Verlo vivo*
Un anhelo de plenitud
Dios nos creó seres libres. Cada uno está llamado a elegir lo que cree que colmará su vida, lo que responde a esa sed de plenitud que nuestro corazón no deja de anhelar. Hay momentos en los que esta sed de plenitud se hace sentir particularmente, somos puestos a prueba: cuanto más sentimos esta sed, más nos sentimos desafiados a investigar qué es lo que verdaderamente corresponde a nuestra espera. No cualquier elección responde a la totalidad de nuestra hambre y sed. Nos damos cuenta de que no podemos descargar esta cuestión en nadie más; cada uno de nosotros está llamado por su nombre, en su propia irreductibilidad, a elegir, a tomar posición. Así surge ante nuestros ojos que cada uno de nosotros es único y está en relación directa con el Misterio, con Dios.
En momentos así podemos sentir toda nuestra soledad, que no es sentirnos solos sentimentalmente, sino percibir toda nuestra dignidad de ser «únicos». Así lo reconocía Leopardi, que veía en esta irreductibilidad «el mayor signo de grandeza y nobleza que puede verse en la naturaleza humana». Nadie puede sustituirnos en la mayor decisión de la vida, cada uno de nosotros está llamado a responder con toda la irreductibilidad que constituye su persona.
La Biblia identifica a veces estos momentos con el desierto, donde uno se siente despojado de todo y llamado, sin otras distracciones que oscurezcan el verdadero drama, a reconocer lo esencial, lo que realmente necesita para vivir, lo que realmente importa. El profeta Oseas lo dice de una manera hermosa. Dios habla del pueblo de Israel como de su esposa: “por eso, yo la persuado, la llevó al desierto, le habló al corazón” (Os 2,16). La enfermedad también puede ser una circunstancia que nos haga conscientes de que somos «únicos», como le ocurrió a Giovanni Allevi en Sanremo (nde: Se refiere a la intervención del cantante Giovanni Allevi en el Festival de Sanremo de 2023 en el que relató la experiencia que había tenido al sufrir una grave enfermedad). Por eso gritó delante de todos: «cada individuo, cada uno de nosotros, cada uno de vosotros, es único, irrepetible y, a su manera, infinito».
Son momentos en los que cada uno se siente llamado a reconocer la verdad de sí mismo desde lo más profundo de su propia experiencia, hasta el punto de preguntarse: «pero, ¿quién soy realmente? ¿qué es este anhelo de plenitud que grita dentro de mí sin darme paz? ¿qué es este anhelo que empuja dentro de mí sin descanso?». Cuanto más conscientes somos de la naturaleza de este anhelo, más acorralados estamos. Ante una urgencia tan poderosa no se puede bromear, no se puede jugar. Es una pregunta radical, la vida depende de esta pregunta. Ante esta urgencia de plenitud, el hombre está llamado a reconocer qué le corresponde, qué puede estar a la altura. Todos estamos siempre ante una lista de posibilidades, lo sabemos bien, lo hemos experimentado muchas veces. Y cuanto más en serio se ha tomado cada uno la necesidad ilimitada que lleva encima, más se da cuenta de que no cualquier intento de respuesta puede satisfacer la presión incesante de su deseo. Y cada uno comprende cada vez más la magnitud del drama de vivir.
Ni siquiera Jesús, en su humanidad, pudo evitar enfrentarse a este drama. De esto nos habla el Evangelio: el relato de las tentaciones de Jesús en el Evangelio de Marcos es muy sobrio, seco, conciso, comparado con la versión de Mateo y Lucas. «El Espíritu lo empujó al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás» (Mc 1,11-13). Marcos no nos cuenta el contenido de las tentaciones, pero no nos hace falta. Eliot, el gran poeta norteamericano, resumió sucintamente cuáles son las tentaciones fundamentales que el hombre encuentra en el «desierto y el vacío»: «la usura, la lujuria y el poder» (T.S. Eliot, Coros de La Roca). Pero Jesús, como vemos, no teme la tentación: es el propio Espíritu el que le conduce al desierto, para Él es una oportunidad, como muchas otras que tendrá en la vida, de mostrar lo que realmente le importa, su vínculo con el Padre. Su conciencia de Hijo le permite desenmascarar la mentira de cualquier alternativa a su relación con el Padre. ¿Qué puede hacerle alcanzar la plenitud si no es su relación con el Padre? ¿Cómo sale Jesús de estas tentaciones? La respuesta la tenemos en la forma en que se conduce tras el momento de la prueba: “después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 14-15). Sale de la prueba con tal aumento de su autoconciencia que dice a todos: «el tiempo se ha cumplido», el mal no ha vencido, Satanás ha sido derrotado por la atracción del Padre. Con su victoria, Jesús inaugura el tiempo del cumplimiento: la libertad del hombre como autorrealización ya es posible ahora, en la historia. Por tanto, no estamos obligados a vivir como esclavos de la «usura, la lujuria o el poder», ¡nos es posible alcanzar la única plenitud que nos hace libres! Por eso «el Reino de Dios está cerca», está al alcance de los que de verdad quieren ser libres, de los que quieren realizarse.
¿Cómo se consigue esta libertad? Ante todos, Jesús nos dirige una invitación estremecedora: «convertíos y creed en el Evangelio». Convertirse no significa, como tantas veces pensamos, un esfuerzo sobrehumano alcanzable solo para algunos, sino que es dejarse fascinar por su presencia, dejar que entre en nosotros. Creer es reconocer el Evangelio, la Buena Noticia que es su persona. Nos invita a comprobar hasta qué punto la verdad que nos trae es única, porque nos hace libres. «La verdad os hará libres», dice san Juan (Jn 8,32). Sabéis que habéis encontrado la verdad, por vuestra experiencia de libertad, porque la libertad no es solo la capacidad de elegir, es el cumplimiento del deseo de satisfacción que todos tenemos. Es el cumplimiento de la alianza hecha con Noé, que se ha convertido en realidad definitiva para cada uno de nosotros en el Bautismo. Así, el Señor nos hace comprender cuál es la finalidad de nuestra irreductibilidad, de nuestra grandeza, como dice san Agustín: «Muestra bien a las claras la grandeza que has querido atribuir a la criatura racional; a su dichosa quietud no basta nada que sea menos que Tú y, por tanto, ni siquiera ella misma» (Agustín, Confesiones). En efecto, menos que Tú, Oh Cristo, todo es demasiado poco para nuestro corazón.
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Llamada a la experiencia
Llama la atención este comienzo del texto del Éxodo: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto» (Ex. 20, 2). Las palabras con las que Dios se dirige a su pueblo sólo pueden entenderse porque apelan a la experiencia hecha por el pueblo. Este llamamiento a la experiencia es decisivo para comprender el alcance de lo que escuchamos. Por eso Dios nunca separa la afirmación: «Yo soy el Señor, tu Dios» del acontecimiento en el que lo experimentaron en la historia: «Yo te saqué de la tierra de Egipto». ¡Qué vacías sonarían las palabras de Dios sin este vínculo inseparable entre palabras y hechos! Basta observar lo que ocurre en nosotros cuando oímos decir «te quiero» y no vemos las palabras confirmadas por los hechos que documentan su verdad. Nos parecen tan vacías, tan poco fiables, que permanecemos incrédulos. Para evitar este riesgo, Dios siempre comienza Su relación con el hombre tomando la iniciativa con hechos, como la salida de Egipto. Lo hace así para que Sus palabras tengan sentido para quienes las escuchan, para que sean totalmente convincentes para quienes las oyen como para ser verdaderamente sustanciales y dignas de confianza. Así es como Él se da a conocer. Por eso, el gesto inicial de la salida de Egipto fue tan revelador de que la naturaleza del «Dios de Israel» se define como el «Dios que os sacó de la tierra de Egipto». Dios no puede separarse de su acción. Cuando el niño dice «madre», dice una palabra que contiene toda la historia de su relación con ella.
