en esta nueva versión del «siglo perro lobo», como llamaba la mujer del gran poeta Mandelshtam a los tiempos de Stalin.
Lo peor de Rusia no es menos evidente, aunque no tiene un solo nombre sino, como se dice ante ciertos homicidios, un nombre colectivo, pues su nombre es legión, es homicida y mentiroso desde el principio.
El poder, que encerró a Navalni en una de sus gehenas, tuvo incluso el descaro de garantizar que se llevarían a cabo las «investigaciones médicas» oportunas, cuando debería hablar de investigaciones penales. Ese mismo poder se ha atrevido a reprochar a Occidente que ya ha encontrado al culpable, cuando no se trata de buscar nada, sino tan solo de ver por qué un hombre normal, en vez de vivir y trabajar tranquilamente en su casa, estaba a dos mil kilómetros de Moscú, en una prisión de máxima seguridad, sometido a todo tipo de vejaciones y arbitrariedades. Ese poder también se ha atrevido a señalar, por boca de uno de sus portavoces aparentemente autorizados (un representante del senado ruso): «Creo que es un accidente, puede pasar».
«Creo que es un accidente, puede pasar». Merece un nombre colectivo el responsable de una declaración así y de todo lo que está sucediendo, porque ese «puede pasar» recuerda de un modo bastante siniestro e instructivo al comienzo del régimen, cuando, después del hundimiento del Kursk, a los que preguntaban qué había sido del submarino perdido, Putin respondía con la arrogancia de quien sabe que no tiene que rendir cuentas a nadie: «Se ha hundido».
Hoy sigue con esa arrogancia, teniendo incluso la soberbia de decir, casi al mismo tiempo, que nunca atacará Polonia si no es para «responder a un ataque suyo» y que si Polonia fue invadida por Hitler fue solo porque «estiró demasiado la cuerda».
Afirmaciones propagandísticas que nos apresuramos a comentar para evitar asustarnos demasiado pero, en el fondo, nos hacen caer en una trampa que corre el riesgo de distraernos de lo esencial. Porque lo que quería el poder quizá era precisamente asustarnos y alejarnos de una verdadera perspectiva de liberación. Pero circula por la red una foto que responde completamente por sí sola a estas y otras acciones o intimidaciones. Se trata de una foto de Navalni con un cartel donde puede leerse: «Yo no tengo miedo. ¡Tampoco lo tengáis vosotros!».
Nos equivocaríamos si pensáramos que se trata de retórica o de un desafío irresponsable. Navalni ha muerto. Ha muerto él y no otros. Y no ha muerto por desafiar al poder, sino porque ha hecho lo que menos puede tolerar este poder por parte de sus súbditos: que uno asuma su responsabilidad personal.
Más allá del significado literal y político de este mensaje, según la modalidad más clásica de la resistencia al totalitarismo (antaño soviético y hoy putiniano), aquí es donde reside el legado más profundo y comprometido de este sacrificio. Navalni nos ha mostrado –repito, más allá de cualquier dimensión política– lo que significa ser hombres hoy: actuar en primera persona, no por un interés personal sino, mejor dicho, más allá e incluso en contra del propio interés personal. Como decía uno de los primeros comentarios de la Rusia libre, no lo hizo por «ocupar el puesto del dragón».
Navalni no actuaba intentando ocupar el puesto del dragón sino que actuaba en primera persona para dar espacio a una fuerza ante la cual todos somos responsables y a la que todos debemos rendir cuentas si queremos ser dignos de nuestra calidad de seres humanos y adquirir una fuerza que de otro modo resulta impensable.
Es algo sobre lo que habrá que volver, pero que llama la atención en los primeros comentarios rusos: el espíritu de sacrificio que ha demostrado Navalni da testimonio de sus fuentes religiosas, que nunca ocultó y que acaso se vieron oscurecidas por la religión oficial en su desconcertante y escandaloso servilismo al poder.
También habrá que volver sobre otra cuestión sobre la que corremos el riesgo de no prestar la atención debida, acobardados por esta enésima tragedia. Todo lo minoritaria que se quiera (como todas), esa Rusia libre nunca se deja abatir del todo y sigue esperando, como en el caso de Aleksandra Skochilenko, condenada a siete años y medio en un campo de trabajo y que sigue diciendo que «la vida humana es un milagro»; o el de Ilya Yashin que, ante la perspectiva de poder ser liberado en un intercambio de prisioneros, lo rechazó para poder permanecer en su patria dispuesto a trabajar en su reconstrucción, y otros muchos casos que podríamos citar en este sentido.
Todos en el bando de los perdedores, de momento, pero eso nunca turbó la perspectiva de la disidencia en tiempos de la Unión Soviética, como fue el caso de Anatoli Marchenko, uno de los últimos presos de conciencia, que murió en la cárcel en 1986 durante una huelga de hambre que tampoco inició por defender un interés personal, sino para pedir la liberación de todos los presos políticos detenidos en la Unión Soviética. Marchenko murió y su sacrificio pareció inútil, pero su mujer en el funeral despidió a su marido con estas palabras: «No tengas miedo, Tolia, todos serán libres». Al cabo de unos meses, las presiones internacionales obligaron a Gorbachov a aprobar una amnistía que fue uno de los baluartes del futuro cambio de régimen.
Los tiempos y los hombres han cambiado, ciertamente, pero nuestra conciencia no puede perder su memoria ni el sentido de su responsabilidad.
Artículo publicado en La Nuova Europa
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