Este modo de hacer de Dios es decisivo no sólo al principio, sino en todo momento. Por eso el comienzo, este hecho original, esta iniciativa única, nunca puede convertirse en «pasado”. El comienzo es «la fuente de la que nunca te puedes separar» (Balthasar) para comprender. Esto es especialmente relevante para entender el sentido de los mandamientos posteriores. «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto» es el antecedente del significado de los mandamientos. Sólo teniendo este hecho presente ante los ojos se podrá comprender su significado, de lo contrario se convertirán en esa lista de tareas a las que a menudo se reducen, volviéndose así incomprensibles e impracticables.
En cambio, quienes viven llenos de emoción por la liberación de Egipto, ¿qué pueden hacer más razonable que cumplir el mandamiento de Dios: «no tendrás dioses ajenos delante de mí»? Pues «nuestra libertad es inseparable de haber sido liberados». (Balthasar). Ese acontecimiento es el origen continuo de la libertad, de esa satisfacción del deseo de plenitud que nos hace libres de todo lo demás. De ahí pueden surgir la razón y la energía para cumplir los mandamientos: «No te inclinarás ante ellos [otros dioses] ni les servirás […]. No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano […] No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni su mujer, ni su esclavo, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.
¿Cómo se pueden cumplir estos preceptos con nuestra debilidad? Sólo porque Dios llena la vida de tal plenitud, hasta la conmoción, que podemos ser tan libres y plenos, que no necesitamos codiciar la casa, la mujer, y los bienes ajenos hasta el punto de robar o cometer adulterio. Para recordarnos este origen, Dios utiliza un instrumento: el descanso sabático, que es el gesto inventado por Dios para educarnos a tener siempre presente ese acontecimiento, a vivir siempre ese acontecimiento como algo presente.
Pero el hombre es incapaz de permanecer en esta posición originaria. Continuamente recae, aferrándose a las migajas, para llenar el vacío que Dios ya no llena. El Evangelio documenta cuán cierto es esto: “Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora» (Jn 2, 14-22).
El templo, la casa de Dios, construida con el sacrosanto propósito de tener presente este acontecimiento, de honrar siempre la memoria del Dios que mostró pasión por su pueblo, decae hasta convertirse en un mercado, o peor aún, en una «cueva de ladrones», como dice el profeta Jeremías. ¿Qué queda de aquel acontecimiento de liberación? A causa de esta decadencia, el Antiguo Testamento, en muchos pasajes, documenta el anhelo de una purificación del templo en los tiempos mesiánicos que los profetas suscitaban constantemente. Era una señal de que esos tiempos llegarían. La expulsión de los mercaderes del templo es la realización de esa anhelada purificación. El gesto de Jesús pretende restaurar el verdadero sentido del templo como lugar de recuerdo, de culto a Dios. Petición de que aquel acontecimiento no quede en el pasado, he aquí el «celo por tu casa» que devorará a Jesús.
Pero siguen sin comprender, y su gesto suscita la oposición de los judíos, que habían sido los primeros en experimentar la iniciativa de Dios con su pueblo. Y eso confirma hasta qué punto se habían desprendido ya del origen de su historia. El comienzo había quedado tan lejos en el pasado que no comprendían la iniciativa de Jesús. Por eso le presionan: «¿Cómo es que haces estas cosas? ¿Qué señal nos muestras para hacer estas cosas?». Jesús responde dándoles una señal que no entienden: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Pero ellos no podían entender una respuesta tan desafiante, tan fuera de su capacidad de comprensión. Se desprende de la réplica: «Este templo se construyó en cuarenta y seis años, ¿y tú lo levantarás en tres días?». «Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra dicha por Jesús.» El verdadero templo solo será revelado con la resurrección de Cristo. Este hecho mostrará cuál es la verdadera purificación del templo, desde dónde verdaderamente podemos llegar a Dios. No en un templo construido por nosotros, sino con ese templo generado por Dios, que es el cuerpo de Jesús. Sólo este nuevo templo podrá garantizar que el principio no se convierta en pasado. Cristo resucitado estará siempre presente en medio de nosotros.
En la espera de este cumplimiento, los signos en el presente provocaron la libertad de quienes los veían, y algunos creyeron: «Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía” Pero esta adhesión fue considerada poco fiable por Jesús. De hecho, continúa el Evangelio: pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre” (Jn 2, 23-25).
Este drama que Jesús introduce en la historia, para provocar la razón y la libertad del hombre, continuará a lo largo de la historia humana, como nos muestra san Pablo. Para algunos, este modo de actuar de Dios es un escándalo, para otros una necedad. “Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros -dice san Pablo después del acontecimiento del encuentro con Cristo resucitado- predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. (1 Co 1, 22-23)”.
Sólo los llamados, los que han tenido la gracia de participar en el acontecimiento de Cristo y son tan audaces como para verificar el Método de Dios, podrán ver en la experiencia -como san Pablo- que Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios». Y que «la locura de Dios es más sabía que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres». Sólo Cristo, «el poder de Dios» es el cumplimiento de aquella liberación que comenzó en Egipto. Sólo Él es capaz de liberarnos para siempre. Esta es la liberación a la que cada uno de nosotros está llamado.
La humanidad de los discípulos
Es consolador ver la humanidad de los discípulos. Tienen miedo como nosotros, están atribulados, tienen dudas. Así que podemos sentirnos representados y esto hace que su testimonio sea aún más impresionante. Los Evangelios no necesitan ocultar nada de la humanidad de los discípulos, la ponen ante todos para que forme parte de la revelación: su humanidad contribuye a hacer patente la naturaleza misma de la victoria de Cristo. Jesús se sorprende de su aflicción, sobre todo después de que ya se les había aparecido y le habían reconocido: Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón». Pero, a pesar de ello, les pregunta: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón?” Al mismo tiempo, les tranquiliza sin reproches: “Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». Dicho esto, les mostró las manos y los pies” (Jn 25: 39 y ss). Jesús les asegura que es realmente Él quien tienen ante sus ojos. Aquel a quien conocen, Aquel con quién han compartido tanto tiempo juntos, Aquel a quien han visto afrontar la pasión y la muerte en la cruz. Quien tienen vivo ante sus ojos es su amigo. Aquel a quien depositaron en el sepulcro. El Resucitado es precisamente el Crucificado: «Mirad mis manos y mis pies: ¡soy yo!». Era Él quien ahora estaba ante ellos. La identidad entre el Crucificado y el Resucitado es decisiva. Si fuera otro, o un fantasma, todo se derrumbaría, pero «¡un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo! Tocadme y veréis». Y lo confirma mostrándoles «las manos y los pies», la huella palpable que la crucifixión ha dejado en Él y que facilita su reconocimiento.
Al miedo, al disgusto, a las dudas, Jesús no responde con explicaciones, ánimos o discursos. Nada de esto podría consolarles. El miedo, la turbación y la duda sólo pueden ser verdaderamente desafiados por una presencia. Lo vemos en nosotros mismos: el miedo no se vence con razonamientos. El miedo de un niño sólo puede ser vencido por la presencia de su madre, sólo su presencia le calma y le apacigua. Ningún otro método podía vencer las dudas, el miedo o la turbación de los discípulos. Solo la presencia viva de Jesús, de Aquel a quien los discípulos habían depositado en el sepulcro y que ahora tienen ante sí.
La verdad de lo que cuentan los testigos se ve de manera aún más impresionante por la alegría que invade a los discípulos. Basta con pensar en quién está de luto, sumido en la pérdida de un ser querido: nada puede suplir su falta. Ante esa falta, cualquier palabra, o cualquier iniciativa que se tome, se muestra incapaz de llenar el vacío dejado. Sólo quien ha sentido el vacío puede comprender qué cambiaría el luto en alegría: únicamente la presencia del ser querido reencontrado. Ninguna otra actividad, recuerdo o nostalgia puede llenar el hueco que tenemos dentro cuando echamos de menos a alguien verdaderamente querido.
De ahí que la alegría que invade a los discípulos sería inexplicable si sólo fuera un fantasma, u otro hombre distinto de Aquel a quien conocieron y amaron. En las fórmulas que utiliza el Evangelio para hacernos comprender lo que estaban experimentando, se ve incluso en su desconcierto: “no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos”. Es paradójico que sintieran alegría antes incluso de creer, ¡que se llenaran de estupor antes incluso de reconocerlo! Podemos entenderlo bien: ¡cuántas veces nos ha pasado que primero nos asombramos y sólo después nos damos cuenta de que estamos asombrados! Es algo inesperado que sucede y que primero nos llena de alegría y asombro y luego nos damos cuenta. El mejor testimonio de ello es el de los discípulos de Emaús: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino?» (Lc 24,32). El ardor de sus corazones había precedido a su reconocimiento de Jesús. Sólo se dieron cuenta cuando lo reconocieron. Todos estos detalles, por pequeños que sean, demuestran la fiabilidad de sus testimonios, incluso antes de que Él les sorprendiera de nuevo con otra iniciativa: «¿Tenéis aquí algo de comer? Le ofrecieron una ración de pescado asado; la tomó y comió delante de ellos». Todo lo que se cuenta en estos testimonios no sería posible si no fuera cierto que sus vidas asustadas, atribuladas y llenas de dudas se toparon con la presencia viva de Aquel a quien habían estado ligados por la convivencia, durante años, y a los que les abre los ojos para ayudarles a comprender. Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras” (Lc 24, 44-53).
El espacio que los Evangelios conceden al camino recorrido por los apóstoles para llegar a la certeza de la fe en el Resucitado, de modo que pudieran convertirse en testigos, encuentra su razón de ser en las palabras que san Pablo dirige a los fieles de Corinto, entre los que había algunos que negaban la resurrección: «Si Cristo no ha resucitado -dice san Pablo-, vana es vuestra fe y seguís en vuestros pecados. La fe cristiana, por tanto, se mantiene o cae, es una alternativa que sólo depende de la historicidad de la Resurrección.
¿Qué significado tiene esto para nuestras vidas? Como los discípulos, con demasiada frecuencia nos encontramos atemorizados, turbados por nuestras preocupaciones, llenos de dudas ante los desafíos que nos plantea la vida. Ante estas situaciones, nos asalta la pregunta: ¿podemos alcanzar la certeza de los discípulos que cambió el miedo en alegría? ¿estamos condenados a posponer la certeza a un tiempo fuera de la historia porque no creemos posible -como ellos- que pueda darse en la historia una certeza como la que testimonian los relatos pascuales? Todos somos conscientes de que sin certeza estamos siempre en un estado de ansiedad, determinados por el miedo a perder algo que amamos, algo significativo, por el miedo al paso del tiempo, por la falta de ternura hacia nosotros mismos porque prevalece la medida que nos angustia. ¡Cuántas cosas desordenan nuestra mente a diario! Todo esto provoca tal inseguridad existencial que nos lleva a la convicción de que la verdadera paz de la que habla Jesús, esa paz presente, profunda, que nos libera de las preocupaciones que abarrotan nuestros días, es inalcanzable, porque siempre hay alguna sombra que domina, que invade la mente.
Los relatos de la resurrección son sorprendentes porque dan testimonio de otra posibilidad al alcance de la gente corriente, como nosotros, la gente-gente, una posibilidad que anhelamos. Sólo una presencia viva, resucitada, que ha vencido a la muerte, puede hacernos alcanzar, por la gracia, lo que a nosotros nos parece una meta inalcanzable.
¿Qué lo hace posible? Su presencia viva. Aquí. Ahora. Como decía el poeta francés Charles Péguy: «Él está aquí. / Está aquí como el primer día. […] Es la misma historia, exactamente la misma, eternamente la misma, que sucedió en aquel tiempo y en aquel país y que sucede cada día en toda la eternidad». (El Misterio de Caridad de Juana de Arco). Sólo su presencia viva, acogida en la sencillez de la fe, puede hacer posible para nosotros lo que vemos en los discípulos, para dar consistencia a nuestro yo tan frágil y a menudo a merced de todo, llenando la vida de alegría y seguridad.
Una iniciativa única
«Es imposible que la sangre de toros y machos cabríos elimine los pecados». Todos los intentos de los sabios antiguos fueron incapaces de alcanzar el objetivo, es decir, superar la distancia que separaba a Dios de los hombres. Entonces, el Señor toma una iniciativa totalmente única y singular, preguntando al Hijo si está dispuesto a tomar un cuerpo. “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, | pero me formaste un cuerpo; | no aceptaste | holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: He aquí que vengo | —pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí— | para hacer, ¡Oh Dios!, tu voluntad (Hb 10: 5 y ss)”.
Esta aceptación del Hijo es el origen del anuncio hecho a María. Para que el Hijo tome cuerpo, necesita una mujer. Por eso, todo el designio de María está íntimamente ligado al designio de Dios de tener un Hijo que supere definitivamente la distancia que separa a Dios de los hombres.
«Alégrate, María: el Señor está contigo», es el anuncio dirigido a esta joven desposada. Toda la predilección, para cumplir Su plan, sucede en aquella muchacha de 15-16 años que es alcanzada por esta preferencia total del Misterio. A partir de ese momento, toda su vida estará determinada por esta promesa: «el Señor está contigo», ¡nunca tan verdadero! Por eso le dice: «No temas, porque has hallado gracia ante Dios»; toda su vida estará determinada por haber «hallado gracia ante Dios». Que Dios se digne mirar a una persona es la señal más poderosa de Su libertad, es la mayor señal de Su preferencia por esa persona. A partir de ese momento, esa chica no tendrá que hacer otra cosa que lo que Él diga: “hágase en mí según tu palabra”. “Hágase en mí según tu palabra” significa para María que, una vez que acepte al Hijo, no tendrá nada más que imaginar, no tendrá ningún pensamiento que seguir porque al único que tendrá que seguir es a ese Hijo a través del cual el Misterio hace evolucionar las cosas. Y el Hijo no tendrá nada más que decir que Él vive de la voluntad del Padre: «no he hecho otra cosa que cumplir la voluntad del Padre». Este cumplimiento de la voluntad del Padre por parte del Hijo llevará a esa madre a situarse ante el plan de Dios sobre su Hijo y ella también podrá seguirlo. Este vínculo cada vez más estrecho, que la llevará a atravesar todos los momentos de la vida de su Hijo, hasta su muerte y resurrección, la hará partícipe de Su victoria en la Asunción al Cielo. Todo es sencillo, sólo hace falta una cosa, lo que Isabel dice a María: “Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá”
Nada igual
Pedro, Santiago y Juan se habían sentido atraídos por Jesús desde el principio. Desde el primer día habían quedado tan prendados de su singular presencia que no pudieron evitar, como relata el Evangelio, ir en su busca al día siguiente. También al siguiente, sin detenerse jamás. Cada día estaban más apegados a aquella persona que había aparecido de repente en sus vidas. Les impresionaba su autoridad, completamente distinta de la de los escribas. Hacía vibrar su humanidad con una intensidad que nunca antes habían experimentado. Les asombraban sus milagros y su mirada, capaz de abrazar a todos tan profundamente que se quedaban boquiabiertos y exclamaban: “nunca hemos visto una cosa igual” (Mc 2,12). Pero aún no habían visto lo que les esperaba, lo mejor estaba por llegar. Aquel día se habían levantado de la cama, como todos los días, con ganas de ir a verle, pero aquel día Jesús les tenía preparada una sorpresa única que no hubieran podido imaginar.
«Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan». De todos los demás apóstoles, Jesús se llevó consigo a los tres, uno por uno, llamándolos por su nombre: Pedro, Santiago, Juan. Jesús no tiene miedo de ser audaz, eligiendo incluso a algunos entre los ya elegidos. No le importa lo que piensen los demás, no se deja determinar por el juicio de los demás. Su libertad es única. ¡Quién sabe de dónde le viene esta libertad única¡. “Sube aparte con ellos solos a un monte alto”. Jesús los lleva a un monte alto, lejos del ruido de la vida cotidiana, como cuando se elige el lugar más apropiado para una comunicación importante. La elección del lugar prometía algunas sorpresas que estaban fuera de lo común. En su tradición, la montaña era un lugar especialmente significativo, basta pensar en el monte Sinaí. Eran lugares elegidos por Dios para comunicar, para desvelar algo particularmente relevante. No es difícil imaginar que Pedro, Santiago y Juan, caminando, se agitaban pensando en lo que su amigo habría preparado. Pero su imaginación es superada por los hechos, cuando Jesús “se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mateo 17, 2).
Lucas es el único que añade que todo esto sucedía mientras Jesús oraba. Si ya desde el principio se sintieron atraídos por Jesús hasta el punto de que no podían desatarse, ahora esta atracción alcanza límites escalofriantes. “Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Lo sabemos bien, cuando nos sucede algo tan singular que nos absorbe por completo y no queremos que termine.
En ese momento se revela en su experiencia que la vida era permanecer allí con Él, no separarse nunca de Jesús. Se les da a Pedro, Santiago y Juan, también a nosotros, según el método de Dios, que lo da a alguien para que a través de él llegue a otros. Y, poco a poco, a todos. Si Cristo no es una presencia ahora, como lo fue para ellos, una presencia presente que lo toma todo de nosotros, nuestra vida no puede ser conquistada, y estamos a merced de cualquier cosa. Si Tú, oh Cristo, no eres una presencia real como lo fuiste para Pedro, Santiago y Juan, mi yo, mi persona, no puede alcanzar la plenitud que Tú traes al mundo. En la culminación de este acontecimiento, se nos ofrece la clave para comprender esa excepcionalidad que les había unido desde el principio, y que ahora se hace patente. “Una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo»”.
Jesús, en la transfiguración, quiso revelar a Pedro, Santiago y Juan el origen del que manaba todo lo que ya habían visto en su vida cotidiana, lo que les había llenado de asombro. Ahora lo ven en todo su esplendor. «La transfiguración es un acontecimiento de oración; se hace visible lo que sucede en el diálogo de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se hace pura luz. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz. Lo que es en su ser más íntimo -y lo que Pedro había intentado decir en su confesión- se hace perceptible en este momento también a los sentidos: el ser de Jesús en la luz de Dios, su propio ser luz como Hijo». (J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret). Su Padre es la fuente inagotable de su diversidad, de la novedad que brilla ante ellos. Su relación con el Padre, su ser Hijo, es lo que le hace tan resplandeciente, es lo que suscita en Pedro, Santiago y Juan el deseo de permanecer con Él. Pero aún debían comprender lo más importante, que ese momento de la transfiguración anunciaba el gran acontecimiento que iba a llegar: “Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos»”.
¿Aquel acontecimiento era como otros acontecimientos de sus vidas? ¿Era sólo para ellos, que habían tenido la suerte de participar, y nosotros, los pobres, quedamos excluidos? San Pablo responde a esta pregunta: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?”.
Tenemos la suerte de haber visto la continuación de aquel momento que sucedió en la montaña. La transfiguración anuncia algo definitivo, la muerte y resurrección de Jesús. En efecto, Dios no perdonó a su Hijo Jesús, perdonó al hijo de Abraham, pero no a su Hijo Jesús. Lo entregó a la muerte por nosotros. ¿Por qué? Para que pudiéramos ver hasta dónde llegó la pasión de Dios por nosotros al no ahorrarse ni a su propio hijo. Por eso, a partir de la resurrección de Jesús, no hay sólo una presencia del pasado: Él está vivo y sigue estando presente a través de los que Él elige, los que han reconocido la voz del Cielo, y nos invita a escucharlos. Podemos interceptar a sus testigos, hoy como entonces, por la luz que brilla en sus ojos. Por el brillo de su mirada que podemos ver con nuestros propios ojos en aquellos que siguen y escuchan al Hijo. Por eso la Iglesia pone ante nosotros esta escena del Evangelio, para invitarnos a seguir al Hijo, para que Él despierte en nosotros el deseo de participar en esta vida transfigurada, siguiendo a los testigos en los que Él brilla hoy.
La riqueza de su gracia
«Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto». Aquel acontecimiento había impresionado tanto al pueblo de Israel que se quedó «pegado» a su Dios. Incluso Dios había quedado impresionado, como recuerda al poner en boca de Jeremías estas palabras: “recuerdo tu cariño juvenil, | el amor que me tenías de novia, | cuando ibas tras de mí por el desierto, | por tierra que nadie siembra” (Jr 2:2). Pero este amor del pueblo no resistió las vicisitudes de la historia y el Señor les pregunta a los israelitas: Los sacerdotes no preguntaban: «¿Dónde está el Señor?». Los expertos en leyes no me reconocían; los pastores se rebelaban contra mí, los profetas profetizaban por Baal, fueron tras ídolos que no sirven de nada” (Jr 2:5). No se acordaron del Señor que los sacó de la tierra de Egipto, «no preguntaron: ¿Dónde está el Señor que nos sacó de Egipto y nos condujo al desierto?» (Jr 2,6). Incluso aquellos que deberían haberles ayudado.
Con este camino emprendido por el pueblo de Israel, se comprende el libro de las Crónicas: «Los jefes de Judá, los sacerdotes y el pueblo multiplicaron su infidelidad, imitando en todo las abominaciones de los otros pueblos, y profanaron el templo que el Señor había consagrado en Jerusalén». Pero a pesar de su infidelidad – «El Señor, el Dios de sus padres, envió a sus mensajeros para advertirles, porque se compadecía de su pueblo y de su morada”. Este es nuestro Dios, el que se mueve con premura e incesantemente por compasión hacia nosotros. Esta premura única e incesante se merecería una respuesta igualmente considerada por parte de Israel. Era el último gesto de misericordia de Dios hacia ellos, pero en lugar de escucharle, continúa el texto: «pero ellos escarnecían a los mensajeros de Dios, se reían de sus palabras y se burlaban de sus profetas, incluso del último enviado, el profeta Jeremías, que les habló en nombre del Señor, pero no le escucharon. ¿Qué más podía hacer el Señor que no hubiera hecho ya? El texto continúa: «la ira del Señor se encendió irremediablemente contra su pueblo (2 Cr 36,16). La cólera del Señor no debe entenderse como una acción punitiva de Dios contra su pueblo, nos recuerda el profeta Oseas: «No actuaré en el ardor de mi cólera, | no volveré a destruir a Efraín, | porque yo soy Dios, | y no hombre.“ (Os 11,9). Entonces, ¿qué hace Dios? ¿Qué significa esta ira? Cuando Dios ha agotado sus iniciativas y sólo queda la obstinación de su pueblo, ¿qué puede hacer? » yo soy el Señor, Dios tuyo, | que te saqué de la tierra de Egipto; | abre la boca que te la llene». Pero mi pueblo no escuchó mi voz, | Israel no quiso obedecer: los entregué a su corazón obstinado, | para que anduviesen según sus antojos” (Salm 81) Es como el padre del hijo pródigo, ante la terquedad de su hijo, no lo castiga, lo deja ir. ¿Qué otra cosa podía hacer sino dejarle ir con la dureza de su corazón para que verificara su elección? Esta obstinación tiene consecuencias. Cuando Israel, en lugar de confiar en el Dios que se había mostrado tan bondadoso, confía más en carros y caballos que en el Señor, llegan los babilonios y, continúa el texto: «Incendiaron el templo de Dios, derribaron la muralla de Jerusalén, incendiaron todos sus palacios y destrozaron todos los objetos valiosos, llevando al pueblo al exilio en Babilonia. Allí, en el exilio, tendrá la oportunidad -como el hijo pródigo- de tomar conciencia de quién era el Dios que con tanto esmero había cuidado de ellos. Es como el último recurso que Dios tiene con nosotros cuando prevalece nuestra obstinación. Esta dinámica que hemos descrito no se ha detenido, como vemos en el Evangelio. Dios no se cansa de mostrarnos toda la pasión que siente por nosotros.
Y esto alcanza su punto culminante cuando dice: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. (Jn: 3: 16). Dios no tiene ningún interés en juzgar al hombre. Es puro amor que llega hasta dar al mundo, por amor, a su Hijo» (Balthasar). De hecho, San Pablo insiste: Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —estáis salvados por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él, para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia, mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Ef 2). Dios puede entregar a su Hijo por nosotros, aunque pecadores, pero no puede hacer en nuestro lugar lo que sólo nosotros podemos hacer: acoger libremente su amor. Esperemos no desperdiciarlo y no tener necesidad de ningún exilio para comprender y acoger esta gracia.
Una presencia viva
Cuando bajaban del monte, les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir aquello de resucitar de entre los muertos » (Mc 9,9-10). No sabían lo que significaba «resucitar de entre los muertos». No es que no hubieran visto con sus propios ojos como Jesús había devuelto a la vida a algunas personas -al hijo de la viuda de Naín, a la hija de Jairo, a Lázaro-, pero después de estos acontecimientos seguían sin entenderlo.
¿Cómo aprendieron qué es la resurrección? Sólo la experiencia de Cristo resucitado reveló a los discípulos qué es realmente la resurrección. Ni siquiera el hecho de que hubiera sido anunciada en el Antiguo Testamento, o por el propio Jesús, les había bastado para comprender. Sólo la experiencia de su encuentro con la presencia viva de Jesús resucitado les introdujo en el conocimiento verdadero y real de la resurrección. Pensemos en cuánta decepción había en los dos que caminaban hacia Emaús. Sólo el verlo vivo les abrió los ojos para darse cuenta de cuánto les ardía el corazón en el camino, hasta el punto de que regresaron a Jerusalén, donde encontraron a los Once, que también dijeron: «¡Verdaderamente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!». (Lc 24,34). O María de Magdalena que lo confunde con el jardinero y lo reconoce sólo cuando oye que le llama: «¡María!». Qué intensidad debió de sentir aquella mujer al tener una experiencia totalmente nueva de lo que significaba tener ante sí a «alguien que está vivo». El Evangelio nos sorprende con el saludo que Jesús dirige a sus discípulos, precisamente a los que la habían traicionado: «La paz esté con vosotros». «No hay otra escena de reconciliación con los discípulos, que le han negado vergonzosamente y han huido, todo esto se hunde en la gran paz que Jesús les ofrece» (Balthasar).
¿Cuál fue la experiencia de Jesús para no estar determinado por sus traiciones? Fue otra vida, toda nueva, toda distinta, toda rebosante de paz. Una vida que resplandecía en Él y se extendía primero a los suyos y luego a todos. «Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»» (Jn 20,22). Es esta identificación con los relatos pascuales la que puede hacernos cada vez más familiar su presencia viva e introducirnos hoy en la experiencia de su resurrección. No es difícil imaginar cómo habría transcurrido la semana de Pascua para los discípulos: todos sobrecogidos por el asombro de que Aquel a quien habían acompañado durante días, semanas, años, a quien habían visto sufrir la pasión, morir en la cruz, a quien habían depositado en el sepulcro, ¡lo veían vivo! Resucitado ante ellos. Cómo debían de despertarse cada día asombrados de que estuviera vivo. Es difícil imaginar que no volviera, una y otra vez, a sus mentes, ¡aquella presencia viva! Incluso cuando estaban ocupados con las cosas cotidianas, debieron sorprenderse de que volviera a sus mentes como un acontecimiento que lo determinaba todo, que lo invertía todo. Él los sorprendía mientras comían, mientras pescaban, mientras caminaban. Su continuo sorprenderlos hizo imposible que se convirtiera en algo del pasado. Él estaba allí, presente, vivo, determinando quiénes eran. Toda su vida debió de estar llena de Su presencia: ningún esfuerzo imaginativo, ningún intento de autoconvencerse, ¡sólo el reconocimiento inmediato de que Él estaba allí! Es verdad, es verdad, ha resucitado. «Ninguno de los discípulos -dice san Juan- se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. (Jn 21,12). Es lo mismo que dicen los once a Tomás: «¡Hemos visto al Señor!». Y con ellos se alegra toda la Iglesia: «Este es el día que ha hecho el Señor, alegrémonos y regocijémonos».
Cada uno puede hacer la comparación con el modo en vivimos la Semana Santa. ¿También nosotros nos hemos sentido invadidos por su presencia viva, o ha sido para nosotros tan previsible, tan habitual, que hemos vuelto a las cosas ordinarias como si no hubiera sucedido nada extraordinario, como si en realidad no hubiera sucedido nada? Sabemos muy bien cómo cualquier otra cosa que nos suceda tiene para nosotros más densidad de realidad que Su presencia viva. No lo digo por reproche, sino porque lo que corremos el riesgo de perdernos cada día, cada momento. Nos sorprendería no sentir nostalgia de un ser querido a los pocos días de conocerlo.
Quizá también a nosotros nos ha sucedido como a Tomás: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». La paz que rebosa de Jesús es tan singular, que incluso se pliega al deseo de Tomás: Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. (Jn; 20: 25). Sólo quien se rinda a este reconocimiento elemental experimentará esa novedad a la que Tomás cede finalmente: «¡Señor mío y Dios mío!». ¿Qué le habrá invadido para desencadenar en él esta confesión? En Tomás vemos cumplido lo que dice san Juan: «El que cree que Jesús es el Cristo, ha nacido de Dios; y el que ama al que Él ha engendrado, ama también al que Él ha engendrado» (1 Jn 5,1). Esto es lo que realmente necesitamos, dejar que Dios nos engendre mediante la fe en Jesús. Dejemos que Él entre en nuestras vidas, como hizo Tomás, para sorprendernos con su novedad, de modo que también nosotros podamos llegar a comprender desde nuestra propia experiencia lo que significa realmente la resurrección de los muertos. Esto es lo que nos convencerá de su resurrección.
¡Qué distinta sería la vida, nuestra rutina diaria, las cosas cotidianas de siempre, si cada momento estuviera revestido de Su presencia, si nos sorprendiéramos al reconocerle vivo, que Él está ahí! Como un niño que reconoce que su madre está; toda su vida, su tiempo, sus actividades, incluso las más sencillas, las vive ante la presencia de su madre. No es un pensamiento, sino una presencia, ésta es la madre para el niño. Este es el Cristo vivo para los discípulos: una presencia en el vivir. Como para un adulto la impresión que causa el ser querido que acaba de entrar en su vida.
¿Cómo sabemos que somos engendrados? «Todo que ha nacido de Dios vence al mundo. Y lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5, 4-5). Sólo una experiencia actual de fe en la que veamos que su presencia viva prevalece en la vida podrá vencer en la situación histórica que todos vivimos. Solo entonces será entonces “una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, decía y dice lo opuesto a ella” (Giussani).
Cuando se da esta plenitud, la victoria puede verse en los Hechos de los Apóstoles: «el grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma: nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, pues lo poseían todo en común. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor. Y se los miraba a todos con mucho agrado” ( Hch. 4, 32-37).
Los que le veían, los que veían a las comunidades cristianas, por pequeñas que fueran, podían tocar con sus propias manos que había resucitado, porque ésa era la única explicación adecuada de lo que veían.
Dar la vida
En muchas sociedades del Antiguo Oriente, los reyes y gobernantes se identificaban a menudo como pastores de sus pueblos, subrayando así su función de guiar, proteger y cuidar a sus ciudadanos, de forma similar a como un pastor cuida de su rebaño. Lo mismo ocurría en Israel. Pero a menudo los gobernantes no fueron fieles a su tarea y provocaron que Dios dijera por medio de los profetas: «¡Ay de los pastores de Israel, que se pastorean a sí mismos! ¿No deben los pastores apacentar el rebaño? […] Por culpa del pastor [las ovejas] se dispersan y son presa de todas las fieras: se extravían […] y nadie va en su busca ni se ocupa de ellas» (Ez 34,2-5).
Ante esta situación de los pastores que Dios ha enviado a su pueblo, se dirige al profeta Ezequiel prometiéndole que Él mismo se convertirá en su pastor: «Así dice el Señor Dios: He aquí que yo mismo buscaré mis ovejas y las pastorearé. […] Las conduciré a buenos pastos […] Las reuniré de todos los lugares donde fueron dispersadas en los días de oscuros nubarrones […] Yo mismo conduciré mis ovejas a los pastos y les daré descanso» (Ez 34,11-15).
¿Cómo se cumplió esta promesa de Dios? La promesa de Dios: «Yo mismo conduciré mis ovejas a los pastos y les daré descanso», en Jesús se convirtió en: «Yo soy el buen pastor». Por tanto, estas palabras con las que Jesús se presenta son el cumplimiento de la promesa de Dios de convertirse Él mismo en el pastor de su rebaño. Toda la vida de Jesús documenta esta preocupación suya como pastor de los hombres: Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).
¿Cuál es la señal de que Jesús es verdaderamente el buen pastor? ¿Por qué vemos que su afirmación de ser el buen pastor no es una expresión vacía? ¿Por qué es tan real que ciertamente cumple la profecía de Dios? Jesús es, en efecto, el buen pastor, no sólo porque lo dice con palabras – «Yo soy el buen pastor»-, sino porque demuestra con su vida que es el buen pastor, por el hecho de que «da su vida por las ovejas».
Y así aparece ante los ojos de todos la diferencia con el asalariado: «El asalariado -que no es pastor y a quien no pertenecen las ovejas- ve venir al lobo, abandona a las ovejas y huye, y el lobo las rapta y las dispersa; porque es asalariado y no le importan las ovejas» (Jn 10, 11-18). Pocas imágenes como la del pastor son tan eficaces para mostrar el modo en que Dios se relaciona con su pueblo. En esta relación se pone de manifiesto toda su pasión y, al mismo tiempo, toda su audacia. Dios se arriesga de verdad al elegir este modo de cuidar de su pueblo. Él es muy consciente de que, además de buenos pastores, también hay mercenarios, que no se preocupan por las ovejas. Aquí se desafía poderosamente la libertad del hombre, que está llamado a discernir quién es pastor y quién asalariado. Dios lo arriesga todo porque el pueblo puede preferir ser sumiso. Que Dios acepte esta eventualidad, única forma de salvaguardar la libertad del hombre, implica que tanto el Padre como Jesús saben que las ovejas -es decir, los hombres, nosotros- tienen la capacidad de reconocer al pastor y distinguirlo del asalariado.
¿Cómo reconocerán quién es pastor y quién asalariado? Por un signo aparentemente insignificante: el miedo. El realismo de la descripción que Jesús hace del asalariado es sorprendente: » el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye».(Jn 10, 12). Esta es la señal más evidente, dice Jesús, de que «es un asalariado y no le importan las ovejas».
Entonces, ¿significa esto que la característica del pastor es la fuerza que tiene para vencer el miedo? Pues no. El pastor no se define por su energía. ¿Qué es lo que permite al pastor no abandonar a las ovejas por miedo al lobo? Jesús vuelve a sorprendernos: el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas» (Jn 10: 1 y ss). Jesús sólo es capaz de no huir ante el lobo -como hace el asalariado- por su relación con el Padre. Sólo el vínculo de filiación que Jesús tiene con el Padre le permite dar su vida por las ovejas. Sólo un pastor tan libre del miedo puede convertirse en autoridad para las ovejas. La autoridad del pastor se basa en la libertad, que le permite mostrar toda su pasión por la vida de las ovejas, precisamente por su relación con el Padre. Sólo un pastor así -como se ve en la celebración de la Pascua, donde el Hijo dio su vida por nosotros, sin huir ante los lobos- es tan creíble que las ovejas reconocen su voz: «lo escucharán y se convertirán en un solo rebaño, en un solo pastor».
«Yo soy el buen pastor, [continúa Jesús] conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí». Precisamente porque conoce a sus ovejas, es decir, porque comprende su valor, nuestro valor, Jesús está dispuesto a dar la vida por nosotros. Este amor hasta la muerte que vimos en la Pascua es lo que permite a las ovejas conocer la verdadera naturaleza de Jesús, el único Pastor verdadero. Su entrega total no sólo nos permite amarle a Él, sino también al Padre. Las palabras de Jesús son sorprendentes: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente». El amor del Padre y nuestro amor a Jesús tienen el mismo origen: la voluntad de Jesús de dar su vida. Esto permite distinguir al pastor del asalariado.
Pero esta dinámica de la que da testimonio de Jesús, ¿termina con Él, o continúa en la historia después de Él? Los Hechos de los Apóstoles muestran cómo persiste esta dinámica. «Mientras Pedro y Juan hablaban al pueblo, se les presentaron los sacerdotes, el jefe de la guardia del templo y los saduceos, indignados de que enseñaran al pueblo y anunciaran en Jesús la resurrección de los muertos. Los apresaron y los metieron en la cárcel, Al día siguiente, se reunieron en Jerusalén los jefes del pueblo, los ancianos y los escribas, junto con el sumo sacerdote Anás, y con Caifás y se pusieron a interrogarlos: «¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho eso vosotros?”. Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: «Entonces Pedro, lleno de Espíritu Santo, les dijo: «Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros». Cuál debió de ser la sorpresa de los miembros del Sanedrín que «viendo la audacia de Pedro y Juan y dándose cuenta de que eran gente sencilla e inculta, se asombraron y los reconocieron como los que habían estado con Jesús» (Hch 4,13 y ss).
¿Qué hizo posible la audacia de Pedro y Juan que asombró al Sanedrín? El amor del Padre que sigue engendrando hijos en su Hijo: «¡Veis lo que es el amor del Padre para ser llamados hijos de Dios, y realmente lo somos!». Y desde el principio, hasta hoy, éste es el don que el Padre nos sigue haciendo.
Nueva alianza
«Vendrán días -oráculo del Señor- en que haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. (Jr.3,31-34)». La alianza es la imagen que utiliza la Biblia para hablar de la relación entre Dios y el pueblo de Israel y, en su culminación, de la relación con toda la humanidad. ¿Por qué es necesaria una nueva alianza? Porque la que Dios había hecho con sus padres, «cuando los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto» es la «alianza que ellos rompieron, a pesar de que yo era su Señor». Ese pacto no había logrado arrastrarlos hasta el punto de conseguir unirlos a su Señor. La ley y los mandamientos no se mostraron capaces de hacer vivir al hombre para su Señor. Si la ley permanece como algo exterior, es incapaz de movernos interiormente. ¿Cuál es la innovación de la nueva alianza que el Señor quiere hacer para triunfar donde la antigua alianza había fracasado? «Esta será la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días – oráculo del Señor -: pondré mi ley dentro de ellos, la escribiré en sus corazones. Entonces yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que instruirse unos a otros, diciendo: ‘Conoce al Señor’, porque todos me conocerán, desde el más pequeño hasta el más grande, porque perdonaré su iniquidad y no me acordaré más de su pecado». La novedad de la nueva alianza consiste en poner «mi ley dentro de ellos», en escribirla «en sus corazones» para que todos conozcan al Señor. El perdón de sus iniquidades les hará conocer al Señor a través de la experiencia, y «entonces yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo». ¿Cómo va a meter Dios dentro de nosotros lo que percibimos como un deber exterior, un código que hay que cumplir que no consigue que nos adhiramos a Él?
El Evangelio nos orienta respondiendo a la petición de unos griegos, prosélitos del judaísmo, a Felipe: «Queremos conocer a Jesús». ¿Cómo pueden estos paganos conocer a Jesús? He aquí la respuesta de Jesús: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» y, para explicar lo que quiere decir, Jesús utiliza la imagen del grano de trigo: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24 y ss). Para que los griegos lleguen a conocer a Jesús, no necesitan un sermón sobre quién es Jesús, ni otra lista de mandamientos que no Le darían a conocer. Sólo pueden conocer a Jesús si Él les revela todo su amor. Sólo el amor es capaz de hacer saber a los demás qué significan para nosotros y qué estamos dispuestos a hacer por ellos.
¿Y cómo revela Jesús su amor por ellos? ¿Qué hace para que los griegos puedan conocerle? «Si el grano de trigo muere, da mucho fruto». Para darse a conocer, Jesús muestra hasta qué punto está dispuesto a entregarse. Que esta disposición a entregarse totalmente para darse a conocer no es ficticia, no es meramente aparente, se ve en el hecho de que Jesús es muy consciente de que debe pasar por todo el drama de esa entrega: «Ahora mi alma está turbada; ¿y qué diré? Padre, sálvame de esta hora. Por eso mismo he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre». Jesús también se enfrenta a la tentación de pedir al Padre que le libre de la hora de la muerte. Pero supera la tentación, no retrocediendo ante la prueba por la que debe pasar, sino mirándola a la cara hasta el punto de reconocer que ha venido precisamente para esta hora. La culminación de su autoconciencia es la súplica que dirige al Padre: «Padre, glorifica tu nombre», haz resplandecer tu nombre a través de mi entrega, para que sepan de verdad quién eres Tú. La Carta a los Hebreos nos ayuda a comprenderlo: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna” (Hb. 5:7-9). ”Sólo pasando por toda la turbación, los gritos y las lágrimas hasta la entrega total de su propia vida, Jesús pudo convertirse en causa de salvación eterna para los que le reconocen. ¿Por qué vemos que esta entrega total trae la salvación a los que le reconocen? «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». Y, para que no quede ninguna duda de lo que quiere decir el evangelista, añade: «dijo esto para indicar de qué muerte tenía que morir: la cruz». Sólo es creíble un amor que no se escatima a sí mismo. Por eso puede conseguir atraer hacia Él a todos, judíos y griegos.
He aquí la novedad de la nueva alianza: la atracción que el amor de Cristo logra ejercer sobre nosotros hasta el punto de movernos interiormente, desde el interior de nosotros mismos, para hacernos suyos. No por deber, sino por amor. Ninguna constricción ética es capaz de mover al hombre hasta el fondo, de apegarlo. Sólo la atracción irresistible del amor puede cautivarlo. Este es el cambio total del método que trajo Cristo. Se puede ver de modo solemne en un fariseo como Pablo, que escribe: «Yo, circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo por los judíos, fariseo en cuanto a la ley; en cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; irreprochable en cuanto a la justicia que proviene de guardar la ley». Había sido el hombre que más se había tomado a pecho esa ley «todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe» (Flp 3, 4-11). He aquí la inversión que llevó a San Pablo a vivir marcado por esta experiencia y que le hizo conocer a Cristo en su entrega total, para no vivir ya de otra cosa que de Jesús. » Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20).
El que vive
En el tiempo pascual, la liturgia está dominada por la parábola de la vid y los sarmientos. El contexto pascual es de gran ayuda para comprender el sentido de esta parábola de manera existencial. Es una oportunidad para que comprendamos cómo podemos experimentar hoy la Resurrección.
Para comprender la pedagogía de la Iglesia, tenemos que ponernos en el lugar de los discípulos y dejarnos sorprender por lo que ocurría en ellos. Estaban tristes, como María Magdalena llorando a la puerta del sepulcro vacío, o decepcionados como los discípulos de Emaús, o asustados como los discípulos encerrados en sus casas por miedo a los judíos. Estaban completamente determinados por la derrota de su Señor. Se ve por cómo se movían: emprendieron el regreso a casa decepcionados, porque la aventura que habían iniciado con Jesús en Galilea había terminado. Como mucho, podían ir al sepulcro, como la Magdalena, a ungir el cadáver en señal de su apego, igual que nosotros llevamos flores o vamos a arreglar la tumba de un ser querido. Podían también recordar la aventura que vivieron con Él, como cuando nos ocurre algo que no deja huella definitiva y sólo queda el recuerdo para contárselo a los nietos.
En estas condiciones, sucedió lo inesperado: Jesús llega y los sorprende con su presencia. Con Él vivo, todo cambia. Fue su presencia viva la que hizo posible un nuevo comienzo. El nuevo comienzo se podía ver por el hecho de que toda su vida estaba dominada por esa presencia. Se veía que era real -no una imaginación o una invención- por la novedad que introducía en ellos, por el hecho de que les cambiaba, de que superaba su parálisis, su miedo, su decepción, su tristeza, haciéndoles de nuevo protagonistas.
Sólo identificándonos con los discípulos podremos comprender, desde su experiencia, lo que significa existencialmente la imagen de la vid: «Yo soy la vid verdadera». ¡Comprendían realmente el sentido de esta expresión! Era imposible reducirla a una simple imagen. «Yo soy la vid verdadera» significaba para ellos reconocer: «yo, Jesús vivo, presente ante vosotros, soy el origen de la vida nueva, verdadera, rebosante de alegría, de libertad, de paz, que veis realizarse con sorpresa en vosotros mismos y que es tan visible que asombra incluso a los demás, incluso a los que no creen.» «La vida [podrían pensar] eres tú, Cristo, llenando nuestras vidas con tu vida, con una plenitud incomparable, ¡hasta sin palabras!». Sólo quien ha experimentado la plenitud de la presencia del amado, la novedad que introduce inesperadamente en la vida, puede hacerse una idea de lo que estamos hablando: una presencia que entra de repente en nuestras vidas y lo invade todo. ¿Cuál fue la experiencia de san Pablo, el perseguidor, al decir: «Para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21) o: «vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí»? (Gal 2,20).
La primera sorpresa para ellos fue encontrarse con el cambio que se había producido en el propio Jesús. El mismo que había sido crucificado, muerto y depositado en el sepulcro, apareció rebosante de vida ante sus ojos atónitos. No era la vida anterior a la que Lázaro había vuelto, sino la verdadera vida, la que ya no termina, la que era capaz incluso de cambiar la vida de los discípulos con su presencia viva. Era Él, ¡un viviente!, que rebosaba tanto de vida que la transmitía por contagio a los demás. Viviendo, estando vivo. Antes de cualquier reflexión, Jesús resucitado mostró que Él era la fuente de la vida, llenando de vida a quienes le reconocían. ¿Qué deseamos cuando sucede algo único en la vida? No queremos que termine, queremos que sea para siempre. El único verdaderamente capaz de garantizar algo que es para siempre es aquel que está en posesión de la vida que no muere, que no falla. Nunca. Porque la muerte ya no tiene poder sobre Él.
Y entonces, nos preguntamos: ¿cómo no perder todo lo que es bueno? Si Él es la vida, la única manera de no perderla -nos repite Jesús- es permanecer en Él. ¿Qué significa permanecer? Lo vemos documentado por los discípulos: permanecer en relación con Él, con Su presencia, para ver los efectos que esa presencia trae, como cuando estamos ante el amado y vemos la novedad que Él trae a nuestras vidas. La novedad que Él trae a la vida la vemos en cuanto nos separamos de Él; en cuanto nos apartamos, nos damos cuenta de la preciosidad de esa presencia y nos invaden de nuevo las preocupaciones, los miedos, un desasosiego que no podemos superar con nuestros pobres intentos. Entonces todo lo demás se impone y empezamos a experimentar la carencia, como cuando sentimos nostalgia de un ser querido. Paradójicamente, la carencia, o las preocupaciones que nos invaden, o el vacío que sentimos pueden convertirse en el recurso más precioso para volver a Él, como el niño que vuelve a su madre porque la necesita. Cualquier pena, cualquier tristeza, cualquier dolor que sintamos son un signo de ese bien ausente que ha entrado en nuestra vida. Se convierten en la señal para volver a Él.
Esto lo entienden bien aquellos para quienes Cristo no es sólo una palabra vacía o una lista de cosas que hacer, sino una presencia decisiva para vivir. Alguien como san Benito lo comprendió bien, invitando a sus monjes a «no anteponer nada al amor de Cristo» para no perder lo mejor de la vida.
Sólo una experiencia así nos hace comprender lo que significa existencialmente que: «el sarmiento [es decir, nosotros] no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, ni tampoco vosotros si no permanecéis en mí [en vuestra relación conmigo]» (Jn. 15, 1-8)… Lo comprendemos en cuanto nos alejamos de Él, porque el fruto tiene su origen únicamente en Él. Jesús vuelve a insistir: «sin mí no podéis hacer nada». ¡Qué liberadoras se vuelven entonces estas palabras! Iluminan desde dentro la experiencia, porque no podemos darnos a nosotros mismos esa vida que sólo procede de Él. No debemos enfadarnos con nosotros mismos ni con las cosas que no nos dan la vida que prometen. Al contrario, esas experiencias nos hacen darnos cuenta de que todo lo que hacemos o poseemos es demasiado poco para responder a nuestro deseo de vida. Y así, en lugar de culparnos o de culpar a las cosas que no nos satisfacen, aprovechamos para comprender el motivo de nuestra pena o tristeza. Le echamos de menos. Echamos de menos esa presencia que llena la vida. Es como si, desde dentro de nuestra experiencia, Cristo nos dijera: «No te conformes con nada. Es a mí a quien echas de menos en todo lo que saboreas».
Cuánto me asombró una abuela que vi hace dos días; tenía a su nieta en brazos, y en cuanto intentó meterla en la cuna, la niña se despertó porque se separó de su relación con ella. Me impresionó el comentario atónito de la abuela: «Al perder el calor humano de la relación con esa presencia que la hace ser ella misma, se despierta». Me asombró también un chico con el que me crucé en el pasillo del colegio donde doy clase. Lloraba desesperado porque los servicios sociales le habían dicho que tenía que ir a la comunidad y separarse de las personas que le habían hecho experimentar una nueva vida por la forma en que le habían mirado. Esas presencias habían sido decisivas para él. Me bastó con hacerle tomar conciencia de que no las perdería nunca para que cambiara de rostro. ¡Cómo se comprende, viendo la experiencia de la gente, qué tipo de relación necesitamos para vivir! Con su resurrección, Jesús introdujo para siempre en la historia el origen de una vida nueva. Sólo quien le reconozca y le haga sitio en su vida podrá convencerse de lo real que es.
Llenos de alegría
San Lucas resume el contenido del Evangelio al comienzo de los Hechos de los Apóstoles: «En mi primer libro, Teófilo, [es decir, el primer libro que escribió Lucas: el Evangelio] escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios” (Hch. 1, 1-4)
Los discípulos convivieron con Jesús viéndole vivir, actuar y reaccionar en su vida terrena. Tuvieron una larga experiencia junto a Él. ¿De qué manera les marcó esta convivencia? Lo vemos en una pregunta: «Los que estaban con él le preguntaron: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel”. Pero él respondió: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch 1, 6-11).
Llama la atención que después de tres años de vivir con Jesús, su preocupación sea sólo saber cuándo Jesús tomará posesión de su reino. La convivencia con Él no ha conseguido cambiar la perspectiva de una restauración de la antigua monarquía davídica, de un reino según el pensamiento humano. Si no es un dominio visible, no parece nada a sus ojos. Jesús «desplaza» a los discípulos hasta el último momento antes de marcharse. La historia iniciada con Él continuará, pero de una forma imprevisible para ellos: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra”.
«Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista». «Ser elevado a los cielos» tiene el sentido que Jesús ya había anunciado: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). Jesús entrando así en el Reino de Dios, de nuevo, es elevado y entra en el mundo divino más allá de la nube. Aquel a quien habían visto crucificado, depositado en el sepulcro y luego resucitado. Y con Él, todo lo humano es elevado y entra en el mundo.
Y con Él, todo el ser humano se eleva y entra en el mundo definitivo, como decíamos exultantes con la oración colecta: «Que tu Iglesia, Señor, se alegre con santa alegría por el misterio que celebra en esta liturgia de alabanza, porque en Cristo ascendido al cielo nuestra humanidad, [la tuya, la mía] se eleva junto a ti». Así se revela a nuestros ojos el plan de Dios. ¿Para qué creó Dios al hombre, a cada uno de nosotros? Precisamente para lo que celebramos: para compartir con nosotros, con cada uno de nosotros su gloria, su plenitud. Cristo lleva hoy nuestra humanidad al cielo. No estamos destinados a la tumba, no estamos destinados a desaparecer en la nada. Por eso, San Pablo insiste: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —estáis salvados por pura gracia—; nos ha resucitado con Cristo Jesús, nos ha sentado en el cielo con él» (Ef 2,4-6). La vida es vivir ya ahora, alcanzados por la novedad que Cristo introduce en nosotros.
Esto explica por qué «los discípulos volvieron a Jerusalén ‘llenos de alegría'» (Lc 24,52). La plenitud de la alegría testimonia que quien vive con la conciencia de lo que hoy celebramos no vive determinado por la ausencia de Jesús, sino por su presencia que alcanza a toda su humanidad. Él mostró, por fin, todo su poder penetrando en la humanidad de sus amigos, y por eso ahora potencialmente también en la nuestra, si lo acogemos como ellos. Al hacernos experimentar a Aquel que nos hace verdaderamente nosotros mismos, se cumple definitivamente lo que dice san Pablo: «todas las cosas fueron creadas por medio de Él y para Él», es decir, en espera de la plenitud que hoy se revela ante nuestros ojos. Así pues, todas las cosas creadas estaban destinadas a alcanzar su plenitud en Cristo. ¡La Ascensión es todo lo contrario a una fiesta de la ausencia¡ Es todo lo contrario: una presencia aún más arraigada en nosotros de forma absolutamente permanente, hasta el punto de decir a los discípulos: «Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Este era el motivo de su alegría y es también el motivo de la nuestra: que Cristo está con nosotros para siempre, haciéndonos partícipes de su vida nueva y resucitada. Entrando en las profundidades de la realidad, Cristo penetra hasta nuestras entrañas, ¡llenando toda vida de vida nueva! ¡En qué nueva conciencia de nosotros mismos nos introduce la fiesta de la Ascensión! Quien vive con esta conciencia nunca más está solo. La soledad ha sido vencida para siempre.
No estamos a merced de nuestros torpes intentos de (alcanzar) la plenitud, la felicidad. ¡Él es nuestra plenitud, nuestra felicidad! Esto lo entienden los que aman y experimentan que el amado «me hace más yo mismo». Jesús partió para entrar más profundamente en lo más hondo de nosotros mismos. Acabamos de oírlo en la segunda lectura: «El que descendió es el mismo que también ascendió por encima de todos los cielos, para ser plenitud de todas las cosas». Se comprende que los discípulos, conscientes de ello, rebosaran de alegría.
Sólo así podremos, como los discípulos, ser misioneros. “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.” A cualquier sitio que vallan lo llevarán consigo en el brillo de sus ojos. “Haré patente mi presencia a través de la alegría de vuestros rostros» (misal ambrosiano), es la alegría de los primeros. Esta es la forma de cómo es su Reino ahora, ahora, mientras caminamos por la historia, esperando su regreso.
*Este texto recoge algunas de las homilías pronunciadas por Julián Carrón durante el período pascual de 2024. Los diferentes apartados no se corresponden con la cronología de la liturgia, sino con agrupaciones temáticas. El texto no ha sido revisado por el autor.
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